Raistlin, sentado cerca, lo observaba con impaciencia y siempre le decía a Caramon que no necesitaba ser tan cuidadoso, que bastaba con que tirara las hojas en la taza.
Caramon respondía que no, que era muy importante conseguir las proporciones adecuadas. ¿Quién era el experto en hacer el mejor té? Raistlin siempre admitía que su hermano hacía un té excelente, eso era verdad. Daba igual cuánto se esforzara Raistlin, nunca conseguía igualar el té de Caramon. Daba igual cuánto lo intentara, el té de Raistlin nunca sabía igual. Su mentalidad de científico se resistía a aceptar que el amor y el cuidado pudieran suponer alguna diferencia en una taza de té, pero debía admitir que no encontraba otra explicación.
Vertió el agua hirviendo en la taza y revolvió las hojas, que flotaron en la superficie antes de hundirse en el fondo. El olor siempre era un poco desagradable, pero el sabor no era tan malo. Había llegado a gustarle. Sorbió el té, un extraño en una ciudad extraña, en el corazón de las fuerzas de la oscuridad, y pensó en sí mismo y en Caramon. Los dos sentados juntos bajo el sol, riéndose por cualquier broma tonta, recordando anécdotas de su infancia, rememorando alguna de sus aventuras y las maravillas que habían visto.
Raistlin sintió que le escocían los ojos y se le cerraba la garganta, unos síntomas que no los provocaba su antigua enfermedad. La sensación de ahogo provenía de su corazón, un corazón cargado de emociones, rebosante de pena y soledad, de culpa, de dolor y remordimientos. Raistlin tomó un trago de té más largo de lo normal y se quemó el paladar. Maldijo para sí, enfadado, y tiró al fuego lo que quedaba del té.
—Me está bien merecido por sensiblero —murmuró.
Desterró de su mente todos los recuerdos de Caramon y se preparó una tostada con un poco de pan que encontró en la despensa. Masticando, reflexionó sobre su situación.
Su llegada a Neraka no había resultado como había planeado. Había decidido aparecer en el templo, recorriendo los corredores de la magia. Su idea era materializarse en el templo, para admiración y asombro de todos los que lo presenciaran. Los clérigos se quedarían tan impresionados por la demostración de su poder mágico, que lo acompañarían directamente a ver al emperador Ariakas, quien le rogaría que se uniese a él en su campaña por conquistar el mundo.
Las cosas no habían salido como las había planeado. Raistlin había conseguido uno de sus objetivos, eso sí. No cabía duda de que los peregrinos oscuros se habían quedado perplejos cuando le vieron aparecer en la abadía, salido de la nada, justo cuando empezaban sus ritos. Un peregrino de edad avanzada estuvo a punto de sufrir una apoplejía y otro se desmayó en el acto.
Pero en vez de quedarse impresionados, los peregrinos oscuros se habían enfurecido. Habían intentado atraparlo, pero él los mantuvo a distancia con el Bastón de Mago, que daba una buena sacudida a quien lo tocaba. Mientras todos se agolpaban alrededor, gritando y amenazándolo, Raistlin les había pedido que conservaran la calma. Explicó que no estaba allí para crear problemas. Que iría con ellos por su propia voluntad. Que lo único que quería era presentar sus respetos a la reina. En vez de eso, había acabado presentando sus respetos al abominable Señor de la Noche.
Raistlin había reconocido qué tipo de hombre era en cuanto lo había visto: un demente que sentía placer con el sufrimiento de los demás. Raistlin comprendió al instante que corría un grave peligro, aunque no entendía la razón.
—Todos estamos del mismo lado —le dijo el mago al Señor de la Noche—. Todos queremos ver victoriosa a la reina Takhisis. Entonces, ¿por qué me veis como un enemigo? ¿Por qué me amenazáis con torturas inimaginables a no ser que me descubra como espía del Cónclave? ¿Por qué iba a querer el Cónclave espiar a los clérigos de la Reina Oscura? No tiene sentido.
Más bien no tenía sentido hasta que había oído decir al Señor de la Noche que Nuitari se había rebelado contra su madre.
