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—Llévate todos tus animales de la granja, Renald —aconsejó Thulin—. Te los comerás; o se los comerán tus hombres. Y querrás tener leche. Y, si no es así, entonces habrá otros que te lo trocarán por carne de res o de carnero. La comida escaseará con lo que está pasando, que se estropea todo, además de que las reservas del invierno han menguado mucho a estas alturas. Llévate todo lo que tienes: alubias, fruta seca, todo.

El granjero se recostó en la portilla del patio porque se sentía débil, con flojera en las piernas. Por fin se obligó a plantear una pregunta:

—¿Por qué?

Thulin titubeó y después se apartó de la carreta para ponerle otra vez la mano en el hombro.

—Siento ser tan brusco. Yo… En fin, ya sabes mi forma de hablar, Renald. No sé qué es esa tormenta, pero sé lo que significa. No he blandido una espada en toda mi vida, pero mi padre combatió en la Guerra de Aiel, y yo soy un hombre de las Tierras Fronterizas. Y esa tormenta significa que se acerca el final, Renald. Hemos de estar allí cuando llegue. —Hizo una pausa para volverse hacia el norte y mirar el cúmulo de nubes igual que un mozo de granja miraría a una serpiente venenosa que hubiera encontrado en mitad del huerto—. La Luz nos guarde, amigo mío. Hemos de estar allí.

Y, sin más, retiró la mano del hombro del granjero, se encaramó al pescante y arreó a los bueyes. Renald los vio ponerse en marcha hacia el norte; los siguió con la mirada durante un buen rato, sin moverse, como agarrotado.

Sonó el lejano retumbo de un trueno cual chasquido de un látigo descargándose contra las colinas.

La puerta de la casa se abrió y se cerró. Auaine, con el pelo gris recogido en un moño, se acercó a su marido; ya hacía años que tenía el cabello de ese color porque le habían salido canas muy pronto, y para Renald ese tono era algo entrañable. Plateado, más que gris. Como las nubes.

—¿Ése era Thulin? —preguntó Auaine, con la vista fija en la lejana carreta que levantaba el polvo del camino.

Una pluma negra de gallina revoloteó por encima de la calzada.

—Sí.

—¿Y no se quedó, ni siquiera para charlar un poco?

Renald negó con la cabeza.

—¡Ah, pero Gallanha ha dejado unos huevos! —La mujer se hizo cargo del cesto y empezó a pasar los huevos al delantal recogido para llevarlos a la casa—. Es un encanto. Deja el cesto ahí, en el suelo; seguro que mandará a alguien a buscarlo.

Su esposo seguía con la vista fija en el norte.

—¡Renald! —llamó Auaine—. ¿Te ha dado un aire, viejo raigón?

—Su mujer lustró sus ollas para ti —dijo él—. Esas que tienen el fondo de cobre. Las dejó en la mesa de la cocina, y dijo que son tuyas si las quieres.

Auaine se quedó callada y entonces Renald oyó un chasquido y miró hacia atrás; su mujer había aflojado la mano con que sostenía el delantal y los huevos rodaban despacio y se estrellaban en el suelo.

—¿Dijo alguna otra cosa? —preguntó después en un tono muy tranquilo.

Su marido se rascó la cabeza, en la que no le quedaba mucho pelo.

—Sí, que la tormenta se acercaba y que tenían que dirigirse al norte. Y Thulin dijo que nosotros deberíamos ir también.

Se quedaron inmóviles un momento, pero enseguida Auaine recogió el borde del delantal y evitó que se cayeran casi todos los huevos; ni siquiera dirigió una ojeada a los que estaban rotos en el suelo, porque tenía la mirada fija en el norte.

Renald giró la cabeza en esa dirección; la tormenta había avanzado de golpe otra vez, y además parecía que, de algún modo, se hubiera vuelto más oscura.

—Creo que deberíamos hacerles caso —dijo su mujer—. Iré a… Iré a preparar lo que tendremos que llevarnos de la casa. Tú ve a reunir a los hombres. ¿Comentaron cuánto tiempo estaremos fuera?

