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Apenas se veía a nadie en las calles, pues la mayor parte de las tropas estaba combatiendo en la guerra de la Reina Oscura. Por desgracia, los soldados que permanecían en Neraka estaban de un humor más bien hosco. Se había extendido el rumor de que la guerra de Takhisis, que ya se había dado por ganada, no iba tan bien como se creía.

Un grupo de cinco soldados con la insignia del Ejército Rojo se había quedado observándola cuando cruzó el callejón en el que los hombres compartían una jarra de aguardiente enano. La habían llamado para que se uniera a ellos. Cuando Iolanthe los ignoró con aire arrogante, dos de ellos se mostraron decididos a abordarla. Otro soldado, que no estaba tan borracho, se dio cuenta de que era la bruja de Ariakas y, después de una acalorada discusión, habían decidido dejarla en paz.

El simple hecho de que hubieran insultado a la amante de Ariakas ya era un mal presagio. En los primeros y victoriosos días de guerra, aquellos mismos soldados no se habrían atrevido siquiera a pronunciar el nombre de Ariakas, mucho menos a hacer comentarios groseros sobre su valor o a ofrecerle a Iolanthe la oportunidad de descubrir lo que era «un hombre de verdad» en la cama. Para Iolanthe no suponían ningún peligro. Si la hubiesen atacado, los cinco soldados se habrían convertido en cinco montoncitos de cenizas grasientas en medio de la calle. Pero le pareció muy revelador conocer el ánimo mudable de las tropas. La Señora de los Dragones Kitiara estaría muy interesada en saberlo. Iolanthe se preguntó si Kit ya habría vuelto de Flotsam.

Mientras Iolanthe y su escolta draconiano se internaban en el templo, la hechicera le dijo al comandante Slith que no tenía la menor idea de dónde encontrar al Señor de la Noche. El sivak le contestó que él preguntaría. A Iolanthe le gustaban los sivaks. Por muy extraño que pudiera parecer, a ella le gustaban los soldados draconianos, a los que la mayoría de los humanos llamaba despectivamente «lagartos», porque habían sido creados a partir de los huevos de los dragones bondadosos. Los draconianos eran mucho más disciplinados que sus iguales humanos. Eran mucho más inteligentes que los goblins, los ogros y los hobgoblins. Además, eran unos guerreros notables. Algunos practicaban la magia con destreza y eran magníficos oficiales, pero de todos modos la mayoría de los humanos los miraban por encima del hombro y se negaban a servir a sus órdenes.

Slith era un draconiano sivak. Había nacido del cachorro asesinado de un Dragón Plateado y tenía las correspondientes escamas plateadas, con las puntas negras. Sus alas también eran de un tono gris plateado y gracias a ellas podía volar distancias cortas. Slith también practicaba la magia con cierto talento. Se ofreció a quitar las trampas mágicas que la misma Iolanthe había repartido por el salón. Las trampas imitaban las armas del aliento de cada uno de los cinco dragones a los que estaban dedicadas las puertas. La trampa que había colocado en la Puerta Roja cubría el salón con un fuego abrasador que calcinaría de inmediato a cualquiera que tratara de cruzarlo.

Iolanthe aceptó. Ella misma podría haberse encargado de retirar los conjuros, pero eliminar la magia requería esfuerzo y prefería reservar todas sus fuerzas para enfrentarse a lo que fuera que la esperaba.

Acompañada por el draconiano, Iolanthe recorrió los salones del Templo de la Reina Oscura, con la estela majestuosa de su capa negra ribeteada con piel de oso cerrando sus pasos. Vestía una espléndida túnica de terciopelo negro —un regalo por superar la Prueba de la Torre que le había hecho Ladonna, su mentora y maestra—. El tejido parecía liso, pero si se miraba desde más cerca y bajo cierta luz (y se sabía qué se buscaba), se distinguían unas runas bordadas en la urdimbre. Las runas se superponían como una malla metálica y tenían el mismo efecto; la protegían de cualquier ataque, ya fuera un hechizo o la daga de un asesino. Los clérigos de Takhisis tenían prohibido utilizar armas blancas, pero esa prohibición no implicaba no contratar a quienes sí podían utilizarlas.

