Los dos oían a los guardias agolpándose en el callejón. Mari hizo un mohín y se sumió en un terco silencio.
—Puedo ser de ayuda —insistió Raistlin—. Acabas de verlo.
—Llevas la túnica negra —repuso ella.
—Y tú eres una alegre kender con sangre en la cara —dijo Raistlin.
—¿De verdad? —Mari se llevó un pañuelo al rostro y se frotó las mejillas.
—Me parece que ese pañuelo es mío —dijo Raistlin al verlo.
—Supongo que se te habrá caído. —Mari lo miró con los ojos muy abiertos—. ¿Quieres que te lo devuelva?
Raistlin sonrió. Al menos siempre habría algunas cosas en el mundo que nunca cambiarían. Se sintió extrañamente reconfortado.
—Dime cómo contactar con La Luz Oculta, Mari, y dejaré que te vayas.
Mari lo observó, como si intentara llegar a alguna conclusión sobre él. Al otro lado del muro se oía a los guardias revolviendo entre los montones de basura y aporreando las puertas traseras de los edificios.
—No tenemos mucho tiempo —dijo Raistlin—. A alguien se le acabará ocurriendo registrar esta calle. Y no voy a dejar que te vayas hasta que me digas lo que quiero saber.
—Está bien, puede ser que haya oído algo de esa banda de La Luz Oculta —concedió Mari de mala gana—. Por lo que he oído, tienes que ir a una taberna llamada Pelo de Trol, pedir algo de beber y decir: «Yo escapé de El Remolino» y esperar.
—«¡Yo escapé de El Remolino!» —repitió Raistlin, atónito y alarmado. La apretó con más fuerza—. ¿Cómo sabes eso?
—¿El qué? ¡Para! Estás haciéndome daño —dijo Mari.
Raistlin dejó de apretar tanto. Estaba comportándose como un idiota. Era imposible que supiera nada de lo de El Remolino, del hundimiento del barco y del Mar Sangriento. El Remolino era una contraseña, nada más. Soltó a la kender. Estaba a punto de darle las gracias, pero Mari ya había echado a correr calle adelante. Desapareció en la noche.
Raistlin se dejó caer contra la pared. Pasados el nerviosismo y el peligro, se sentía agotado. Y todavía le quedaba un buen trecho hasta El Broquel Partido. En los edificios que lo rodeaban cada vez se encendían más luces, a medida que los gritos de los guardias despertaban a la gente y los curiosos se asomaban a las ventanas, queriendo saber qué sucedía. La confusión era cada vez mayor y los guardias daban órdenes de que se cerraran las puertas de la ciudad y que no se dejara entrar ni salir a nadie.
A Raistlin todavía le quedaban las fuerzas necesarias para un último hechizo. Cerró el puño alrededor del Orbe de los Dragones, pronunció las palabras y se internó en los corredores de la magia. Apareció en su habitación de El Broquel Partido. Se quitó las bolsas y las colocó debajo de la almohada, después se desnudó y se derrumbó en la cama. Un segundo después, estaba dormido.
Soñó con Caramon, como ya era costumbre. La diferencia esta vez fue que Caramon estaba con una kender que no dejaba de pinchar a Raistlin en las costillas con un cuchillo de carnicero.
13
La mañana después. La coartada
A Raistlin lo despertaron unos golpes en la puerta. Se incorporó de un salto, con el corazón a punto de salírsele del pecho. Miró por la ventana. La ciudad todavía estaba envuelta en las sombras de la noche. No había dormido más que un rato.
—¡Abre la maldita puerta! —susurró Iolanthe por la cerradura. Uno de sus vecinos chilló que dejaran de hacer ruido. Raistlin se tomó un momento más para considerar su situación. Después, cogiendo el Bastón de Mago, pronunció la palabra «Shirak», y el cristal que coronaba el bastón empezó a brillar con una luz tenue.
—Deja que me vista —gritó.
—Estoy segura de que no tienes nada que no haya visto ya en un hombre —contestó Iolanthe con impaciencia—. Con la diferencia de que será dorado.
A Raistlin eso no le hizo ninguna gracia. Se vistió rápidamente y después abrió la puerta.
Iolanthe, envuelta en una amplia capa azul como la noche, entró apresuradamente en la habitación.
