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Volvió a mirar al Señor de la Noche y comprobó que realmente estaba molesto y frustrado.

—Nunca antes había visto a esta persona —insistió Iolanthe—. No sé quién es ni de dónde viene.

Eso era mentira. Kitiara le había contado todo lo relacionado con su «hermanito» y su infancia en Solace. Recordó que Raistlin tenía un gemelo, un chico fuerte y simplón que se llamaba Carignman o algún nombre raro que sonaba parecido. En teoría siempre estaban juntos. Iolanthe se preguntó qué habría sido del gemelo de Raistlin.

El Señor de la Noche la miraba con gravedad.

—No consigo creeros, señora.

—Yo tampoco consigo entender nada de esto, vuestra señoría —contestó Iolanthe exasperada—. Si tanto os preocupa que este joven mago sea un espía, ¿por qué le habéis permitido entrar en el templo?

—No se lo permitimos —fue la respuesta glacial del Señor de la Noche.

—Entonces los guardias draconianos de alguna de las puertas deben de haberle echado...

—No lo hicieron —contestó el Señor de la Noche. Iolanthe parpadeó, confusa.

—¿Y cómo...?

El Señor de la Noche saltó al oír aquella palabra.

—¡Cómo! ¡Esa es la pregunta que quiero que alguien me responda! ¿Cómo ha aparecido aquí este mago? No entró por la puerta principal. Los peregrinos oscuros no lo habrían permitido.

Iolanthe sabía que eso era cierto. A ella misma nunca la dejaban pasar sin molestarla, y eso que llevaba la autorización del emperador.

»No entró por ninguna de las cinco puertas de los ejércitos de los Dragones. He interrogado a los oficiales draconianos y todos me juran por las cinco cabezas de Takhisis que no le han permitido pasar. Es más —el Señor de la Noche hizo un gesto hacia el joven—, él mismo admite que no entró por ninguna de esas puertas. Apareció de la nada. Y se niega a decir cómo consiguió evitar todos nuestros hechizos protectores.

Iolanthe se encogió de hombros.

—No es mi intención daros consejos, pero he oído que vuestra señoría conoce formas de persuadir a las personas para que os digan todo lo que queréis saber.

El Señor de la Noche entrecerró los ojos.

—Lo he intentado. Algún tipo de fuerza lo protege. Cuando el Ejecutor trató de «interrogarlo», Majere quiso lanzar el hechizo del círculo de protección. No fue más que el esfuerzo de un aprendiz y pude frustrarlo, por supuesto. Entonces el Ejecutor intentó sujetarlo. Pero no pudo.

Iolanthe estaba atónita.

—Ruego que me perdonéis, señor, pero ¿qué queréis decir con que «no pudo»? ¿Qué hizo este joven para detenerlo?

—¡Nada! —contestó el Señor de la Noche—. No hizo nada. Intenté que desapareciera la magia que estuviera utilizando, pero no había nada que hacer desaparecer. No obstante, cada vez que el Ejecutor se le acercaba, sus manos temblaban. Entonces, uno de los guardias trató de echarle un lazo de cuerda, pero la soga cayó al suelo. Intentamos hacernos con su bastón, pero el clérigo que quiso cogerlo casi se quema la mano.

En ese momento intervino Raistlin. Tenía una voz bien modulada, aterciopelada.

—Expliqué a vuestra señoría que no estoy bajo la protección de ningún hechizo mágico. Es la Reina Takhisis quien me ampara.

Iolanthe miró a Raistlin con admiración. Ya había decidido que haría lo que pudiera para rescatar al hermano de Kitiara de las garras del Señor de la Noche. La Dama Azul le estaría agradecida, pues siempre se había mostrado orgullosa de sus medio hermanos, e Iolanthe estaba esforzándose por ganarse la confianza y la consideración de la poderosa Señora del Dragón. No obstante, la hechicera estaba empezando a apreciar al joven por sí mismo.

De todos modos, tenía que ser cuidadosa, medir bien sus pasos.

—Y entonces, señor, ¿por qué me habéis mandado llamar en plena noche? Todavía no me lo habéis dicho.

