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Por tercera vez, Mesaana se acobardó. No así Demandred, que le sostuvo la mirada a Moridin y después asintió con la cabeza. Sí, ése tenía hielo en las venas. A lo mejor Graendal lo había subestimado; bien podría ser el más fuerte de los tres, más peligroso que Semirhage. Ésta era impasible y controlada, cierto, pero a veces hacía falta un poco de emoción. La emoción podría empujar a Demandred a emprender acciones que otra persona con la cabeza más fría ni siquiera se plantearía.

Moridin bajó la vista al tiempo que flexionaba la mano izquierda, como si la tuviera agarrotada; Graendal vislumbró un atisbo de dolor en la expresión del hombre.

—Dejad que Semirhage se pudra —gruñó Moridin—. Dejad que descubra lo que significa ser ella la sometida a interrogatorio. Quizás el Gran Señor encuentre el modo de que sea útil en las próximas semanas, pero eso será él quien lo decida. Bien, ahora habladme de vuestros preparativos.

Una ligera palidez demudó el semblante de Mesaana, que echó un vistazo a Graendal; por el contrario, Demandred enrojeció como si no diera crédito a que le pidiera un informe de sus actividades delante de otra Elegida. Graendal les sonrió a los dos.

—Estoy perfectamente preparada —dijo Mesaana, que se volvió hacia Moridin—. La Torre Blanca y esas necias que la dirigen serán mías dentro de poco. Entregaré al Gran Señor no sólo una Torre Blanca dividida, sino toda una prole de encauzadoras que, de un modo u otro, servirán a nuestra causa en la Última Batalla. ¡Esta vez las Aes Sedai combatirán por nosotros!

—Osada afirmación —comentó Moridin.

—Conseguiré que sea así —afirmó Mesaana con sosiego—. Mis seguidoras infectan la Torre como una plaga invisible que pudre por dentro a un hombre de aspecto sano. Cada vez son más y más las que se unen a la causa. Algunas de forma intencionada y otras sin ser conscientes; tanto da lo uno como lo otro.

Graendal escuchaba, pensativa. Aran’gar afirmaba que, con el tiempo, las Aes Sedai rebeldes se harían con la Torre, aunque la propia Graendal lo dudaba. ¿Quién saldría victoriosa, la muchachita o la necia? ¿Importaba acaso?

—¿Y tú?—le preguntó Moridin a Demandred.

—Mi autoridad está consolidada —se limitó a responder el Elegido—. Congrego tropas y hago preparativos para la guerra. Estaremos listos.

Graendal ansiaba que añadiera algo más, pero Moridin no pidió más pormenores. Aun así, era mucho más de lo que habría logrado vislumbrar por sí misma. Al parecer Demandred ocupaba un trono y tenía ejércitos. Ejércitos que estaban agrupados. Que fueran los de las Tierras Fronterizas marchando por el este cobraba consistencia.

—Vosotros dos podéis retiraros —ordenó Moridin.

Mesaana estaba que echaba chispas por ser despedida así, pero Demandred se limitó a dar media vuelta y salir con paso majestuoso. Graendal asintió para sus adentros; tendría que vigilarlo. El Gran Señor estaba a favor de la acción, y a menudo los que contribuían con ejércitos a su causa recibían una recompensa mejor. Era muy probable que Demandred fuera su rival más importante; después del propio Moridin, desde luego.

Como a ella no le había ordenado que se fuera, Graendal se quedó sentada mientras los otros dos se retiraban. Moridin siguió en el mismo sitio, con un brazo apoyado en la chimenea. Durante un tiempo reinó el silencio en la estancia demasiado negra, y entonces un sirviente vestido con uniforme rojo entró llevando dos copas. Era un hombre feo, de cara anodina y cejas pobladas que no merecía más que un vistazo de pasada.

Graendal bebió un sorbo y saboreó un vino joven con un punto ácido, pero bastante bueno. Cada vez resultaba más difícil encontrar buen vino; la influencia del Gran Señor en el mundo contaminaba todo, estropeaba la comida, echaba a perder hasta lo que no habría tenido que estropearse.

