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No le gustaría enfrentarse a Perrin; no le gustaría en absoluto, y no sólo porque le cayera bien.

Se oyó el ruido de cascos en la tierra. La teniente general miró hacia un lado y vio a Mishima en su caballo, un castrado de capa clara que el oficial frenó junto al suyo. Llevaba el yelmo atado a la silla, y el rostro marcado con cicatrices se mostraba pensativo. Vaya pareja hacían ellos dos; el rostro de Tylee también tenía sus buenas cicatrices.

Mishima la saludó de un modo más respetuoso, como hacía desde que había sido ascendida a la Sangre. Aquel mensaje, entregado por un jinete de raken, había sido algo inesperado; era un honor, uno al que la mujer no se había acostumbrado aún.

—¿Todavía reflexionando sobre la batalla? —preguntó Mishima.

—Así es —admitió Tylee. Hacía dos semanas de ello y aún no podía sacárselo de la cabeza—. ¿A ti qué te parece?

—¿Os referís a Aybara? —inquirió él. Aún le hablaba como un amigo, bien que evitaba mirarla a los ojos—. Es un buen soldado, aunque tal vez demasiado centrado en una cosa, demasiado motivado. Pero sólido.

—Sí, cierto —convino Tylee, que después sacudió la cabeza—. El mundo está cambiando de formas que no podemos prever, Mishima. Primero, Aybara, y luego los sucesos extraños.

El oficial asintió con un cabeceo, pensativo.

—Los hombres no quieren hablar de ello.

—Los sucesos se han repetido con demasiado frecuencia para tratarse de ilusiones provocadas por alguien —manifestó Tylee—. Los exploradores están viendo cosas.

—Los hombres no desaparecen sin más ni más —dijo Mishima—. ¿Creéis en el Poder Único?

—No sé qué es —contestó la mujer mientras miraba hacia los árboles que había alrededor. Días antes había pasado junto a algunos que empezaban a echar brotes de primavera, pero ninguno de éstos —de aspecto esquelético— tenía retoños, aunque el aire era lo bastante cálido para que hubiera pimpollos.

—¿Hay árboles como éstos en Halamak?

—No exactamente iguales —repuso Mishima—. Pero no es la primera vez que veo árboles así.

—¿No tendrían que haber retoñado a estas alturas?

—Soy soldado, general Tylee —contestó él al tiempo que se encogía de hombros.

—No me había dado cuenta —repuso la mujer con sequedad.

—Lo que quiero decir es que no presto atención a los árboles. No sangran. Quizá tendrían que haber retoñado, o tal vez no. Pocas cosas tienen sentido a este lado del océano. Árboles que no retoñan en primavera, ésa es otra singularidad. Mejor eso que más marath’damane comportándose como si fueran de la Sangre, y todo el mundo haciéndoles reverencias y doblando la cerviz ante ellas. —El capitán se estremeció.

Tylee asintió con la cabeza, pero no compartía la repulsión de su oficial; no del todo. No sabía bien qué pensar de Perrin Aybara y sus Aes Sedai, y menos de sus Asha’man. Ella tampoco sabía mucho más de árboles que Mishima, pero tenía la sensación de que deberían haber empezado a retoñar. Y esos hombres que los exploradores seguían viendo en los campos, ¿cómo podían desvanecerse de un momento a otro, incluso con el Poder Único?

Hacía unas horas, el oficial de intendencia había abierto uno de los fardos de raciones de campaña y sólo había encontrado polvo. Tylee habría ordenado buscar a un ladrón o un bromista, si el oficial de intendencia no hubiera insistido en que acababa de comprobar el fardo unos minutos antes. Karm era un hombre digno de confianza; llevaba años siendo el oficial de intendencia y era de los que no cometían errores.

Allí era muy frecuente que la comida se echara a perder. Karm decía que era por culpa del calor que hacía en esta extraña tierra. Pero las raciones de campaña no podían estropearse ni pudrirse, o por lo menos no de forma tan imprevisible. Todos los augurios eran malos en los últimos tiempos; ese mismo día por la mañana había visto dos ratas muertas, boca arriba, una con la cola de la otra en la boca. Era el peor augurio que había visto en su vida, y aún le daban escalofríos al recordarlo.