—Os he traído aquí para que podáis demostrar vuestra lealtad a su Oscura Majestad quitándole el bastón —contestó el Señor de la Noche—. Estoy seguro de que ese bastón lo protege. Cuando ya no lo guarde ninguna fuerza mágica, el Ejecutor podrá encargarse de él. Pagará por negarse a responder a nuestras preguntas, de eso podéis estar segura.

Nunca antes le habían pedido que «demostrara su lealtad» y la hechicera se preguntó con nerviosismo qué podría hacer. No quería entregar a Raistlin al Ejecutor, experto en el arte de la tortura. Arrancaba extremidades. Desollaba vivas a sus víctimas. Les ponía anillos de hierro ajustables, llenos de pinchos, alrededor de la cabeza y, lentamente, apretaba los tornillos. Introducía puntas al rojo vivo por diferentes orificios del cuerpo. Siempre paraba justo antes de que el prisionero muriera y lo reanimaba con hechizos para que siguiera soportando su martirio.

Iolanthe decidió que tenía que ganar tiempo.

—¿Le habéis preguntado por qué ha venido, señor?

—Esa respuesta ya la conocemos, señora —repuso el Señor de la Noche, fulminándola con la mirada—. Igual que vos.

El peligro trepaba por el ruedo de la falda de Iolanthe y le acariciaba la nuca con sus dedos fríos. Ariakas no se encontraba en Neraka. Había viajado a su cuartel general en Sanction, muy lejos de allí. Y con todos esos rumores que sugerían que el emperador estaba dejando escapar la victoria, el Señor de la Noche podía ir haciéndose cada vez más osado. Hacía tiempo que pensaba que debería ser él quien llevara la Corona del Poder. Quizá Takhisis empezara a pensar lo mismo.

Iolanthe necesitaba saber qué tipo de monstruo se escondía entre las sombras, esperando para abalanzarse sobre ella.

—No sé lo que queréis decir —repuso con frialdad antes de volverse hacia el joven hechicero—. ¿Por qué has venido al Templo de Takhisis?

—Se lo he dicho a su señoría una y otra vez. He venido a presentar mis tributos a su Oscura Majestad —contestó Raistlin.

«¡Está diciendo la verdad!», comprendió Iolanthe con asombro. Distinguía el respeto en su voz cuando nombraba a la Reina Oscura, un respeto que no era superficial, ni fingido ni servil. Era un respeto nacido del corazón, no de la amenaza de recibir una paliza. ¡Qué fantástica ironía! Probablemente Raistlin Majere era la única persona que quedaba en Neraka que sentía un respeto así por la reina Takhisis. Y ésa era la razón por la que sus leales siervos iban a condenarlo a muerte.

Como si fuera el contrapeso de sus pensamientos, el Señor de la Noche resopló.

—Está mintiendo. Es un espía.

—¿Un espía? —repitió Iolanthe, atónita—. ¿De quién?

—Del Cónclave de Hechiceros —el Señor de la Noche arrastró la última palabra con desprecio.

Iolanthe irguió el cuerpo.

—Os aseguro, señor, que la Orden de los Túnicas Negras está dedicada al servicio de la reina Takhisis.

El Señor de la Noche sonrió. Lo hacía en muy raras ocasiones, y siempre era un mal presagio para alguien. El Ejecutor también sonrió.

—Por lo visto no habéis sido informada. Parece que la líder de vuestra orden, una hechicera llamada Ladonna, nos ha traicionado y está ayudando a los enemigos de nuestra gloriosa reina. Y no lo ha hecho sola, sino con el apoyo de vuestro dios, Nuitari. Ladonna ya ha sido atrapada y ejecutada, por supuesto. Nuitari ha suplicado el perdón por su error de juicio y ha regresado al lado de su diosa madre. Todo está en orden, pero ha sido una inconveniencia.

Iolanthe sintió que el peligro le agarraba el cuello con manos férreas. Tenía información de primera mano que contradecía al Señor de la Noche, pero debía fingir ignorancia.

—No sabía nada de todo esto —dijo, esforzándose por parecer tranquila—. Puedo garantizaros mi lealtad, Señor de la Noche. Si el Cónclave se ha separado de la Reina Oscura, yo me separaré del Cónclave.