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—Baja, Glug —ordenó el comandante Slith—. Reúne a la tropa. Yo bajaré en un momento.

Glug se fue. El comandante avanzó entre las columnas y los montones de libros, empujándolos, y se plantó delante de Raistlin.

—¿Me vas a entregar ese objeto mágico que llevas, muchacho, o tengo que quitártelo yo? —preguntó el comandante.

Antes de que Raistlin tuviera tiempo de contestar, el sivak lo agarró del brazo izquierdo y levantó la manga de la túnica negra. Una daga, sujeta a la muñeca con un cordel de piel, brillaba con una intensa luz plateada.

—¡Mira lo que tenemos aquí! —exclamó el comandante Slith con admiración—. ¿Cómo funciona?

Raistlin tenía que esforzarse para controlar el temblor de su brazo. Giró la muñeca y la daga se soltó del cordel y se deslizó en su mano.

El comandante Slith observó a Raistlin astutamente.

—Mi hipótesis es que eres algo más que un aprendiz. Los tienes a todos engañados, ¿verdad?

—Prometo, señor... —empezó a decir Raistlin.

El comandante Slith sonrió. Una lengua zigzagueante asomó entre sus dientes.

—No te preocupes. No es asunto mío. Pero creo que será mejor que confisque esta arma mágica. Podrías meterte en problemas por su culpa.

El comandante Slith le quitó la daga con un movimiento ágil.

—Por favor, no me la quites —pidió Raistlin, pensando que parecería sospechoso que no protestara—. Como puedes ver, no es más que una daga. No tiene gran valor, pero para mí significa mucho...

—Valor sentimental, ¿verdad? —El comandante Slith estudió la daga con ojo experto—. Puedo conseguir dos piezas de acero por ella, seguro. Te diré lo que voy a hacer, muchacho, y sólo lo hago porque me parece que eres el tipo de humano que podría llegar a apreciar. ¿Conoces al viejo Snaggle de la Ringlera de los Hechiceros? Se la venderé a él y después tú puedes pasarte por allí y comprarla de nuevo.

El comandante Slith se guardó la daga, que ya había perdido su resplandor mágico. Se aseguró de que quedara bien escondida, después guiñó un ojo serpentino a Raistlin y salió tranquilamente, pisando los libros que cubrían el suelo.

Exhausto y aliviado, Raistlin se dejó caer en el taburete. Lamentaba haberse quedado sin la daga, que de verdad significaba mucho para él, pero el sacrificio merecía la pena. El brillo más intenso que desprendía la daga había evitado que el sivak se fijara en el tenue resplandor verdoso que salía de la bolsa.

Fuera de la biblioteca, los tres viejos se lamentaban por los destrozos y amenazaban con quejarse ante el Señor de la Noche. Pero ninguno se presentaba voluntario para presentar la queja, y acabaron decidiendo que delegarían en Iolanthe para que se encargara de sus protestas. Una vez tomada la decisión, todos se pusieron de acuerdo en que lo mejor era beber algo que les calmara los nervios. Nariz Torcida pasó por delante de la puerta de la biblioteca de camino al tonel donde guardaban la cerveza y reprendió a Raistlin por estar allí sentado. Ya debería haber empezado a limpiar el desastre de la cocina.

Raistlin no le hizo caso. Se quedó sentado en su taburete, rodeado de libros de hechizos para niños y pergaminos con la mitad de las palabras mal escritas y de tratados banales sobre loros. La certeza de que la Reina Oscura, la diosa más peligrosa y poderosa entre todos los dioses, lo buscaba a él y al Orbe de los Dragones lo había dejado paralizado. Sólo era cuestión de tiempo que diera con los dos.

Podía huir de la ciudad, pero casi no tenía piezas de acero. Su marcha, tan poco tiempo después de haber llegado, sería muy sospechosa. Quizá los miembros del Cónclave ya lo habían declarado un renegado. Todos los Túnicas Blancas habrían prometido que intentarían redimirlo. Todos los Túnicas Negras habrían prometido matarlo en cuanto lo vieran. Sería un paria de la sociedad y sólo podría ganarse la vida recurriendo a las tareas más humillantes y desagradables. Se imaginaba el futuro que lo esperaba. Sería igual que esos viejos hechiceros, consumidos por la avaricia y alimentándose a base de repollo cocido.