Moridin despidió al sirviente con un gesto de la mano, sin coger su propia copa. Graendal tenía miedo de que la envenenaran, por supuesto; siempre lo temía cuando bebía en copas de otros. No obstante, Moridin no tenía motivo para envenenarla; era el Nae’blis. Cuanto más se resistían casi todos a mostrarle subordinación, más y más ejercía su voluntad con ellos empujándolos a posiciones subordinadas, como sus inferiores. Graendal sospechaba que, si él quisiera, la ejecutaría de cualquier modo que se le ocurriera y el Gran Señor se lo permitiría, así que bebió y esperó.

—¿Has recabado mucho de lo que has oído, Graendal? —preguntó Moridin.

—Tanto como era posible recabar —contestó con prudencia.

—Sé cómo ansías tener información. A Moghedien se la conoce desde siempre como la Araña que tira de los hilos desde lejos, pero en muchos sentidos tú eres mejor que ella en eso. Teje tantas telas que acaba atrapada en ellas. Tú tienes mucho más cuidado, atacas sólo cuando es atinado hacerlo, pero no te asusta el conflicto. El Gran Señor aprueba tu iniciativa.

—Mi querido Moridin, me abrumas con tus halagos —dijo mientras sonreía para sus adentros.

—No juegues conmigo, Graendal. —La voz del hombre se endureció—. Acepta los cumplidos y cállate.

La mujer respingó como si la hubiera abofeteado, pero no dijo nada más.

—He dejado que oyeras lo que decían los otros dos como recompensa. El Nae’blis ha sido elegido, pero habrá otros puestos de gran honor y gloria en el reino del Gran Señor. Algunos mucho más altos que otros. Lo de hoy ha servido para que degustes los privilegios que podrías disfrutar.

—Vivo para servir al Gran Señor.

—En tal caso, sírvele en lo siguiente —dijo Moridin mirándola con intensidad—. Al’Thor se dirige a Arad Doman. Ha de seguir vivo y sin sufrir daño hasta que se enfrente a mí el último día. Pero no hay que dejar que tenga paz en tus tierras. Va a intentar restaurar el orden, así que habrás de hallar el modo de impedir que tal cosa ocurra.

—Así se hará.

—Ve, pues. —Moridin agitó una mano con brusquedad.

Graendal se levantó de la silla, pensativa, y echó a andar hacia la puerta.

—Y, Graendal… —llamó él.

La mujer vaciló antes de volverse. Moridin seguía de pie junto la chimenea, casi de espaldas a ella. Parecía mirar al vacío, a las piedras negras de la pared opuesta. Cosa extraña, guardaba un gran parecido con al’Thor —del que Graendal tenía numerosos retratos a través de sus espías— cuando se quedaba así, como absorto.

—El final se aproxima —dijo Moridin—. La Rueda ha dado su postrer giro entre chirridos, el reloj ha perdido la cuerda, la serpiente exhala sus últimas boqueadas. Tiene que sentir dolor en el alma. Debe conocer la frustración y debe experimentar la angustia. Hazle llegar todo eso y serás recompensada.

Ella asintió con la cabeza y después salió por el acceso abierto, de vuelta a su plaza fuerte en las colinas de Arad Doman.

A maquinar.

La madre de Rodel Ituralde, que llevaba treinta años enterrada en las colinas arcillosas de su tierra natal domani, era aficionada a un dicho: Las cosas siempre empeoran antes de mejorar. Lo dijo cuando, siendo él un crío, le arrancó de un tirón el diente infectado, una dolencia que había pillado mientras jugaba a las espadas con los chicos del pueblo. Lo había dicho cuando perdió a su primer amor por un noble de pacotilla que llevaba un sombrero con plumas y cuyas manos sin callos y espada enjoyada demostraban que no sabía lo que era una batalla. Y lo habría dicho ahora si se encontrara con él en el cerro desde donde contemplaba el paso de los seanchan camino de la ciudad emplazada al abrigo del valle poco profundo que había allá abajo.

A través del visor de lentes —haciendo visera con la mano izquierda en el extremo para protegerlo del sol— observó la ciudad, Darluna. El castrado que montaba permaneció inmóvil a la luz del atardecer. Él y algunos de sus domani estaban al resguardo de un pequeño grupo de árboles; haría falta tener la suerte del Oscuro para que los seanchan lo divisaran, incluso si usaban sus visores.