– Es posible que la visita no tuviera duda de que el padre Baddeley había muerto y ese tipo de auxilio ya era innecesario. En tal caso, podía estar tentado de dejarlo sentado en paz y marcharse sin ser visto. No creo que el padre Baddeley lo considerara pecado y tampoco creo que pueda llamarse crimen. Puede parecer crueldad, pero, ¿lo sería necesariamente? Quizás indicaría indiferencia hacia las formas y el decoro, pero no es lo mismo, ¿verdad?
También indicaría, pensó Dalgliesh, que el visitante era un médico o una enfermera. ¿Quería la señorita Willison darlo a entender? Sin duda, la primera reacción de un lego sería buscar ayuda, o al menos una confirmación de que la muerte se había producido realmente. A no ser, claro está, que supiera, por el motivo que fuera, que Baddeley estaba muerto. Pero aparentemente esa siniestra posibilidad no se le había ocurrido a la señorita Willison. ¿Por qué iba a ocurrírsele? El padre Baddeley era viejo, estaba enfermo, debía morir y había muerto. ¿Por qué iba alguien a sospechar de lo natural y lo inevitable? Hizo un comentario sobre la determinación de la hora de la muerte y escuchó una respuesta plácida e inexorable.
– Supongo que para su trabajo la hora de la muerte siempre es importante y por eso está acostumbrado a averiguar ese dato, pero, ¿acaso importa en la vida real? Lo que importa es que uno muera en estado de gracia.
Irreverentemente, Dalgliesh se imaginó durante un momento a su sargento detective tratando de determinar y de hacer constar de modo meticuloso en un informe oficial la información esencial relativa a alguna víctima, y pensó que la bonita distinción que hacía la señorita Willison entre el trabajo policial y la vida real era un sano recordatorio de cómo veía la gente su trabajo. Esperaba contárselo pronto al gobernador. Pero entonces recordó que éste no era un chisme profesional corriente de los que intercambiarían en la entrevista ligeramente formal e inevitablemente decepcionante que señalaría el fin de su carrera policial.
No sin cierto pesar, reconoció en la señorita Willison al testigo generalmente honrado que siempre le había presentado dificultades. Paradójicamente, esa rectitud anticuada, esa escrupulosa conciencia, eran más engorrosas que los engaños, las evasivas o las mentiras aparatosas que formaban parte de un interrogatorio normal. Le hubiera gustado preguntarle cuál de los habitantes de Toynton Grange podía haber visitado al padre Baddeley para confesarse, pero reconoció que la pregunta no haría más que perjudicar la confianza existente entre ellos y que, en cualquier caso, no obtendría respuesta alguna. Pero tenía que haber sido alguno de los sanos. Nadie más podía ir y venir en secreto, a no ser que, naturalmente, tuviera un cómplice. Se sentía inclinado a desechar la idea del cómplice. Una silla de ruedas con su ocupante, ya hubiera ido rodando desde Toynton Grange o la hubieran llevado en coche, hubiera sido vista en algún momento del trayecto.
Con la esperanza de no recordar demasiado a un detective en pleno interrogatorio, preguntó:
– Así, cuando usted lo dejó, ¿cómo estaba?
– Sentado tranquilamente en la butaca de la chimenea. No permití que se levantara. Wilfred me había llevado en la camioneta pequeña. Dijo que iría a ver a su hermana a Villa Fe mientras yo estaba con el padre Baddeley y que me esperaría fuera al cabo de media hora, a no ser que yo lo avisara antes.
– Entonces, ¿se oyen ruidos de una casa a otra? Lo pregunto porque se me ha ocurrido que, si el padre Baddeley se sintió enfermo después de que usted se marchara, podría haber golpeado la pared para avisar a la señora Hammitt.
– Dice que no la llamó, pero es posible que no lo oyera si tenía encendido le televisor con el volumen muy alto. Aunque las casas están muy bien construidas, se oyen ruidos por la medianería, sobre todo si se habla en voz alta.
– ¿Quiere usted decir que oyó usted al señor Anstey hablar con su hermana?
La señorita Willison pareció lamentar haber llegado tan lejos y rectificó con rapidez.