—Cierra la puerta —le dijo—. Con llave.
Raistlin obedeció y se quedó allí parado, mirándola con cara de sueño.
»Te he traído una taza de té de vainas. —Iolanthe le alargó una taza humeante—. Necesito que estés bien despierto.
—¿Qué hora es?
—Cerca del amanecer.
Raistlin cogió la taza sin prestar atención y se quemó la mano. La dejó en el suelo. Iolanthe ocupó la única silla de la habitación. Raistlin no tuvo más remedio que sentarse en el borde de la cama. Se frotó los ojos velados por el sueño.
Iolanthe cruzó las manos sobre su regazo y se inclinó hacia delante.
—¿Ya han estado aquí? —quiso saber, nerviosa.
—Que si ha estado aquí... ¿quién?
—Los guardias del templo. Así que no han estado. No saben dónde vives. Eso es bueno. Nos da más tiempo. —Lo observó atentamente—. ¿Dónde has estado esta noche?
Raistlin parpadeó con aire aturdido.
—¿En la cama? ¿Por qué?
—No has estado en la cama toda la noche. Responde a mis preguntas —ordenó Iolanthe con voz áspera.
Raistlin se pasó la mano por el pelo.
—Estuve en la torre hasta tarde, limpiando después de la visita de los draconianos, que vinieron a buscar no sé qué...
—Todo eso ya lo sé —lo interrumpió Iolanthe—. ¿Dónde fuiste cuando te marchaste de la torre?
Raistlin se levantó.
—Estoy cansado. Creo que deberías irte.
—¡Y yo creo que tú deberías responderme! —exclamó Iolanthe con los ojos encendidos como brasas—. A no ser que quieras que el Espectro Negro venga a por ti.
Raistlin la miró fijamente y volvió a sentarse.
—Hice una visita a tu amigo Snaggle. Uno de los lagartos confiscó mi daga...
—El comandante Slith. Eso también lo sé. ¿Viste a Snaggle?
—Sí, hicimos un trato. Voy a venderle pociones...
—¡Al Abismo tus pociones! ¿Qué pasó después?
—Estaba cansado. Vine a casa y me acosté —contestó Raistlin.
—¿No oíste el jaleo ni viste la conmoción en las calles?
—No estuve en la calle —recalcó Raistlin—. Cuando salí de la tienda de hechicería, estaba tan cansado que no me apetecía caminar. Recorrí los corredores de la magia.
Iolanthe lo miraba fijamente. Le sostuvo la mirada.
—Bien, bien —dijo la hechicera, relajándose y dedicándole una leve sonrisa—. Me alegro de oír eso. Tenía miedo de que estuvieras implicado.
—¿Implicado en qué? —preguntó Raistlin, perdiendo la paciencia—. ¿A qué se debe tanto misterio?
Iolanthe se levantó de la silla y fue a sentarse en la cama, junto a él.
—Esta noche han asesinado al Ejecutor —le dijo bajando la voz, hablando apenas en un susurro—. Iba caminando por la calle cerca del templo, no muy lejos de la Ringlera de los Hechiceros, cuando lo abordó un Túnica Negra. Mientras éste lo distraía hablando, el asesino se acercó sigilosamente y lo apuñaló por la espalda. Tanto el asesino como el hechicero huyeron.
—El Ejecutor... —dijo Raistlin con el ceño fruncido, como si hiciera esfuerzos por recordar.
—Ese montón de músculos que hacía el trabajo sucio del Señor de la Noche —explicó Iolanthe—. El Señor de la Noche estaba furioso. Ha puesto toda la ciudad patas arriba.
Iolanthe se levantó y empezó a recorrer la habitación, golpeando el puño de una de sus manos en la palma de la otra sin descanso.
—¡Esto no podía haber pasado en peor momento! ¡Los hechiceros ya estaban en el punto de mira y ahora esto! Primero los guardias vinieron a buscarme a mí. Por suerte, tenía una coartada. Estaba en la cama de Ariakas.
—Así que crees que vendrán a por mí —dijo Raistlin, intentando adoptar un tono indiferente, mientras no dejaba de pensar que estaba metido en un buen lío. Había olvidado que en la ciudad había muy pocos Túnicas Negras.