—A no ser que Takhisis me encuentre primero, en cuyo caso no tengo que preocuparme por mi futuro, porque no tendré ninguno —murmuró Raistlin—. Podría estar en el fondo del Mar Sangriento con el idiota de mi hermano y no habría ninguna diferencia.

Se inclinó hacia delante, apoyó la cabeza entre las manos y dejó que lo inundara la desesperación.

En la sala de estar, los Túnicas Negras se habían apresurado a ahogar sus temores en cerveza y empezaban a mostrarse agresivos.

—Yo os voy a decir quién tiene el Odre de los Dragones ese —dijo Nariz Torcida.

—Orbe, idiota —lo corrigió Barrigón con tono desabrido—. Orbe de los Dragones.

—¿Qué más da? —gruñó Nariz Torcida—. Luz Oculta. ¡Ya oísteis al draco!

Raistlin levantó la cabeza. Era la tercera vez que oía mencionar el nombre de La Luz Oculta. Nariz Torcida lo había sacado a colación el día anterior, con Iolanthe, y había dicho que tenía miedo de que fueran sospechosos de formar parte de La Luz Oculta. El sivak también había hablado de La Luz Oculta.

Raistlin tenía la intención de preguntarle a Iolanthe de qué se trataba pero, con todas las preocupaciones que lo rondaban, se le había olvidado. Salió de la biblioteca y cruzó la sala en la que estaban reunidos los Túnicas Negras, bebiendo cerveza caliente y pensando en quién más podía cargar con sus problemas.

—¿Qué haces aquí, Majere? —preguntó Nariz Torcida, furioso, al ver a Raistlin—. Se supone que deberías estar limpiando la cocina.

—Me pondré con ello ahora mismo, señor —contestó Raistlin—. Pero no puedo dejar de preguntarme qué es eso de «La Luz Oculta» de lo que habláis.

—Una banda de traidores, asesinos y ladrones —repuso Nariz Torcida—, que pretenden la destrucción de nuestra gloriosa reina.

Raistlin se dio cuenta, asombrado, de que había un movimiento de resistencia trabajando en Neraka, en las mismísimas narices de Takhisis.

Quiso saber más detalles, pero ninguno de los viejos parecía dispuesto a hablar de la resistencia, más allá de denunciarla con grandes aspavientos. Raistlin supuso que, como los tres se miraban con recelo, cada uno de ellos tenía miedo de que los demás fueran informantes y lo entregaran al Señor de la Noche en cuanto tuviesen la más mínima oportunidad.

«Poco les costaría hacerme lo mismo a mí», pensó Raistlin mientras se dirigía a la cocina para empezar a limpiar. Se alegraba de tener un trabajo físico que hacer para poder descansar la mente. Las ideas y los planes se arremolinaban en su cabeza tan rápido que le costaba seguirlos. Un pensamiento se imponía sobre todos los demás.

«Si Takhisis gana la guerra, me convertiré en su esclavo y tendré que suplicar por las migajas de poder que tenga a bien dejarme. Mientras que si Takhisis pierde...»

Barriendo la harina y los platos rotos, Raistlin se preguntó cómo podría alguien entregado a la causa de la oscuridad comprometerse a luchar con las fuerzas de la luz.

12

El lugar equivocado. El momento equivocado

Día octavo, mes de Mishamont, año 352 DC

Raistlin pasó todo el día trabajando en la torre. Primero limpió la cocina y después fue habitación por habitación, colocando los muebles tirados y barriendo las astillas de las puertas que los draconianos habían abierto a patadas. Los Túnicas Negras bebieron cerveza y discutieron, comieron lo que él les preparó y discutieron un poco más antes de irse a dormir.

Ya se había hecho de noche cuando Raistlin cerró aquella puerta con la runa que incluso un loro mágico que supiera hablar podría abrir. Estaba físicamente agotado, pues había sido un día largo y extenuante, pero sabía que no iba a poder dormir. Su cabeza seguía dando vueltas sin parar. No había nada que odiara más que estar tumbado sin poder dormir, con la mirada clavada en la oscuridad.