Pasaba algo. Perrin no se mostró muy inclinado a hablar de ello, pero Tylee notó que algo lo agobiaba. Ese hombre sabía mucho más de lo que había contado.

«No podemos permitirnos el lujo de luchar contra esta gente», pensó. Era un pensamiento subversivo que no podía compartir con Mishima; ni siquiera se atrevía a sopesarlo. La emperatriz, así viviera muchos años, había ordenado reclamar y reconquistar esta tierra. Suroth y Galgan eran los líderes del imperio elegidos para dicha empresa hasta que la Hija de las Nueve Lunas se manifestara y se diera a conocer. Aunque Tylee no podía saber lo que opinaba la Augusta Señora Tuon, era evidente que Suroth y Galgan compartían el deseo de ver sometida esta tierra. Prácticamente era en lo único que estaban de acuerdo.

Ninguno de ellos escucharía sugerencias para que buscaran aliados entre las gentes de aquí, en lugar de hacerse enemigos. Era un pensamiento rayano en la traición o, al menos, la insubordinación. Tylee suspiró y se volvió hacia Mishima a fin de darle la orden de buscar un lugar donde acampar para pasar la noche.

Se quedó petrificada. Una flecha de aspecto horrendo, con lengüetas, atravesaba el cuello del capitán; ni siquiera había oído el golpe al alcanzarlo. Él la miró a los ojos, estupefacto, e intentó hablar, pero sólo le salió sangre de la boca. Se deslizó de la silla y se precipitó al suelo hecho un ovillo al tiempo que algo enorme cargaba a través del matorral que la mujer tenía a un lado y, quebrando las nudosas ramas, se abalanzaba contra ella. Tylee casi no tuvo tiempo de desenvainar la espada y gritar antes de que Paño —un buen caballo de batalla que jamás le había fallado en una contienda— se encabritara llevado por el pánico y la tirara al suelo.

Quizá fue eso lo que le salvó la vida, porque el atacante blandió una espada de hoja ancha que se hundió en la silla donde estaba ella un momento antes. Tylee se incorporó con precipitación en medio del tintineo de la armadura y lanzó el grito de alerta:

—¡A las armas! ¡Nos atacan!

Su voz se unió a centenares que gritaron lo mismo casi a la par. Los hombres chillaban; los caballos relinchaban.

«Una emboscada —se dijo para sus adentros al tiempo que alzaba la espada—. ¡Y nos hemos metido de cabeza en ella! ¿Dónde están los exploradores? ¿Qué ha pasado?» Se abalanzó contra el hombre que había intentado matarla; él se revolvió con un gruñido.

Y, por primera vez, Tylee vio lo que era. Nada de un hombre, sino un ser de rasgos deformes con la cabeza cubierta por un denso pelaje castaño, y en la frente, demasiado ancha, la gruesa piel arrugada. Los ojos eran inquietantemente humanos, pero la nariz era aplastada como la de un jabalí, y en la boca le asomaban dos colmillos prominentes. El ser rugió y la salpicó con la saliva que le salió de los labios casi humanos.

«Por la sangre de mis olvidados antecesores —pensó Tylee—. ¿Con qué nos hemos topado?»

El monstruo era una pesadilla a la que habían dado cuerpo y soltado para que matara, materializada en algo que siempre había desestimado al tenerlo por una superstición.

Cargó contra el ser y desvió la ancha espada cuando intentó atacarla; giró sobre sí misma ejecutando Golpear la broza y cercenó un brazo de la bestia por el hombro. Arremetió de nuevo, y la cabeza del ser siguió al brazo hasta el suelo, cortada limpiamente. A saber cómo, el monstruo dio tres pasos tambaleantes antes de desplomarse.

Los árboles se agitaron y se oyó el chasquido de más ramas. Al final de la ladera de la colina, Tylee vio centenares de seres que habían salido de los matorrales y atacaban a la columna de hombres por el centro, sembrando el caos. Más y más monstruos salían a raudales de los árboles.