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—Tengo a vuestra hermana en gran estima, señor. Al igual que el emperador.

—Lo único que pasó fue que intentó ejecutarla —susurró Iolanthe a Raistlin, aprovechando que le daba sábanas y una manta, pues le había dicho que las necesitaría en su nuevo alojamiento.

Raistlin la miró, perplejo. ¿Qué quería decir? ¿Qué había pasado? ¿Ariakas y Kit eran enemigos? Y lo más preocupante: ¿cómo le afectaría eso a él?

Raistlin estaba ansioso por conocer todos los detalles, pero Iolanthe se limitó a sonreírle y guiñarle un ojo, muy consciente de que acababa de asegurarse de que Raistlin buscaría su compañía.

—¿Recuerda el camino a El Broquel Partido, maestro Majere?

—Sí, señora. Gracias —respondió Raistlin humildemente, representando su papel.

Iolanthe le hizo un gesto con la mano.

—Tal vez pase un tiempo hasta que volvamos a vernos. Adiós. Le deseo buena suerte.

Bajo la atenta mirada del bozak, Raistlin metió la ropa de cama en un saco y recogió sus pertenencias. No cogió el Bastón de Mago. Ni siquiera echó una ojeada a la esquina donde lo dejaba. Iolanthe lo miró a los ojos y le hizo un leve gesto tranquilizador.

Raistlin hizo una profunda reverencia a Iolanthe y otra al bozak. Se colgó al hombro el saco con las sábanas, la manta, los libros de hechizos y todo lo demás. Sintiéndose como un proscrito, bajó la escalera apresuradamente. Iolanthe sostenía un farol en el rellano para alumbrarlo.

—Mañana pasaré por la torre para ver cómo va su trabajo —le dijo en voz alta, cuando ya había llegado al final de la escalera.

Cerró la puerta antes de que pudiera responderle. El bozak seguía esperándola en el rellano.

Raistlin salió a la calle, que a esa hora de la noche estaba desierta. Echaba de menos su bastón, la luz que salía de él y el apoyo que prestaba a sus pasos fatigados. El saco pesaba mucho y le dolían los brazos.

—Toma, Caramon, lleva esto...

Raistlin se detuvo. No podía creer que hubiera dicho eso. Ni siquiera que lo hubiera pensado. Caramon estaba muerto. Furioso consigo mismo, Raistlin recorrió la calle a paso ligero, iluminado por los rayos rojos de Lunitari y los rayos plateados de Solinari.

Ante él apareció el Templo de la Reina Oscura. La tenue luz de las lunas parecía incapaz de alcanzar el templo. Las torres tortuosas y las abultadas atalayas obligaban a las lunas a encogerse, a las estrellas a apagarse. Sus sombras caían sobre Raistlin y lo aplastaban.

Si la reina salía victoria de la guerra, su sombra caería sobre todos los seres del mundo.

«Yo no he venido a servir. Yo he venido a mandar.»

Raistlin se echó a reír. Rió hasta que la risa se le atravesó en la garganta y se atragantó.

11

Las Fuerzas de la Reina Oscura. La búsqueda. El hallazgo

Día octavo, mes de Mishamont, año 352 DC

Tratado sobre la conveniencia de la incorporación de los loros como animales de compañía, con especial énfasis en la enseñanza de las palabras de hechizos mágicos a dichas aves, así como anotaciones sobre las funestas consecuencias derivadas de tal actividad.

Raistlin lanzó un resoplido. Tiró el manuscrito a un cajón que había etiquetado como «Bodrios inclasificables» y contempló con desesperación los montones de manuscritos, libros, pergaminos y documentos diversos que lo rodeaban. Había trabajado durante horas, todo el día anterior y gran parte de ése, sentado en un taburete y revolviendo entre todas aquellas porquerías. El cajón estaba casi lleno. El polvo a duras penas le dejaba respirar y ni siquiera podía jactarse de haber hecho algún progreso.

Iolanthe tenía razón. No había nada de valor en lo que sólo con mucha generosidad podía llamarse «biblioteca». Los Túnicas Negras de más nivel debían de haberse llevado sus libros de hechizos y sus pergaminos cuando se habían ido. O eso o, como Iolanthe había dicho, se habían vendido todos los libros que podían tener interés.

