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—¡Silencio! —ordenó Par-Salian.

Raistlin estaba concentrado en el orbe, escuchando una voz muda para ellos, la voz del orbe, y parecía que no le gustaba lo que le decía.

—¡No puedes bajar la guardia! —dijo enfadado, dirigiéndose al dragón que estaba en el orbe—. ¡No debes dejarlo libre!

Las manos del orbe apretaron con más fuerza las de Raistlin y el hechicero ahogó un grito de dolor, ya fuera por el ímpetu con que lo aprisionaban o por la dureza de la decisión que le pedían que tomara.

—Así será —dijo Raistlin al fin—. ¡Llama al dragón!

Par-Salian, con los ojos clavados en el orbe, vio que los colores se agitaban con violencia. La figura diminuta de Fistandantilus desapareció. El rostro de Raistlin se deformó en una mueca, pero no separó las manos del orbe. Toda su voluntad se centraba en el objeto y era ajeno a lo que sucedía alrededor.

—Ladonna, ¿estás loca? ¡Detente! —gritó Justarius.

Ladonna no le hizo caso. Par-Salian distinguió el destello del acero y pegó un salto hacia ella. Consiguió agarrarla por la muñeca e intentó quitarle el cuchillo. Ladonna se volvió hacia él, forcejeando, y le hizo un corte profundo en el pecho. Par-Salian se tambaleó hacia atrás, sangrando, y bajó la vista hacia la mancha roja que empezaba a empaparle la túnica blanca.

Ladonna se abalanzó sobre Raistlin. El hechicero no le prestó atención. El orbe empezó a brillar con una luz intensa, verde y vaporosa. Unos tentáculos brumosos salieron sinuosos del orbe y envolvieron el cuerpo de Ladonna. La mujer gritó y se retorció. El olor era sofocante. Par-Salian se cubrió la boca y la nariz con la manga. Justarius boqueaba en busca de aire fresco y, tambaleante, se acercó a la ventana.

—No les hagas daño, Viper —murmuró Raistlin.

Los tentáculos soltaron a su presa, y Ladonna se desplomó sobre una silla. Justarius intentaba recuperar el aliento, asomado a la ventana.

—Par-Salian —dijo Justarius, señalando hacia fuera. Par-Salian miró hacia allí.

Un dragón planeaba alrededor de la Torre de la Alta Hechicería. Su cuerpo gigantesco emitía un resplandor gris verdoso aterrador bajo la luz tenue del cielo sin lunas.

25

El Dragón Verde. El Caballero de la Muerte.

Día vigesimocuarto, mes de Mishamont, año 352 DC

El anciano Dragón Verde Cyan Bloodbane despreciaba a todos los seres con los que se había encontrado en su vida, la cual abarcaba varios siglos. Mortales e inmortales, muertos y muertos vivientes, dioses o dragones; a todos los había odiado. Sin embargo, a algunos los había odiado con más ardor: a los elfos, por una parte; y a los caballeros solámnicos, por la otra. Había sido un Caballero de Solamnia, un tal Huma Dragonbane, quien le había arruinado la diversión a Cyan. Él era entonces un dragón joven y participaba en la Segunda Guerra de los Dragones.

Aquel caballero abominable con su Dragonlance, esa arma que perforaba el cerebro y quemaba los ojos, había arrojado a la reina de Cyan, a Takhisis, al Abismo. Antes, le había arrancado la promesa de que todos sus dragones tendrían que abandonar el mundo, esconderse en sus cubiles y caer en un sueño eterno.

Cyan había hecho todo lo posible por escapar de tan terrible destino, pero no podía enfrentarse a los dioses y, como todos los demás, había sucumbido a un sueño forzoso que había durado un sinfín de años. Pero primero se había tomado la molestia de decirle a su reina lo que pensaba de ella.

Varios siglos después, se despertó, con la furia todavía ardiendo en su interior. Takhisis lo había apaciguado prometiéndole que podría vengarse de los infames elfos, que una vez se habían atrevido a asaltar su cubil durante la Segunda Guerra de los Dragones y le habían infligido unas heridas que estaba convencido que todavía le mermaban sus capacidades.

El imbécil de Lorac, rey de Silvanesti, había robado un Orbe de los Dragones y, cuando intentó utilizarlo para invocar al dragón y salvar su amada tierra de los ejércitos del Señor del Dragón Salah-Kahn, Cyan respondió a su llamada.

