Iolanthe detestaba aquel lugar. Odiaba los sonidos espeluznantes, las imágenes aterradoras y los olores insoportables, que siempre le inspiraban un terror indescriptible. La peregrina oscura la observaba con aire de suficiencia, con la esperanza de que el miedo la traicionase. Iolanthe se cogió la falda de la túnica y pasó junto a la mujer para entrar en la Corte del Inquisidor.
Se trataba de una estancia amplia y oscura, excepto por un haz de agresiva luz que caía desde un origen desconocido y formaba un círculo iluminado en el centro. En un extremo, el Señor de la Noche se hallaba sentado en un banco elevado, que le otorgaba un aire de magistrado. El verdugo, al que se conocía como Ejecutor, estaba de pie a su lado. El Ejecutor era el encargado de llevar a cabo las torturas y cumplir las ejecuciones, y era un hombre bajo y de constitución recia. Nada podía decirse de su cuello, pues no tenía, pero sí de los marcados músculos de sus brazos, de los que estaba increíblemente orgulloso y que lucía siempre que podía. Por eso vestía la misma túnica negra y larga que los demás clérigos, pero sin mangas; ése era el método más eficaz para presumir de bíceps. Alrededor de la habitación se repartían varios peregrinos oscuros, que hacían las veces de guardias y siempre se mantenían en las sombras.
Iolanthe entró con cautela, sin ver muy bien dónde ponía los pies, pues el círculo de intensa luz sumía la oscuridad en sombras aún más impenetrables.
Si hubiese querido, el Señor de la Noche podría haber rezado a su reina para poder bañar la habitación con su luz profana. Sin embargo, prefería mantener su tribunal entre sombras. Al situar a la víctima bajo la luz cegadora, y dejar el resto de la estancia sin iluminar, la pobre desdichada se sentía aislada, sola y vulnerable.
Iolanthe se quedó cerca de la puerta, más por instinto que porque realmente tuviera la esperanza de escapar si algo salía mal. Hizo una reverencia al Señor de la Noche. Este era un humano de edad avanzada, alrededor de los setenta años, de altura media y enjuto. El cabello largo y gris, que siempre llevaba cuidadosamente peinado, y su expresión amable y benévola le daban la apariencia de un viejo caballero lleno de bondad.
Hasta que se descubrían sus ojos.
El Señor de la Noche veía las simas más oscuras a las que podía caer el alma de los hombres, y se deleitaba con ello. Lo complacían el dolor y el sufrimiento de los demás. El Ejecutor infligía las torturas bajo la atenta mirada del Señor de la Noche, quien reaccionaba ante los gritos y el martirio de formas tan perversas que incluso aquellos a su servicio lo miraban con miedo y aversión. Los ojos del Señor de la Noche estaban tan carentes de vida como los de un tiburón, tan vacíos como los de una serpiente. El único momento en que se adivinaba en ellos un destello coincidía con el culmen de sus pavorosos placeres.
El Señor de la Noche hacía que Iolanthe se estremeciera, y la hechicera no era muy dada a sentir miedo. Al fin y al cabo, ella era la amante de Ariakas, el segundo hombre más peligroso de Ansalon. Incluso el emperador tenía que reconocer a regañadientes que el Señor de la Noche era el primero.
Con aquellos ojos sobrecogedores clavados en ella, Iolanthe no estaba dispuesta a darle la satisfacción de descubrir su falta de valor. Le dedicó una ligera reverencia y después, como si ya estuviera cansada de su imagen, dirigió su mirada hacia el prisionero. Descubrió, para su gran sorpresa, que la víctima era un mago, que era joven y que vestía la túnica negra. Se le cayó el alma a los pies. Ya no cabía duda de por qué el Señor de la Noche la había llamado.
—Estáis metida en un buen problema, señora Iolanthe —anunció el Señor de la Noche con su suave voz—. Como veis, hemos capturado a vuestro espía.
El Ejecutor sonrió y tensó sus bíceps.
—¿Mi espía? —repitió Iolanthe, perpleja—. ¡No había visto a ese hombre en mi vida!
El Señor de la Noche la estudió atentamente. Su diosa le había concedido el don de saber cuándo le mentían, aunque no solía utilizarlo. Normalmente no le importaba si la gente decía la verdad o no, pues los torturaba de todos modos.
