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—Kitiara, tengo que hablar contigo —dijo Iolanthe, al límite de su paciencia—. En privado.

—Quizá yo pueda terminar de escribir la carta por ti —sugirió Raistlin.

Kitiara le hizo un gesto y ella se acercó a la ventana. Allí, Iolanthe y ella juntaron las cabezas y empezaron a hablar con tonos apagados.

Raistlin se sentó. Dejó el Bastón de Mago al alcance de la mano. Con la mente en otra parte, empezó a copiar mecánicamente las palabras escritas en el papel emborronado y lleno de tachones en una hoja en limpio. Escribía con suavidad y destreza, con una letra mucho más legible que la de Kit.

Mientras trabajaba, se apartó disimuladamente la capucha para intentar oír lo que hablaban las dos mujeres. Sólo entendió algunas palabras, pero las suficientes para hacerse una idea general del tema que trataban.

—... Ariakas sospecha de ti... Por eso mandó a tu hermano... Tenemos que pensar en algo que decirle...

Raistlin siguió con la carta. Concentrado en la conversación ajena, apenas había prestado atención a las palabras que estaba escribiendo, hasta que un nombre se iluminó y dejó el resto de la hoja sumido en la oscuridad.

«Laurana.» Las órdenes trataban sobre ella.

Raistlin se olvidó por completo de Kit e Iolanthe. Todo su ser se concentró en la carta y repasó lo que había escrito. Kit enviaba la misiva a un subordinado, al que le decía que las órdenes habían cambiado. Ya no tenía que llevar a la «cautiva» al Alcázar de Dargaard. Debía conducirla directamente a Neraka. El subordinado tenía que asegurarse de que Laurana siguiera viva e ilesa, al menos hasta que se hubiera realizado el intercambio por el Hombre Errante. Después, cuando Kitiara estuviera en posesión de la corona, Laurana se ofrecería como sacrificio ante la Reina Oscura.

Raistlin se quedó pensando. Kitiara tenía razón. No cabía duda de que Tanis iría a Neraka para intentar salvar a Laurana. ¿Había alguna forma de que Raistlin pudiera ser de ayuda? Kitiara lo quería allí por algún motivo, pero no lograba descubrir cuál. No lo necesitaba para capturar a Berem. La conspiración estaba muy avanzada y no quedaba nada que él pudiera hacer. Ariakas lo había enviado para traicionar a Kit. La Luz Oculta lo había enviado para traicionar a Kit y a Ariakas. Iolanthe tenía preparado algún complot por su cuenta. Todos tenían el puñal preparado, listos para clavarlo en la espalda que hiciera falta. Raistlin se preguntó si no acabarían matándose entre sí.

Sus cavilaciones se vieron interrumpidas por unas fuertes pisadas que resonaban sobre el suelo de piedra. Iolanthe se quedó pálida como una muerta.

—Debo irme —anunció apresuradamente, envolviéndose en su capa—. Raistlin, ven a verme cuando vuelvas a Neraka. Tenemos muchas cosas de las que hablar.

Antes de que pudiera decir nada, Iolanthe lanzó la arcilla mágica contra la pared, se coló por el portal antes siquiera de que hubiera acabado de abrirse y lo cerró rápidamente tras de sí.

Las pisadas se acercaban, lentas, resueltas, osadas. El aire de la habitación se volvió gélido como la muerte.

—Estás a punto de conocer al señor del Alcázar de Dargaard, hermanito —dijo Kitiara, intentando dedicarle una de sus sonrisas maliciosas, pero Raistlin vio que se borraba de sus labios antes de nacer.

20

El Caballero de la Rosa Negra. El reloj de estrellas

Día vigesimotercero, mes de Mishamont, año 352 DC

La frialdad de la muerte reptaba por el suelo, se filtraba por las grietas de las paredes de piedra, exhalaba su aliento por las ventanas rotas. Raistlin tembló envuelto por aquella gelidez espectral, dejó la pluma en la mesa y escondió las manos en las mangas de la túnica para calentárselas. Se levantó para estar preparado.

—Soth es atroz —dijo Kitiara, con la mirada clavada en la puerta—. Pero no te hará daño mientras estés bajo mi protección.

