Выбрать главу

—Se llama «salvoconducto negro» por el sello negro. Todos los ciudadanos necesitamos esta cédula de la Iglesia para vivir y trabajar en la ciudad. Cuando sales de la muralla, no puedes volver a entrar si no la tienes. Y después de lo ocurrido anoche, dudo mucho que el Señor de la Noche te conceda una.

Iolanthe dio vueltas al problema un momento, con el entrecejo fruncido y dando golpecitos con el pie. De pronto, el ceño desapareció de su frente.

—Aja, ya tengo la respuesta. No sé cómo no se me ha ocurrido antes. Ven conmigo.

Volvió a agarrarse de su brazo y tiró de él, encaminándose hacia la muralla y la puerta que daba paso al otro lado.

—¿Tienes fiebre? —le preguntó Iolanthe repentinamente, alzando la mano hacia su frente.

—La temperatura de mi cuerpo es anormalmente alta —repuso Raistlin, esquivando su mano.

Por la reacción de Iolanthe, parecía que le había hecho gracia su gesto. Raistlin se preguntó, molesto, si se divertía haciendo que se sintiera incómodo.

—¿Energía nerviosa? —sugirió.

Una vez más, Raistlin tuvo que cambiar de tema para no hablar de sí mismo.

—Mencionaste que el emperador Ariakas frecuenta la tienda de tu amigo. Había oído que el emperador es un hechicero, algo que me cuesta creer porque también he oído que es un guerrero que viste armadura y blande una espada. Otros dicen que es un clérigo, devoto de Takhisis. ¿Cuál es la verdad?

—Las dos cosas, en cierta manera —contestó Iolanthe con expresión repentinamente sombría—. El emperador va a la batalla cubierto de pies a cabeza por una armadura y lleva una pesada espada que hay que blandir con las dos manos. No es de los que se quedan dirigiéndolo todo desde la retaguardia. No es ningún cobarde. No hay nada que le guste más que el fragor de la batalla. Y mientras corta cabezas con una mano, con la otra lanza mortíferos rayos mágicos.

—Eso es imposible —declaró Raistlin sin más.

Como siempre tenía que estar recordándole a Caramon, que le insistía en que aprendiera a manejar la espada, el arte de la magia exigía un estudio constante y diario. Aquellos que se dedicaban a la magia no tenían tiempo para otros intereses, lo que incluía las habilidades marciales. Además, la armadura no permitía que un mago realizara los complejos movimientos de las manos que tan a menudo eran necesarios en los hechizos. A eso se sumaba que muchos magos, como el mismo Raistlin, creían que la magia era una arma mucho más poderosa que la espada.

—Lord Ariakas es una especie de clérigo —estaba diciendo Iolanthe—. Su magia proviene directamente de la reina Takhisis.

Pasaron por la Puerta Blanca, bajo el control del ejército del Dragón Verde, liderado por el Señor de los Dragones Salah-Kahn. El Ejército Blanco de los Dragones, que comandaba el Señor de los Dragones Feal-Thas antes de morir, había quedado muy mermado tras la desaparición de su líder y la mayoría de sus tropas habían sido reasignadas. Los soldados del Ejército Verde de los Dragones eran originarios de Khur, la tierra de Iolanthe. La hechicera era muy conocida entre ellos y todos la apreciaban, pues ella se tomaba la molestia de cuidar su estima.

Con la capucha bien echada sobre el rostro, para que no se la viera, Raistlin observaba en silencio mientras Iolanthe coqueteaba, reía y cruzaba la puerta entre bromas. Nadie le pidió al desconocido que enseñara su salvoconducto.

—Pero lo querrán ver a la vuelta —dijo Iolanthe—. No te preocupes. Todo va a salir bien.

Al salir de la ciudad interior, uno se sentía como si abandonara la oscuridad y quietud de la noche para adentrarse en la claridad y el alboroto del día. El sol brillaba con fuerza, como si se alegrara de haber escapado de la sombra de la Reina Oscura. En las sucias calles se agolpaban carros, carretas y el gentío más variopinto que pueda imaginarse, pero todos tenían en común que gritaban tan alto como les permitían sus pulmones.