El interrogatorio se había alargado una agotadora hora tras otra. Durante todo ese tiempo, Raistlin oía los gritos, los aullidos y los chillidos de otros prisioneros que sufrían el desgarro del potro y los mordiscos del látigo. Le llegaba el olor a carne quemada.
El Señor de la Noche cada vez se sentía más frustrado por las negativas de Raistlin.
—Me dirás todo lo que sepas y más aún —le dijo el Señor de la Noche—. Que venga el Ejecutor.
Raistlin había intentado utilizar el Bastón de Mago, pero los magos se habían abalanzado sobre él y, tras unos cuantos calambres, le habían tirado el bastón al suelo. Había conjurado un Círculo de Protección alrededor de sí mismo. Pero el Señor de la Noche era un experto en tratar con hechiceros poco colaboradores. Había pronunciados unas pocas palabras y había señalado a Raistlin con sus uñas manchadas de sangre. El hechizo de protección se hizo añicos como un globo de cristal que cae a un suelo de mármol.
Raistlin había sentido un miedo como nunca antes lo había asaltado, peor que aquella vez que yacía indefenso debajo de las garras de un Dragón Negro en Xak Tsaroth. Los guardias empezaron a acercarse a él y no tenía ninguna forma de defenderse de ellos. Entonces ocurrió algo extraño. Todavía no había encontrado una explicación. Los guardias no pudieron ponerle las manos encima.
Él no había hecho nada por defenderse. No le quedaban fuerzas para recurrir a la magia. El viaje a través de los corredores de la magia, la pelea posterior, el conjuro del hechizo del Círculo de Protección, todo lo había debilitado. Pero la sencilla realidad era que cada vez que los guardias intentaban cogerlo, empezaban a temblar con tanta fuerza que ni siquiera podían controlar sus manos.
Raistlin se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Abrió la bolsa en la que llevaba las canicas y rebuscó. El Orbe de los Dragones rodó entre las demás, sin diferenciarse en nada excepto por los ojos. Una de las cosas que había aprendido del Orbe de los Dragones era que tenía un instinto de supervivencia tan acusado o incluso más desarrollado que el suyo.
Cogió el Orbe de los Dragones, lo sostuvo en la palma de la mano y lo miró con atención, sopesándolo y reflexionando. Había corrido un gran riesgo al llevar el orbe a Neraka, al corazón del Imperio de la Reina Oscura. El orbe estaba hecho con la esencia de dragones malignos y podía crecerse entre los de su propia especie, tan cerca de su reina maligna. Podía volverse contra él y encontrar un amo más importante y poderoso.
Sin embargo, parecía que el orbe había decidido protegerlo. Y no se debía al amor que sentía por él, de eso estaba seguro. Raistlin sacudió la cabeza, perplejo. Al orbe sólo le interesaba protegerse a sí mismo. Aquel pensamiento no era muy tranquilizador. El orbe sentía el peligro. Creía que estaba en peligro y eso significaba que él también lo estaba.
Pero ¿de dónde provenía ese peligro?, ¿de quién? Aquella ciudad, de todos los lugares posibles, debería ser un remanso de paz para aquellos que recorrían los caminos de la oscuridad.
—Por Nuitari, es verdad que juegas con canicas —exclamó Iolanthe. Arrugó la nariz y tosió—, ¿Qué es ese olor pestilente?
Raistlin estaba tan inmerso en sus pensamientos que no la había oído levantarse. Rápidamente, recogió las canicas junto con el Orbe de los Dragones y las dejó caer en la bolsa.
—Me he preparado una taza de té —respondió como toda explicación—. He estado enfermo y me viene bien.
Iolanthe abrió una ventana para que entrara aire, aunque el olor de la calle era casi tan desagradable como el del interior. El aire estaba gris por el humo de los fuegos de las fraguas y apestaba a la basura que se acumulaba en los callejones y al agua nauseabunda que corría por las alcantarillas, a la altura de los tobillos.
—Esa enfermedad... —dijo Iolanthe, mientras agitaba la mano para expulsar el olor—, ¿fue consecuencia de la Prueba?