—No necesito tu protección, hermana —contestó Raistlin, molesto por el tono paternalista con que le había hablado.

—Simplemente ten cuidado, ¿entendido, Raistlin? —repuso Kitiara ásperamente.

Se quedó sorprendido. Era muy raro que lo llamase por su nombre.

»Soth podría matarnos a los dos con una sola palabra —añadió Kitiara en un tono más suave.

La puerta se abrió y entró el terror.

El Caballero de la Muerte se quedó en el umbral. Resultaba imponente con aquella armadura de un caballero solámnico de la época del alzamiento de Istar. Era una armadura hermosamente trabajada y que antaño había brillado con orgullo plateado. Ennegrecida y manchada de sangre, sólo quedaría limpia si se lavaba con las aguas de la redención, pero Soth no tenía el menor anhelo de encontrar el perdón. De los hombros le caía una capa negra, un harapo cubierto de sangre.

Por las rendijas del yelmo se adivinaba el resplandor carmesí de sus ojos, enrojecidos por la pasión que no había podido controlar y que había sellado su destino. Lanzaba su ira contra su sino, contra los dioses; incluso contra sí mismo, en algunos momentos. Únicamente con las sombras de la noche, cuando las banshees entonaban para él el cántico lastimero de su propia caída, el fuego abrasador de su mirada quedaba reducido a las brasas incandescentes del amargo remordimiento. Cuando el canto se apagaba con la llegada de un nuevo día, la ira de Soth se avivaba de nuevo.

Raistlin había recorrido muchos lugares oscuros a lo largo de su vida, quizá ninguno más tenebroso que su propia alma. Se había sometido a la temida Prueba de la torre. Había atravesado el Bosque Oscuro. Se había quedado atrapado en la pesadilla que era Silvanesti. Había sido prisionero en las mazmorras de Takhisis. En todos aquellos lugares había tenido miedo. Pero cuando miró el fuego infernal que consumía la mirada del Caballero de la Muerte, Raistlin sintió un miedo tan abrumador, tan paralizador, que creyó que podría morir de terror.

Podía aferrarse al Orbe de los Dragones, pronunciar las palabras mágicas y desaparecer tan rápido como había hecho Iolanthe. Estaba buscando con dedos temblorosos el orbe, cuando se dio cuenta de que Kitiara lo observaba.

Los labios de su hermana se curvaron. Estaba poniéndolo a prueba, provocándolo como cuando era un niño y quería que aceptara un reto.

La furia actuó en Raistlin como si fuera una poción y le devolvió la valentía y la capacidad de pensar. Se dio cuenta de algo de lo que se habría podido percatar antes si no hubiera sentido tal pavor: el miedo era mágico, un hechizo que Soth había lanzado sobre él.

Ojo por ojo. No era el único que podía jugar a ese juego.

—¡Delu solisar! —dijo Raistlin sin perder un momento. Soltó el orbe y levantó la mano para trazar una runa en el aire.

La runa se envolvió en llamas y brilló intensamente. Los hechizos rivales quedaron suspendidos en el aire, temblorosos. Kitiara observaba la escena, con una mano en la cadera y la otra aferrada a la empuñadura de su espada. Estaba disfrutando con el enfrentamiento.

La magia de Soth se quebró. Raistlin detuvo su hechizo. La runa abrasadora desapareció, dejando una sombra azulada y una voluta de humo.

Kitiara asintió en señal de aprobación.

—Lord Soth, Caballero de la Rosa, tengo el honor de presentarte a Raistlin Majere. —Kitiara, en parte burlona y en parte orgullosa, añadió—: Mi hermanito.

Raistlin hizo una reverencia para corresponder a la presentación y después levantó la cabeza y se irguió cuan alto era, obligándose a mirar a las rendijas de los ojos del yelmo del Caballero de la Muerte. Miró fijamente las llamas que consumían esa alma atormentada, aunque su mera visión hacía estremecerse horrorizada al alma de Raistlin.

—Eres muy diestro con la magia para ser tan joven —dijo lord Soth. Su voz sonaba hueca y profunda, con ecos de una ira eterna, de un remordimiento sin consuelo.

Raistlin volvió a hacer una reverencia. Todavía no estaba seguro de poder pronunciar palabra alguna.