Un peregrino oscuro dijo al sivak que encontrarían al Señor de la Noche en la Corte del Inquisidor, en el piso de las mazmorras. Iolanthe ya había estado en las mazmorras y éstas no se contaban precisamente entre sus lugares favoritos. El templo por sí solo ya era más que espantoso.

Construido en parte en el plano físico y en parte en el Abismo, el reino de la Reina Oscura, el templo estaba en este mundo pero no en el otro, en el otro pero no en éste. Lo irreal era real. Lo existente no existía. Cualquiera dudaba al sentarse en una silla, por miedo a que en realidad no fuese una silla y se moviese al otro extremo de la habitación o sencillamente desapareciera. Los cubículos no terminaban nunca. Los eternos corredores morían al tercer paso. Las habitaciones parecían moverse. Nada estaba donde había estado.

Ariakas tenía allí unos aposentos, al igual que todos los Señores de los Dragones. Pero a ninguno de ellos le gustaba vivir en el templo y pocas veces visitaban sus habitaciones. Ariakas había dicho una vez que siempre oía la voz de Takhisis, susurrándole al oído: «No te pongas demasiado cómodo. Tal vez seas poderoso, pero no olvides nunca que yo soy tu reina.»

No resultaba sorprendente que los Señores de los Dragones prefiriesen dormir en las rudimentarias tiendas de los campamentos militares o en un sencillo dormitorio de una de las posadas de la ciudad, antes que en los ostentosos aposentos del Templo de la Reina Oscura. Ariakas había comprado su propia mansión, conocida como el Palacio Rojo, para librarse de la obligación de entretener a los importantes huéspedes del templo.

A Iolanthe le asaltó una vez más la duda de cómo podrían vivir allí los clérigos de Takhisis sin sucumbir a la locura. Tal vez fuera porque ya eran todos unos lunáticos antes de llegar.

Se alegró de haber aceptado la compañía del comandante Slith, porque no tardó mucho en estar perdida. El templo bullía de actividad por la noche. Iolanthe trató de no oír los aterradores sonidos. El comandante, que era nuevo en el templo, tuvo que pedir a una peregrina oscura que los acompañara hasta las mazmorras. La peregrina agachó la cabeza. No pronunció palabra, silenciosa y espectral como una aparición.

—El Señor de la Noche me ha mandado llamar —explicó Iolanthe.

La peregrina oscura miró a la hechicera de arriba abajo. Hizo una mueca desdeñosa con los labios, pero al fin se dignó a acompañarla.

—He oído que había problemas —repuso la mujer secamente.

Era alta y descarnada. Parecía que todos los peregrinos oscuros sin excepción eran altos y descarnados o bajos y descarnados. Quizá el hecho de servir en el templo les quitara el apetito. Iolanthe estaba segura de que a ella le pasaría.

—¿Qué tipo de problemas? —preguntó Iolanthe, sorprendida. Si había algún problema en el templo, ¿por qué el Señor de la Noche la llamaba a ella? A juzgar por los gritos desgarradores de los torturados, no tenía ningún reparo en ocuparse de los problemas él solo—. ¿Qué pueden tener que ver conmigo?

Por lo visto, la peregrina pensó que ya había hablado más de la cuenta. Cerró la boca para no volver a abrirla.

—Menudos cabrones asquerosos, estos peregrinos. Me ponen las escamas de punta —dijo Slith.

—Deberías bajar la voz, comandante —le advirtió Iolanthe en un susurro—. Las paredes tienen oídos.

—Y pies también. ¿Os habéis dado cuenta de cómo saltan de un lado a otro? —repuso Slith—. Me encantaría estar en cualquier otro lugar que no fuera éste.

Iolanthe estaba completamente de acuerdo.

La peregrina los condujo a la Corte del Inquisidor. No permitió que Slith entrara, ni siquiera que esperara fuera a Iolanthe, como se ofreció a hacer. La peregrina sacudió la cabeza y al sivak no le quedó más remedio que marcharse.