—No, ni siquiera dijeron con claridad por qué, sólo que había que ir al norte por la tormenta. Y que… Que esto es el fin.

Auaine inhaló con brusquedad al oír aquello.

—Bien, ve a avisar a los hombres para que se preparen —contestó luego—. Yo me ocuparé de la casa.

Entró y se la oyó trajinar en el interior; Renald se obligó a dar la espalda a la tormenta, rodeó la casa y entró en el corral al tiempo que llamaba a los mozos de labranza para que se reunieran con él. Eran una cuadrilla de tipos recios, esos chicos; todos ellos. Los hijos del granjero se habían marchado para hacer fortuna en otros sitios, pero sus seis trabajadores casi eran como unos hijos para él. Merk, Favidan, Rinnin, Veshir y Adamand se congregaron a su alrededor. Todavía un poco aturdido, Renald les mandó a dos de ellos que fueran a recoger a los animales; a otros dos, que empaquetaran todo el grano y los víveres que quedaban de las provisiones del invierno, y al quinto lo mandó a buscar a Geleni, que había ido al pueblo a comprar semillas nuevas por si acaso la siembra no había prendido a causa de haber utilizado el grano que tenían almacenado.

Los cinco hombres salieron a hacer sus encargos y Renald se quedó un momento más en el corral, aunque enseguida entró en el establo a buscar la pequeña fragua para sacarla a cielo abierto. No era sólo un yunque, sino una forja completa, compacta, construida para desplazarla de sitio. El granjero la tenía montada sobre rodillos, porque dentro de un establo no se podía trabajar con una fragua: se corría el peligro de que se prendiera todo el polvillo que había en el aire. Empujó de los mangos y la llevó rodando hasta el cobertizo que había a un lado del patio, construido con buenos ladrillos, en el que realizaba pequeñas reparaciones cuando hacía falta.

Una hora más tarde tenía el fuego bien atizado; no era tan hábil como Thulin, pero había aprendido de su padre que ser capaz de ocuparse de hacer algunos trabajos de forja era muy importante. A veces uno no podía malgastar las horas que harían falta en ir a la ciudad y volver sólo para arreglar un gozne roto.

Las nubes seguían allí; Renald intentó no mirarlas cuando salió del cobertizo, camino al establo. Esas nubes eran como ojos que atisbaran por encima de su hombro lo que hacía.

Dentro del establo la luz se colaba a través de rendijas en la pared y caía sobre el polvo y el heno. Él mismo lo había construido hacía unos veinticinco años; siempre pensaba que tenía que reemplazar algunos de aquellos tablones pandeados del tejado, pero ahora no había tiempo para eso.

De la pared donde estaban las herramientas descolgó la tercera mejor guadaña que tenía, pero se detuvo y, tras respirar profundamente, tomó en cambio la mejor de todas. Salió de nuevo hasta la forja y sacó de un golpe el mango de la guadaña.

Mientras echaba a un lado el mango, Veshir —el mayor de los mozos de labranza— se acercó tirando de un par de cabras y al ver la hoja de la guadaña en el fuego se le ensombreció el rostro. Ató las cabras a un poste y después corrió hacia donde se encontraba Renald, pero no dijo nada.

¿Cómo hacer algo parecido a una alabarda, aunque fuera una sencilla? Thulin dijo que eran buenas para desmontar a un jinete del caballo. Bien, tendría que reemplazar el mango por un astil más largo y recto, de madera de fresno. El extremo rebordeado del astil tendría que sobresalir del doblez de la hoja; sería como una burda punta de lanza que iría revestida con una pieza de chapa, como refuerzo. Entonces calentaría la hoja y martillearía la curvatura hasta casi la mitad para hacer un gancho con el que tirar de un hombre para desmontarlo y tal vez herirlo al mismo tiempo.

Veshir se quedó allí parado más o menos un minuto, observando; por fin se adelantó y asió al hombre mayor por el brazo.

—Renald, ¿qué estamos haciendo?

—Nos vamos al norte —contestó al tiempo que se soltaba con un brusco tirón—. La tormenta se acerca y vamos al norte.

—¿Vamos al norte sólo por una simple tormenta? ¡Eso es una locura!