El dragón verde fue a Silvanesti y encontró a Lorac atrapado en los terribles tentáculos del Orbe de los Dragones. Cyan podría haber acabado con el maldito elfo, pero ¿qué diversión podía encontrar en eso? Por tanto decidió infligir unas heridas que dolerían profundamente a todos los elfos del mundo, hasta el final de los tiempos. Se había apoderado de su amada tierra. Había tomado la belleza deslumbrante de Silvanesti y la había corrompido y apuñalado, desgarrado y quemado.

Torturó a los árboles hasta que sangraron y se retorcieron en su agonía. Volvió negras las verdes praderas y transformó los lagos cristalinos en ciénagas malolientes. Pero lo más divertido había sido susurrarle a Lorac en el oído todas aquellas pesadillas y obligarle a contemplar aquel horror con sus propios ojos. Le hizo creer que tales atrocidades eran obra suya.

Atormentar a Lorac no había estado nada mal durante un tiempo, pero Cyan no tardó en aburrirse. Silvanesti era una ruina doliente. Lorac se había vuelto loco. El dragón verde se animó con la llegada a Silvanesti de una banda de criminales y ladrones, liderados por Alhana Starbreeze, la hija de Lorac. Cyan se entretuvo algún tiempo atormentándolos. Pero el placer terminó cuando un joven hechicero que todavía tenía la cáscara del huevo pegada a la cabeza, como solían decir los dragones, había logrado romper el control que el orbe, y Cyan, ejercían sobre Lorac.

Al principio Cyan se había entretenido observando los torpes intentos del joven hechicero por hacerse con el dominio del Orbe de los Dragones, disfrutando anticipadamente de la posibilidad de torturar a un nuevo mortal. Pero se llevó una cruel decepción. Raistlin no sólo había controlado el orbe, además había ordenado al objeto que subyugara a Cyan.

El dragón verde se resistió y luchó, pero el Orbe de los Dragones era poderoso y ni siquiera él pudo resistir su llamada. Y ésa era la razón de que se encontrara en el oeste de Ansalon, volando sobre la torre abandonada por los dioses, obligado a cumplir la voluntad de su odiado amo. Cyan no tenía la menor idea de por qué estaba allí, pues su amo todavía no se había dignado a informarlo. El dragón volaba alrededor de la torre sin un objetivo claro, considerando que siempre le quedaba la opción de entretenerse lanzado el gas venenoso de su aliento sobre los hechiceros indefensos que se arremolinaban en el patio.

Entonces, Cyan oyó el clamor de las trompetas. Conocía aquel sonido y lo odiaba. Miró a través de las colinas y vio que un caballero solámnico cabalgaba hacia él.

Cyan no sabía nada de los Caballeros de la Muerte. Si alguien le hubiera dicho que aquel caballero estaba maldito, que era malvado y que ambos luchaban en defensa de la misma causa, el dragón se habría limitado a dejar escapar un resoplido mortal. Un condenado caballero solámnico, estuviera maldito o bendito, muerto o vivo, seguía siendo un condenado caballero solámnico, y debía ser eliminado.

Cyan se lanzó en picado desde las alturas. Utilizaría el terror que inspiraba para espantar al caballero, después lo mataría con su aliento venenoso.

Lord Soth estaba concentrado en liderar a sus guerreros espectrales en el ataque a los muros de la torre. Con los cinco sentidos puestos en la carga, Soth no prestaba atención a lo que sucedía sobre su cabeza. Apenas lanzó una mirada hacia donde estaba el dragón.

Cyan se decepcionó. Contaba con el terror que inspiraba para que el caballero saliera corriendo y gritando, y así disfrutar de un poco de ejercicio, persiguiendo al caballero por el campo antes de matarlo.

Poco a poco, Cyan empezó a darse cuenta de que aquél no era un caballero normal y corriente, y entonces lo descubrió: ¡el condenado caballero ya estaba muerto! Eso restaba gran parte de la emoción de matarlo. Cyan lanzó unos cuantos hechizos al azar contra el caballero, así como un par de rayos mágicos e intentó atraparlo en una telaraña, pero no consiguió nada. El dragón hizo rechinar los dientes, frustrado. Tal vez no pudiera acabar con el caballero, pero iba a asegurarse de que su vida de no muerto fuese insoportable.