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—¿Raistlin? —gritó Iolanthe.

—Aquí —respondió él, alzando la voz.

Iolanthe entró en la habitación. Respiraba trabajosamente por el esfuerzo. Tenía el pelo revuelto y la mirada encendida.

—Deja lo que estés haciendo. Ariakas quiere reunirse contigo.

—¿Reunirse conmigo? —preguntó Raistlin, sin apartar la mirada de lo que estaba haciendo.

—¡Sí, contigo! ¡Quiere hablar contigo ahora mismo! Deja eso —dijo Iolanthe, quitándole la cuchara de las manos—. No le gusta que le hagan esperar.

Lo primero que se le pasó por la cabeza a Raistlin fue que Ariakas había descubierto su relación con La Luz Oculta. Pero si ése fuera el caso, razonó, enviaría a los draconianos a buscarlo, no a su amante.

—¿Qué quiere de mí?

—Pregúntaselo tú mismo —repuso Iolanthe.

Raistlin tapó el tarro.

—Iré, pero ahora no puedo dejar esto. —Se inclinó sobre una olla pequeña que había puesto al fuego—. Tengo que esperar a que hierva.

Iolanthe olfateó la olla y arrugó la nariz.

—¡Puaj! ¿Qué es eso? —Un experimento.

Raistlin se acordó del dicho que afirmaba que si se mira la olla, ésta nunca hierve, y se volvió a hacer otra cosa. Con cuidado, metió el tarro de medicina para el dolor de garganta en un cajón, junto con otras muchas pociones y ungüentos que ya estaban listos. Iolanthe lo observaba, dando golpecitos con el pie y repiqueteando los dedos en el brazo. Apenas podía contener la impaciencia.

—Eso ya está hirviendo —anunció.

Raistlin cogió la olla por las asas con un trapo y la apartó del fuego. La dejó sobre la mesa y se quitó el delantal con el que se protegía la túnica.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Iolanthe, mirando el mejunje con una mueca.

—Tiene que fermentar —repuso Raistlin, doblando cuidadosamente el delantal—. En la Noche del Ojo, haré...

—¡La Noche del Ojo! ¡Es verdad! —exclamó Iolanthe, dándose una palmada en la frente—. Qué tonta soy. Ya no falta mucho, ¿verdad? ¿Vas a ir a la celebración de la Torre de Wayreth?

—No, pienso quedarme aquí y trabajar en mis experimentos —contestó Raistlin—. ¿Y tú?

—Te lo contaré mientras vamos a ver al emperador.

Lo agarró de la mano y tiró de él presurosa, para que bajara la escalera y saliera de la torre.

—¿Por qué no vas a Wayreth? —preguntó Iolanthe.

Raistlin la miró fijamente.

—¿Por qué no vas tú?

Iolanthe se echó a reír.

—Porque me lo voy a pasar mejor en Neraka. Ya sé que cuesta creerlo. En la Noche del Ojo, Talent siempre organiza una fiesta impresionante en El Broquel Partido y hay otra fiesta en El Trol Peludo. La cerveza es gratis. Todo el mundo se emborracha... o más bien se emborrachan más de lo acostumbrado. La gente enciende hogueras en la calle y todo el mundo se disfraza de hechicero y finge que lanza conjuros. Es la única diversión de esta ciudad.

—Nunca habría creído que el Señor de la Noche lo permitiera —dijo Raistlin.

—Claro que no lo aprueba. Y eso forma parte de la diversión. Todos los años el Señor de la Noche hace público un edicto prohibiendo la celebración y amenaza con mandar los soldados a cerrar las tabernas. Pero como todos los soldados están en la fiesta, sus amenazas siempre se quedan en nada.

Le sonrió con aire coqueto.

—No has respondido a mi pregunta. ¿Por qué no vas tú a la torre?

—No sería bienvenido. No pedí permiso al Cónclave para cambiar mi lealtad de los Túnicas Rojas a las Negras.

—Eso fue una estupidez —repuso Iolanthe con franqueza—. Parece que te esforzaras por crearte enemigos. Lo único que tendrías que haber hecho es presentarte ante el Cónclave, explicar tus razones y pedir su bendición. No es más que una formalidad. ¿Por qué saltársela?

—Porque no me gusta pedirle nada a nadie —fue la respuesta de Raistlin.

—Y de esa forma desprecias todas las ventajas de las que podrías disfrutar si mantuvieras una buena relación con tus colegas hechiceros, sin mencionar que pones tu propia vida en peligro. ¿Para qué? ¿Qué ganas con eso?