—Y, sin embargo, ambos tenéis en común vuestro plumaje de pajarracos.
—Ambos vestimos la túnica negra, si es eso a lo que os referís —repuso Iolanthe con desdén—. No somos los únicos. Supongo que vuestro señor no conoce a todos y cada uno de los siervos de Takhisis de este mundo.
—Os sorprendería —contestó el Señor de la Noche con aspereza—. Pero si realmente no os conocéis, permitidme que yo haga las presentaciones. Iolanthe, os presento a Raistlin Majere.
«Raistlin Majere —repitió Iolanthe para sí—. No es la primera vez que oigo ese nombre...»
Entonces lo recordó.
«¡Por Nuitari!» Iolanthe miró fijamente al joven. «¡Raistlin Majere era el hermano de Kitiara!»
7
El mago. La bruja. Y el loco
La luz cegadora caía sobre Raistlin, sobre él sólo, y hacía que pareciera que era la única persona en la habitación. Iolanthe se acercó para observarlo mejor.
El joven se apoyaba en un bastón de madera rematado en una garra de dragón que sostenía un globo de cristal. Iolanthe se percató al instante de que era un artilugio mágico e imaginó que, además, extremadamente poderoso.
La otra mano del mago jugueteaba nerviosamente con una bolsa de piel que colgaba de su cinturón. Era una bolsa que no tenía nada de especial, como las que los hechiceros utilizaban para guardar los ingredientes necesarios para sus conjuros. Iolanthe se fijó en que el mago llevaba varias, sin duda, todas contendrían diferentes componentes. La mano del mago no se separaba de una en concreto.
A pesar de que inmediatamente se preguntó qué contendría aquella bolsa que merecía tanta atención, no le dio demasiadas vueltas. Estaba mucho más interesada en la mano en sí que en la bolsa. La piel relucía con un brillo dorado, como si el mago la hubiese sumergido en ese metal precioso. Aquel extraño color era resultado de algún hechizo mágico, no cabía duda, pero ¿de cuál y por qué?
Levantó los ojos desde la mano del mago hasta su rostro. Raistlin se había quitado la capucha y se había quedado con la cara al descubierto. Iolanthe buscó en sus rasgos algún parecido con su hermana. No encontró ninguno. Era guapo, o podría haberlo sido si no estuviera tan delgado, tan pálido y consumido. La piel de su rostro tenía el mismo brillo dorado que sus manos.
Sus ojos eran fascinantes; grandes y de mirada intensa, con las pupilas negras en forma de reloj de arena. Se volvió para mirarla con aquellos ojos desconcertantes e Iolanthe no vio en ellos admiración ni deseo, como veía en los ojos de prácticamente cualquier hombre que la miraba. Entonces descubrió la razón.
Aquellos ojos estaban malditos. Los llamaba «la maldición de Realanna», por la legendaria hechicera que había creado el hechizo. Todos los seres vivos sobre los que Raistlin posaba su mirada aparecían ante él envejecidos, marchitos y moribundos. La veía como sería en el futuro, tal vez una arpía vieja, fea y desdentada.
Iolanthe se estremeció.
El parecido con su hermana parecía ser algo más espiritual que físico. Iolanthe reconoció la ambición implacable de Kitiara en la mandíbula recta de su hermano; su severa determinación en la expresión seria del joven; su orgullo y confianza en sí misma en los hombros echados para atrás. No obstante, se percibían cualidades de las que Kitiara carecía. Iolanthe notó cierta sensibilidad en los dedos largos y finos de Raistlin, y una mirada velada en sus ojos. Había sufrido a lo largo de su vida. Había experimentado el dolor, tanto físico como espiritual, y lo había superado con la fuerza pura de su indómita voluntad.
También se dio cuenta, y ése era un dato muy interesante, de que no tenía marcas. No le habían pegado. No le habían arrancando la piel a tiras ni lo habían dejado a merced de los perros. No lo habían descoyuntado en el potro ni el Ejecutor le había arrancado los ojos. De algún modo, Raistlin había logrado evitar al Señor de la Noche. Y para Iolanthe, ese mero hecho era ya fascinante.