Volvió al trabajo y creyó encontrar su recompensa cuando rescató un libro de hechizos elegantemente encuadernado en piel roja. Estaba seguro de haber dado con un tesoro, hasta que lo abrió y descubrió que se trataba de un manual, un libro para que los jóvenes aspirantes a hechiceros aprendieran el arte de los conjuros. Estaba hojeándolo, recordando sus días de estudiante —los tormentos que había tenido que soportar, la ineptitud de su profesor—, cuando lo sobresaltó un gran alboroto en la puerta principal de la torre. Alguien la estaba aporreando.

—¡Abrid en nombre de Su Majestad la reina!

En el salón, los tres viejos empezaron a chillar. Raistlin se levantó.

—¡Son los guardias del Templo! —gritó Nariz Torcida, espiando por una ventana mugrienta—. ¡Los guardias de élite del Templo! ¿Qué hacemos?

—Déjalos entrar —dijo Barrigón.

—No, no —se negó el tercero, al que Raistlin había apodado Flaco.

Raistlin se abrió camino entre los montones de legajos hasta la puerta, que estaba abierta de par en par. Lenta y sigilosamente, casi cerró la puerta, dejando una rendija por la que poder espiar.

Los golpes y los gritos no habían cesado, mientras discutían los Túnicas Negras. Al final, Nariz Torcida decidió que debían abrir. Su razonamiento consistía en que si no lo hacían, los guardias tirarían abajo la puerta y los Túnicas Negras tendrían que pagar los desperfectos al casero.

Raistlin seguía observando por la rendija de la puerta. Entró un destacamento de draconianos. Sus garras dejaban surcos en la madera de los escalones.

—Soy el comandante Slith —ladró uno de ellos—. Tengo órdenes de registrar este establecimiento.

—¿Registrar? ¿Para qué? Esto es un escándalo —protestó Nariz Torcida con voz temblorosa.

—Ha llegado al conocimiento de la reina Takhisis que un objeto mágico muy poderoso y potencialmente peligroso ha entrado en Neraka —anunció con voz retumbante el comandante Slith—. Como ya sabéis, la ley obliga a que todos los objetos mágicos sean llevados al templo para su evaluación y registro. Aquellos objetos que se consideren una amenaza para las gentes de bien de Neraka serán confiscados en nombre de la seguridad pública.

Raistlin pensó inmediatamente en el Bastón de Mago y se alegró de que estuviera bien escondido en su habitación de El Broquel Partido, metido debajo del colchón. Parecía que el concepto de seguridad era un poco laxo por la zona de El Broquel Partido, y le preocupaban los ladrones. Sin embargo, estaba sorprendido. El Bastón de Mago tenía gran poder y podía ser peligroso, pero Raistlin no creía que lo fuera tanto como para llamar la atención de la Reina Oscura.

—Conocemos la ley —estaba diciendo Nariz Torcida en ese momento, enfadado—. Y siempre la hemos respetado. Aquí no tenemos ninguno de esos objetos.

—¿Habéis ido a ver la señora Iolanthe? —se apresuró a sugerir Barrigón—. Ella tiene objetos peligrosos. Pero nunca los guarda aquí.

—Debería ser a ella a quien registrarais —soltó Flaco.

—Hemos hablado con la señora Iolanthe —repuso el comandante Slith—. Nos reunimos con ella en los aposentos privados del emperador Ariakas. La señora Iolanthe asegura que ella no tiene constancia de ningún objeto de esa índole. Nos dio permiso para que registrásemos su apartamento. No encontramos nada.

—¿Por qué pensáis que íbamos a tenerlo nosotros? —quiso saber Nariz Torcida.

—Creemos que alguno de vosotros pertenece a La Luz Oculta —dijo el comandante sin disimulos.

Raistlin vio que el sivak guiñaba el ojo a los demás soldados.

—¡La Luz Oculta! ¡No, no, no! —A Nariz Torcida el terror le hacía tartamudear—. Todos nosotros somos leales vasallos de nuestra gloriosa reina, ¡os lo prometo!

—Perfecto. Entonces no os importará que registremos el edificio —respondió el comandante con frialdad.

—Por favor, adelante. No tenemos nada que esconder. ¿De qué tipo de objeto se trata? —preguntó Nariz Torcida con un servilismo repugnante—. Estaremos encantados de entregároslo si lo encontramos.