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Aquella desinteresada amabilidad no encajaba con la impresión que, incluso tras tan breve encuentro, se había formado Dalgliesh de Court. Intrigado, preguntó con precaución:

– Perdone si le parezco grosero, pero ¿qué saca Julius Court de todo este interés en Toynton?

– ¿Sabe?, yo también me lo he preguntado algunas veces. Pero parece una pregunta impertinente siendo tan evidente lo que Toynton Grange saca de él. Viene de Londres como un aliento del mundo exterior. Nos anima a todos. Pero ya sé que usted querrá hablar de su amigo. ¿Recogemos los huevos y buscamos un sitio tranquilo?

Su amigo. Aquellas palabras apaciblemente pronunciadas le produjeron remordimientos. Llenaron los recipientes de agua y recogieron juntos los huevos. La señorita Willison los levantaba mediante la cuchara de madera con la habilidad propia de la práctica. Sólo encontraron ocho. Todo el proceso, que a una persona normal le hubiera costado diez minutos, resultó tedioso, largo y no particularmente productivo. Dalgliesh, que no veía el interés de trabajar por trabajar, se preguntó qué pensaría de verdad su compañera de una tarea que evidentemente había sido ideada desafiando a la economía para crearle la ilusión de que podía ser útil.

Regresaron al patio de detrás de la casa. Sólo Henry Carwardine estaba allí, con un libro en el regazo pero con la vista fija en el invisible mar. La señorita Willison le dedicó una rápida mirada preocupada y parecía que se disponía a hablar, pero no dijo palabra hasta que se hubieron instalado a unos treinta metros de la silenciosa figura. Dalgliesh se acomodó en el extremo del banco, ella se situó a su lado y dijo:

– No me acabo de acostumbrar a estar tan cerca del mar y no poder mirarlo. Muchas veces lo oímos con la misma claridad que ahora. Casi nos rodea por completo, a veces lo olemos y oímos, pero es como si estuviéramos a cien kilómetros.

Hablaba con añoranza, pero sin resentimiento. Permanecieron un momento en silencio. Dorothy oía el mar claramente, el largo chirrido del agua que frota los guijarros al retirarse transportado hasta ella por la brisa marina. Para los internos de Toynton Grange ese incesante murmullo debía de evocar la tentadoramente próxima pero inalcanzable libertad de amplios horizontes azules, nubes veloces y alas blancas ascendiendo y descendiendo por el aire en movimiento. Comprendió que la necesidad de verlo pudiera convertirse en obsesión y dijo con toda intención:

– El señor Holroyd consiguió que lo llevaran a un lugar desde donde se veía el mar.

Era importante observar la reacción de Grace y se dio cuenta inmediatamente que consideraba el comentario peor que carente de tacto. Una profunda zozobra se apoderó de ella. La débil mano izquierda, curvaba en el regazo, comenzó a agitarse violentamente, la derecha se aferró al brazo de la silla. Su rostro se sonrojó en una oleada poco favorecedora y luego palideció bruscamente. Durante un momento casi deseó no haber hablado. Pero el arrepentimiento fue transitorio; aquel ansia profesional por descubrir regresaba a él a pesar de sí mismo, pensó con sarcástico humor. Y raramente se descubría algo gratuitamente, por impertinente o importante que resultara el descubrimiento, y por lo general no era él el que pagaba. Oyó que hablaba en voz tan baja que tuvo que inclinar la cabeza para descifrar lo que decía.

– Victor tenía una especial necesidad de alejarse a solas. Todos lo comprendíamos.

– Pero debió de ser muy difícil empujar una silla ligera como esta por la hierba y luego pendiente arriba hasta el borde del acantilado.

– Él tenía silla propia, como éstas pero más grande y más fuerte. Y no es necesario subir por la parte más empinada. Hay un sendero que se coge desde el interior, creo, y que lleva a un camino estrecho y bajo. Por ahí se puede llegar al borde del acantilado. Aun así, resultaba pesado para Dennis Lerner. Era media hora de empujar en cada sentido. Pero quería usted hablar del padre Baddeley.

– Si no la incomodo demasiado. Parece ser que fue usted la última en verlo vivo. Debió de morir muy poco tiempo después de que usted se marchara, puesto que todavía llevaba la estola cuando lo encontró la señora Hewson a la mañana siguiente. Lo normal es que se la hubiera quitado después de confesar.

Guardó silencio unos instantes, como si estuviera decidiendo algo, y seguidamente dijo:

– Sí que se la quitó, como siempre, inmediatamente después de darme la absolución. La dobló y la colocó sobre el brazo de la butaca.

También aquélla era una sensación que en los largos días de calor pasados en el hospital pensaba que no volvería a experimentar, el estremecimiento de excitación en la sangre al darse cuenta de que se había dicho algo importante, que si bien la presa todavía no se hallaba a la vista ni era detectable su rastro, ahí estaba. Trató de deshacerse de la inoportuna tensión, pero era tan elemental e involuntaria como un acceso de miedo.

– Pero eso quiere decir que el padre Baddeley volvió a ponerse la estola después de que se marchara usted. ¿Por qué lo haría?

O se la había puesto otro. Pero eso más valía no decirlo; sus implicaciones debían esperar.

– La suposición más lógica es que tendría otra confesión.

– ¿Cree usted que podría habérsela puesto para decir sus oraciones vespertinas?

Dalgliesh trató de recordar las costumbres de su padre en tal caso en las rarísimas ocasiones en que el párroco no rezaba en la iglesia, pero el recuerdo sólo le proporcionó una imagen infantil de ambos refugiados en una choza de los Cairngorms durante una tormenta, él mirando, medio aburrido medio fascinado, los remolinos de nieve que golpeaban las ventanas, su padre en polainas, anorak y gorro de lana leyendo en silencio su librito negro de oraciones. Desde luego entonces no llevaba estola.

– ¡No, no! -dijo la señorita Willison-. Sólo se la ponía para administrar un sacramento. Además, ya había dicho las vísperas, estaba terminando cuando llegué yo e incluso lo acompañé en la última colecta.

– Pero si después se presentó otra persona, entonces no fue usted la última en verlo vivo. ¿Se lo comentó a alguien cuando le comunicaron que había muerto?

– ¿Debería haberlo hecho? Creo que no. Si la propia persona prefirió no decirlo no era cosa mía introducir conjeturas. Claro que si alguien hubiera percibido la importancia de la estola no hubiera sido posible evitar las especulaciones. Pero a nadie se le ocurrió o si se le ocurrió, nadie dijo palabra. En Toynton hay demasiados chismorreos, señor Dalgliesh. Quizá sea inevitable, pero no es… bueno, moralmente sano. Si alguien más fue a confesarse esa noche, no es asunto más que de él y del padre Baddeley.

– Pero el padre Baddeley todavía llevaba la estola puesta a la mañana siguiente. Eso parece indicar que murió estando el visitante todavía con él. De ser así, no cabe duda de que la primera reacción, por muy privado que fuera el asunto que lo llevara allí, sería pedir auxilio médico.