—Mi libertad.

Iolanthe puso los ojos en blanco.

—Libertad para acabar muerto. Juro por las tres lunas que no te entiendo, Raistlin Majere.

Raistlin no estaba seguro de ni siquiera entenderse él mismo. Incluso en el mismo momento en que, encogiéndose de hombros, desechaba la idea de acudir a la Torre de Wayreth para celebrar la Noche del Ojo, sintió una punzada de remordimientos por no estar allí. Nunca había estado en una de aquellas celebraciones.

Después de pasar la Prueba, no tenía medios para viajar hasta la torre. Pero sabía lo que sucedía allí y en más de una ocasión había suspirado por participar.

En La Noche del Ojo las tres lunas de la magia se alineaban y formaban un «ojo» en el cielo. La luna plateada conformaba la parte blanca del ojo, la roja era el iris y la negra, la pupila. Aquella noche, los poderes de los hechiceros estaban en su cénit. Los magos de todos los rincones de Ansalon viajaban a la Torre de Wayreth para utilizar sus poderes mágicos, que cruzaba la noche como rayos de luna. Se dedicaban a crear objetos mágicos o a imbuirlos de magia, escribir hechizos, preparar pociones o invocar demonios de planos inferiores. Esa noche se practicaba la magia más asombrosa y él se la perdería.

Le quitó importancia. Había tomado una decisión y no lo lamentaba. Se quedaría allí y se concentraría en su propia magia.

Es decir, si Ariakas no tenía otros planes para él.

Iolanthe no llevó a Raistlin al Palacio Rojo, como él esperaba. Ariakas se encontraba en su cuartel general en el campamento del Ejército Rojo de los Dragones, un edificio sencillo y bajo en el que podía colgar los mapas en la pared, perfeccionar su manejo de la espada con los soldados si le apetecía y decir lo que pensaba, sin miedo a que sus palabras fueran repetidas de inmediato ante el Señor de la Noche.

Ante la puerta del despacho de Ariakas montaban guardia dos ogros enormes con armadura, los más corpulentos que Raistlin hubiera visto jamás. Raistlin no era de los que se impresionaban fácilmente, pero se le pasó por la cabeza que sólo su armadura debía de pesar el doble que él. Los ogros conocían a Iolanthe y era evidente que la admiraban porque, en cuanto la vieron, en sus rostros peludos se dibujó una sonrisa. No obstante, la trataron de forma muy formal y le pidieron que se quitara todas las bolsas que llevara.

Iolanthe afirmó que no llevaba ninguna, como ellos bien sabían. Después levantó los brazos, invitándoles a que la registraran en busca de armas.

—¿A quién dio suerte hoy la pieza de acero? —les preguntó con tono burlón.

Uno de los ogros sonrió y después la recorrió con las manos. Ni que decir tiene que el ogro estaba disfrutando con su obligación, pero Raistlin se fijó en que, de todos modos, actuaba de forma profesional y concienzuda. El guardia era muy consciente del terrible destino que le esperaba si alguien le clavaba un puñal a su superior.

El ogro terminó con Iolanthe y se volvió hacia Raistlin. Iolanthe ya le había advertido que no se permitía entrar a ningún hechicero con ingredientes mágicos, así que había dejado todas sus bolsas y el bastón en la torre. La bolsita con las canicas y el Orbe de los Dragones estaba escondida desde hacía mucho tiempo en un saco de harina infestada de gorgojos.

Los ogros lo registraron y, al no encontrar nada, le dijeron que podía pasar.

Iolanthe lo apremió para que cruzara el umbral, pero ella se quedó fuera.

—No te preocupes —le dijo—. Estaré en la habitación de al lado, escuchando a escondidas.

Raistlin tuvo la sensación de que no estaba bromeando.

Entró en una habitación pequeña y con pocos muebles. Varios mapas decoraban las paredes. Una ventana se abría sobre un patio, en el que las tropas de draconianos practicaban sus maniobras.

Ariakas iba vestido mucho más informalmente que la vez que Raistlin se había encontrado con él en el palacio. Era un día cálido, con el anuncio de la primavera en el aire. Ariakas se había quitado la capa y la había dejado en una silla. Vestía un jubón de cuero de la mejor calidad. Olía a sudor y a piel curtida. El recuerdo de Caramon volvió a acosar a Raistlin.