Raistlin estaba intentando cruzar la calle sin que lo atropellarla una carreta y tropezó con un soldado, que lo insultó con rabia mientras sacaba su daga. Iolanthe levantó una mano y unas llamas inquietantes nacieron de sus dedos. El soldado los miró con aversión y siguió su camino. La hechicera arrastró a Raistlin y los dos caminaron con cuidado para no tropezar con las profundas rodadas surcos que dejaban los carros.

Las calles estaban atestadas de soldados de todas las razas: humanos, ogros, goblins, minotauros y draconianos. Estos últimos eran disciplinados y ordenados, sus armas brillaban y sus armaduras relucían. Todo lo contrario podía decirse de los humanos: desaliñados, escandalosos, hoscos y maleducados. Los ogros se mantenían apartados, con expresión concentrada y recelosa. Pasaron dos minotauros con andares orgullosos, las cabezas astadas bien altas, mirando a todos aquellos enclenques con un manifiesto desdén. Los goblins y los hobgoblins, despreciados por todas las razas por igual, se arrastraban por el barro, hundiendo sus peludas cabezas entre los hombros para evitar los golpes.

No era raro que estallaran rencillas entre las tropas, que se traducían en acalorados insultos y espadas desenvainadas. En cuanto se oían los primeros gritos, aparecían de la nada los draconianos que formaban la guardia de élite del templo. Los implicados los miraban de arriba abajo, gruñían y se retiraban, como perros que hubieran visto el látigo del amo.

El ruido y el caos provocados por carros y carretas que saltaban de bache en bache, los hombres que maldecían, los perros que ladraban y las rameras que chillaban no tardaron en provocarle a Raistlin un terrible dolor de cabeza. El ambiente estaba cargado por culpa del humo que se alzaba de las herrerías y de las hogueras de los diferentes campamentos, cuyas tiendas se veían a lo lejos. De una curtiduría cercana salía un hedor a duras penas soportable, para mezclarse con el olor del ganado encerrado en un corral y la peste a sangre del patio del carnicero.

Iolanthe se tapó la boca con un pañuelo perfumado.

—Menos mal que ya casi hemos llegado —dijo la hechicera, señalando una serie de edificios achaparrados al otro lado de la calle—. La posada de El Broquel Partido... Deberías buscar alojamiento allí.

Raistlin negó con la cabeza.

—He leído sobre ella. No me lo puedo permitir.

—Claro que puedes —le contradijo Iolanthe y le guiñó un ojo—. Tengo una idea.

Miró a ambos lados y después se lanzó a la calle. Raistlin la siguió. Los dos corrían y tropezaban con las rodadas, los caballos y los soldados.

Raistlin había leído una descripción de la posada cuando había estado en Neraka. Un Esteta que respondía al curioso nombre de Cameroon Bunks había puesto su vida en peligro aventurándose en la ciudad de la reina Oscura, con el fin de explorarla y regresar para informar de lo que había visto.

Había escrito:

[[

«La posada de El Broquel Partido abrió sus puertas cuando su propietario, Talent Orren, un antiguo mercenario de Lemish, invirtió sus ganancias del juego en la compra de un pequeño local en el Barrio Blanco de Neraka. Según se cuenta, Orren no tenía ni una pieza de acero para el cartel, así que clavó su propio broquel roto sobre la puerta y bautizó al local como "El Broquel Partido". Orren servía comidas sencillas, pero sabrosas. No aguaba la cerveza ni engañaba a sus clientes. Con la afluencia de soldados y peregrinos oscuros a Neraka, no tardó en tener más trabajo del que podía hacerse cargo. Con el tiempo, Orren añadió un espacio al local y lo llamó "La Taberna del Broquel Partido". Pasó más tiempo y añadió varios bloques de habitaciones, con lo que la taberna adquirió la categoría de posada.»

]]

Se veían tantos edificios, todos ellos con varias entradas, que Raistlin no tenía la menor idea de cuál era la puerta principal. Iolanthe eligió una entrada al azar, al menos así le pareció a Raistlin, hasta que levantó la vista y vio un broquel —partido por la mitad— que colgaba sobre la puerta.