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El joven de ojos pétreos se volvió hacia ella.

—Repite las instrucciones.

—He de volver a Ebou Dar con un mensaje para nuestros líderes de allí…

—Para la Hija de las Nueve Lunas —corrigió con severidad el Dragón Renacido—. Le entregarás el mensaje a ella.

A Falendre se le trabó la lengua. ¡No era en absoluto digna de hablar con alguien de la Sangre, cuanto menos con la Augusta Señora, hija de la emperatriz, así viviera para siempre! Pero la expresión de ese hombre no admitía discusión, así que ella encontraría la forma de hacerlo.

—Le entregaré el mensaje a ella —repitió Falendre—. Le diré que… que vos no le guardáis rencor por este ataque y que deseáis que se celebre una reunión.

—Que aún deseo que se celebre —corrigió el Dragón Renacido.

Que Falendre supiera, la Hija de las Nueve Lunas no sabía nada de la primera reunión; el encuentro lo había preparado Anath en secreto. Y por eso Falendre tenía la convicción de que ese hombre era el Dragón Renacido, porque sólo él era capaz de enfrentarse a una Renegada y no sólo sobrevivir al choque, sino salir victorioso de él.

¿Realmente era una de las Renegadas? La mente de la sul’dam se tambaleaba ante la mera idea. No, imposible. Y, sin embargo, allí estaba el Dragón Renacido; si estaba vivo y presente en el mundo, entonces los Renegados también lo estarían. Falendre se sentía confusa y las ideas le daban vueltas y vueltas en la cabeza, pero reprimió el terror; de eso ya se ocuparía más tarde. Ahora necesitaba mantener el control.

Se obligó a buscar aquellas gemas heladas que el hombre tenía por ojos; era menester conservar cierta dignidad aunque sólo fuera para tranquilizar a las cuatro sul’dam que habían sobrevivido. Y a las damane, por supuesto. Si las sul’dam perdían de nuevo la compostura no habría esperanza para las damane.

—Le diré que aún deseáis celebrar una reunión con ella —repitió Falendre, que se las ingenió para que la voz le sonara tranquila—. Que creéis que debe haber paz entre nuestros pueblos. Y tengo que contarle que lady Anath era… Era una Renegada.

Vio de reojo que, a través del agujero en el aire, algunas de las marath’damane empujaban a Anath, la cual conservaba un porte majestuoso a pesar de ser una cautiva. Siempre había intentado mandar más de lo que correspondía a su posición. ¿De verdad sería lo que este hombre decía que era?

¿Cómo iba a presentarse ante la der’sul’dam para explicarle esta tragedia, esta terrible pérdida? Ansiaba marcharse de allí y buscar un sitio donde esconderse.

—Debemos tener paz —dijo el Dragón Renacido—. Me encargaré de que sea así. Dile a tu señora que podrá encontrarme en Arad Doman; forzaré el fin de la batalla que se libra contra vuestras fuerzas allí. Hazle saber que haré esto como un gesto de buena voluntad, igual que lo es el hecho de que os deje libres. Ser manipulado por un Renegado no es ninguna vergüenza, sobre todo si se trata de… esa criatura. En cierto modo, ahora estoy más tranquilo; me preocupaba que uno de ellos se hubiese infiltrado en la nobleza seanchan. Tendría que haber imaginado que sería Semirhage. Siempre le han gustado los retos.

Hablaba de los Renegados con una familiaridad increíble, y a Falendre le causaba escalofríos oírle. Él la miró.

—Podéis iros —dijo antes de alejarse y entrar por la rasgadura abierta en el aire.

Qué no daría ella por tener ese modo de viajar para Nenci. La última de las marath’damane pasó por el agujero y la abertura se cerró dejando solas a Falendre y las otras; formaban un grupo penoso. Talha aún lloraba, y Malian parecía a punto de vomitar. A varias de las que habían tenido sangre en la cara antes de lavarse se les marcaban tenues reguerillos rojos en las mejillas, además de tener escamillas de sangre reseca pegadas en la piel. Falendre se alegraba de no haberse visto obligada a aceptar que se usara la Curación en ellas; había visto a uno de esos… hombres Curando a miembros del grupo del Dragón. A saber qué mácula dejaría en una persona estar bajo aquellas manos infectas.

—Sed fuertes —ordenó a las demás, aunque se sentía mucho más insegura de lo que daba a entender su actitud.

¡Las habían dejado libres! No se había atrevido siquiera a abrigar la esperanza de que las cosas acabaran así, de modo que mejor sería marcharse enseguida. Cuanto antes. Metió prisa a las otras para que montaran en los caballos que les habían dado y pocos minutos después partían hacia el sur —cada una de las sul’dam con su compañera damane al lado— en dirección a Ebou Dar.

Los acontecimientos de ese día tal vez tendrían como resultado que le quitaran a su damane, incluso que le prohibieran para siempre asir el a’dam. Al no estar Anath, habría que castigar a otra. ¿Qué diría la Augusta Señora Suroth? damane muertas, el Dragón Renacido ofendido.

Seguramente lo peor que le pasaría sería perder el acceso al a’dam; no rebajarían a da’covale a alguien como ella, ¿verdad? La idea hizo que la bilis le subiera de nuevo a la boca.

Habría que explicar lo ocurrido ese día con mucho tiento; tenía que haber un modo de que pudiera presentar los hechos de forma que salvara la vida.

Había dado su palabra al Dragón de que hablaría directamente con la Hija de las Nueve Lunas, y lo haría. Pero tal vez no de inmediato. Se imponía una profunda y concienzuda reflexión sobre todo aquel asunto.

Falendre se inclinó sobre el cuello del caballo y azuzó a la montura para que se adelantara a las otras; así no verían las lágrimas de frustración ni el dolor y el terror que le desbordaban los ojos.

Tylee Khirgan, teniente general del Ejército Invencible, detuvo el caballo en lo alto de una colina arbolada y contempló el paisaje al norte de su posición. Qué distinta era aquella tierra; su tierra natal, Maram Kashor, era una isla seca cercana a la punta meridional de Seanchan; allí los árboles lumma eran colosos que se erguían rectos y altísimos, con frondosas copas semejantes a la cresta de pelo de un miembro de la Alta Sangre.

En comparación, esas cosas que pasaban por árboles en esta tierra eran arbustos ramificados, nudosos y retorcidos. Las ramas eran como dedos sarmentosos de viejos soldados, artríticos de tantos años de sujetar una espada. ¿Cómo llamaban los lugareños a esas plantas? ¿Árboles de monte bajo? Qué extraño pensar que algunos de sus antepasados podían proceder de ese sitio, que habían viajado con Luthair Paendrag a Seanchan.

Levantando polvo a su paso, el ejército de Tylee marchaba por la calzada, allá abajo. Miles y miles de hombres; no tantos como los que tenía antes, pero no muchos menos. Habían pasado dos semanas desde el combate contra los Aiel, cuando el plan de Perrin Aybara había funcionado de forma impresionante. Combatir al lado de un hombre como él resultaba siempre una experiencia agridulce. Dulce por la depurada genialidad del lance; amarga por la preocupación de que algún día tuvieran que enfrentarse en el campo de batalla. Tylee no era de los que disfrutaban de una lucha que representara un reto; siempre había preferido alzarse con la victoria del modo más rápido y fácil, y dejarse de historias.

Algunos generales afirmaban que no tener que esforzarse significaba no verse obligado a superarse. Tylee consideraba preferible que sus hombres y ella se superaran en el campo de prácticas, y dejar la lucha esforzada para sus enemigos.