—Tendré en cuenta vuestra propuesta —contestó Raistlin.
¿Qué otra cosa podía decir, agostándose al calor del azote de llamas, abrasándose en el frío del azote de hielo y retorciéndose de dolor bajo las mordeduras de los tentáculos negros?
Solinari y Nuitari no estaban satisfechos, pero tenían cosas que hacer y no se quedaron para discutir o convencerlo con promesas. Ambos partieron y sólo se quedó Lunitari.
—No tienes la menor intención de unirte al Cónclave, ¿verdad?
Raistlin bajó la vista hacia las palabras escritas en tinta negra sobre la piel de cordero. Recorrió los trazos con el dedo.
—Yo, Mago —dijo en voz baja.
Se sobresaltó al ver que las palabras se volvían rojas, como si estuvieran escritas con sangre. Se estremeció y arrugó la piel con la mano.
Cuando levantó la vista, Lunitari había desaparecido.
Raistlin suspiró profundamente, cerró los ojos y hundió la cabeza entre las manos. Tenían razón. Estaba jugando a un juego peligroso, un juego mortal. No estaba arriesgando sólo su vida, sino también su alma. Sin embargo, tal como había dicho Nuitari, no era mucho lo que ponía en riesgo.
Raistlin se sentía exhausto, pero todavía quedaban muchas cosas por hacer antes de que el día diera paso a la noche crucial. Salió de la Torre de la Alta Hechicería de Neraka para no volver jamás.
Raistlin entró en la ciudad, utilizando su salvoconducto falso para poder cruzar la puerta. Tuvo que esperar una cola interminable, pues el paso estaba atestado de soldados. Recordó que Kitiara había dicho algo sobre que Ariakas había convocado a todos los Señores de los Dragones en Neraka. Ella misma iba a acudir, en cuanto el asunto de los dioses de la magia estuviera resuelto.
Raistlin se dirigió directamente al templo. Entró por la puerta principal, pidiendo humildemente a un peregrino oscuro que le hiciese de guía.
El peregrino lo llevó al santuario. Raistlin se postró ante el altar, con la frente tocando el suelo, y rezó a Takhisis.
—Mi reina, he hecho lo que me pedisteis. Suplico vuestra bendición.
23
La oración
La Noche del Ojo era el momento en el que las lunas que representaban a los dioses de la magia se alineaban y formaban un ojo impertérrito en el cielo y concedían poder a sus hechiceros a lo largo y ancho de todo Ansalon.
Pero aquella noche no salieron las lunas. La luz de Solinari no prestó su resplandor plateado a los lagos. La luz roja de Lunitari no prendió fuego a los cielos. La luz negra de Nuitari, que sólo era visible para los devotos al dios, se mantuvo oculta para todos. Las lunas habían desaparecido. Y lo mismo había sucedido con la magia. El Ojo se había cerrado.
En todo el continente, los escuadrones de la muerte de la reina Takhisis se lanzaron a la búsqueda de los desventurados hechiceros, despojados de su poder, para destruirlos. Los escuadrones de draconianos, armados con espadas y cuchillos, salieron disciplinadamente del templo de Neraka. Uno de los escuadrones fue a la destartalada Torre de la Alta Hechicería. Al no encontrar a nadie, le prendieron fuego. Otro se dirigió a la tienda de hechicería de Snaggle, en la Ringlera de los Hechiceros. El viejo no estaba, para su asombro, pues nunca nadie había visto que Snaggle abandonara su negocio hasta entonces.
Furiosos y frustrados, los draconianos saquearon la tienda, sacaron las cajas pulcramente etiquetadas de los estantes y las vaciaron en la calle. Después, el fuego se ocupó del resto. Los draconianos lanzaron las botellas, rompieron los frascos y confiscaron objetos para llevarlos al templo. Cuando la tienda quedó vacía, también prendieron fuego al edificio. Otros escuadrones habían recibido órdenes de ir a El Broquel Partido y a El Trol Peludo para ocuparse de los incendios que arrasarían las tabernas «por accidente» y que, por si eso fuera poca desgracia, acabarían con la vida de sus propietarios.