– Bueno… de vez en cuando. Recuerdo que hube de hacer un esfuerzo para que no me distrajeran. Pensé que ojalá hablaran más bajo, pero luego me avergoncé por dejarme distraer tan fácilmente. Fue muy amable por parte de Wilfred llevarme a casa del padre. Por lo general, el padre Baddeley venía a la casa a verme, claro, y usábamos lo que llamamos la habitación tranquila, que está al lado del despacho, nada más entrar. Pero lo habían dado de alta en el hospital aquella misma mañana y no debía salir de casa. Yo hubiera podido esperar a que estuviera más recuperado, pero me escribió desde el hospital para decirme que esperaba que fuera y exactamente a qué hora debía ir. Sabía que significaba mucho para mí.
– ¿Se encontraba lo suficientemente bien para estar solo? Parece que no.
– Eric y Dot, es decir la hermana Moxon, querían que viniera aquí para que pudiera estar vigilado al menos la primera noche, pero él insistió en ir directamente a casa. Entonces Wilfred propuso que se quedara alguien a dormir en la habitación sobrante por si necesitaba ayuda durante la noche, pero tampoco accedió a eso. Estaba empeñado en quedarse solo, y tenía mucha autoridad, pese a sus modales apacibles. Luego me parece que Wilfred se sintió culpable por no haber sido más firme. Pero, ¿qué iba a hacer? No podía traérselo a la fuerza.
Sin embargo, todo hubiera sido más sencillo para los implicados si el padre Baddeley hubiera accedido a pasar por lo menos la primera noche en Toynton Grange. Desde luego no era propio de él oponerse tan tercamente a la sugerencia. ¿Esperaba otra visita? ¿Quería ver a alguien, urgentemente y en privado, a alguien a quien, como la señorita Willison, había escrito desde el hospital para concertar una cita precisa? De ser así, fuera cual fuera el motivo de la visita, esa persona debía de haber ido a pie. Le preguntó a la señorita Willison si Wilfred y el padre Baddeley hablaron antes de que ella se marchara.
– No, al cabo de una media hora de estar con él, el padre Baddeley golpeó la pared con el atizador y poco después Wilfred tocó la bocina. Yo llegué a la puerta principal justo al mismo tiempo que Wilfred la abría. El padre Baddeley seguía en su butaca. Wilfred le dio las buenas noches desde la puerta, pero creo que no contestó. Wilfred parecía tener prisa por volver a casa. Millicent salió para ayudar a meter la silla en la parte trasera de la furgoneta.
Así pues, ni Wilfred ni su hermana hablaron con Michael antes de irse aquella noche, y tampoco lo vieron de cerca. Mientras contemplaba la fuerte mano derecha de la señorita Willison, Dalgliesh jugueteó unos instantes con la posibilidad de que Michael ya estuviera muerto. Pero tal idea, aparte su poca probabilidad psicológica, era, naturalmente, absurda. No podía contar con que Wilfred no entrara en la casita. Y, ahora que lo pensaba, era extraño que no hubiera entrado. Michael acababa de salir del hospital, hubiera sido natural entrar y preguntarle cómo se encontraba, nacerle compañía al menos unos minutos. Era interesante que Wilfred Anstey se hubiera marchado tan de prisa, que nadie admitiera haber ido a ver al padre Baddeley después de las ocho menos cuarto.
– ¿Qué luces había encendidas en la casita mientras estaba usted con el padre Baddeley? -preguntó. Si la pregunta la sorprendió, no lo demostró.
– Sólo la lamparita de encima del escritorio, detrás de la butaca. Me sorprendió que viera lo suficiente para decir vísperas, pero claro está que conocía muy bien las oraciones.
– Y a la mañana siguiente la lámpara estaba apagada.
– Sí, Maggie dice que encontró la casa a oscuras.
– Me parece muy extraño que nadie pasara en toda la noche a ver cómo estaba el padre Baddeley o a ayudarlo a acostarse.
– Eric Hewson pensaba que pasaría Millicent -se apresuró a decir-, y ella tenía la impresión de que Eric y Helen, la enfermera Rainer, ya sabe, habían quedado en ir. Al día siguiente todos se sentían muy culpables. Pero, como nos dijo Eric, médicamente no hubieran podido hacer gran cosa. El padre Baddeley murió apaciblemente poco después de marcharme yo.