El escuadrón enviado a El Broquel Partido estaba liderado por el comandante Slith, y el draconiano no estaba contento con su misión. Slith no daría ni una de sus escamas por los hechiceros y no le importaría rajarlos de arriba abajo. Pero apreciaba a Talent Orren. A Slith le gustaba Talent y, sobre todo, el acero que Talent le pagaba. Slith no sólo abastecía a Talent de gran parte de la mercancía que éste vendía en el mercado negro, además recibía una comisión por cada cliente que enviaba a la taberna.
Slith caminaba inmerso en lúgubres cavilaciones, dado que si esa fuente de ingresos estaba a punto de quedar reducida a cenizas y sólo contaba con su paga del ejército, que ni siquiera había recibido todavía, ya no tenía ninguna razón para permanecer en Neraka. Slith no pertenecía a aquel lugar. Era un desertor que había abandonado el ejército mucho tiempo antes, y la única razón por la que había parado en Neraka era que le habían dicho que allí se hacía buen acero. El sivak caminaba pesadamente, estrujándose el cerebro, intentando encontrar la manera de desobedecer las órdenes sin llegar a desobedecerlas. Se dio cuenta de que uno de sus subordinados intentaba llamar su atención.
—Sí, ¿qué? —gruñó Slith.
—Señor, algo va mal —dijo Glug.
—Si te refieres a que Takhisis olvidó darte un cerebro, lo sabemos todos —masculló Slith.
—No es eso, señor —repuso Glug—. Mire la taberna. Está... Es que está muy tranquila, señor. Demasiado tranquila. ¿Dónde está la fiesta?
Slith frenó en seco. Aquélla sí que era una buena pregunta. ¿Dónde diantres estaba la fiesta? Se suponía que tenía que haber hogueras, gentes agolpadas en las calles, gentes que habían sido pagadas para prender fuego a la taberna. Slith veía luces en El Broquel Partido, pero no se oían carcajadas salvajes, conversaciones escandalosas ni la jarana típica de los borrachos. El Broquel Partido estaba silencioso como una tumba.
Eso lo intranquilizó. Miró calle arriba y calle abajo. No se veía a nadie.
—¿Qué hacemos, señor? —preguntó Glug.
—Seguidme —ordenó Slith.
Echó a andar y tras él fue su escuadrón, arañando el pavimento.
Slith se acercó a la puerta de El Broquel Partido. Un humano gigantesco, que respondía al nombre de Maelstrom y que era bien conocido por Slith, hacía guardia en la entrada.
—Dracos no —dijo Maelstrom, señalando el cartel—. Sólo humanos.
—Hemos venido en nombre de la Reina Oscura —dijo Slith.
—Vaya, eso lo cambia todo —contestó Maelstrom. Sonrió y abrió la puerta—. Entrad sin más.
—Vosotros esperad —ordenó Slith, dejando al escuadrón en la calle.
Entró en la taberna y se quedó paralizado. Parpadeó varias veces, perplejo.
La taberna estaba atestada. Todos los sitios estaban ocupados, incluso había gente apoyada en las paredes. La mayoría de los clientes eran soldados, pero también había un buen número de peregrinos oscuros, ocupando los lugares de honor, cerca de la puerta principal. Slith reconoció a algunos de los mejores clientes del mercado negro de Talent. Mientras el sivak estaba allí, plantado con la boca abierta, una de las peregrinas oscuras se levantó y empezó a dirigir los rezos de la muchedumbre.
—Perdonadnos, Nuestra Oscura Majestad —exclamó la peregrina, levantando las manos—. ¡Te rogamos que nos devuelvas las lunas que habéis borrado del cielo! ¡Oíd nuestra plegaria!
Mientras los soldados y los peregrinos empezaban a entonar el nombre de Takhisis, Talent Orren, que había visto a Slith, se abrió camino entre la multitud.
—En nombre del Abismo, ¿qué está pasando? —preguntó Slith, mirando fijamente aquel gentío.
—Bienvenido seas, comandante —saludó Talent con gran solemnidad—. Tú y tus hombres. Entrad, uníos a nuestras súplicas a la Reina Oscura.
Slith soltó un bufido. Su lengua puntiaguda asomó entre sus colmillos y volvió a esconderse.
—Corta el rollo, Talent —dijo con aspereza.
—La Reina Oscura ha borrado las lunas del cielo —prosiguió Talent en voz alta y teñida de respeto—. Nos hemos reunidos para solicitar su perdón. —Bajó la voz—. Nos hemos reunidos todos, por si no entiendes lo que quiero decir.