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Guardaron silencio unos instantes. Dalgliesh se preguntaba si era el momento adecuado para preguntar por el anónimo. Recordando la angustia que le había producido hablar de Victor Holroyd, temía volver a inquietarla. Pero era importante «averiguarlo». Mirando de reojo el fino rostro y la expresión de decidida tranquilidad, dijo:

– Al poco de llegar he mirado en el escritorio del padre Baddeley por si había alguna nota o carta sin mandar para mí y he encontrado un anónimo muy desagradable debajo de unos recibos viejos. No sé si habría hablado con alguien de ello o si alguien más de Toynton Grange habría recibido alguno parecido.

La pregunta la trastornó todavía más de lo que temía. Grace se quedó un momento sin habla. Él fijó la vista al frente hasta que oyó su voz. Cuando por fin respondió, se había dominado por completo.

– Yo recibí uno unos cuatro días antes de que muriera Victor. Era… una obscenidad. Lo rompí en pedacitos y lo eché al inodoro.

– Es lo mejor que podía hacer -dijo Dalgliesh en tono de aliento-. Sin embargo, como policía siempre lamento que destruyan pruebas.

– ¿Pruebas?

– Bueno, mandar anónimos puede ser un delito, y, lo que es más importante, puede ser la causa de mucha infelicidad. Probablemente, lo mejor es avisar a la policía para que averigüen quién es el culpable.

– ¡A la policía! ¡No, no! No podíamos. Estos problemas no los resuelve la policía.

– No somos tan insensibles como se imagina a veces las gente. Se puede evitar que el culpable sea procesado, y es importante poner fin a este tipo de molestias. La policía es la mejor preparada. Pueden mandar la carta a sus laboratorios para que la examine un experto en documentos.

– Pero tendrían que ver la carta, y yo no hubiera podido enseñársela a alguien.

De modo que tan ofensiva había sido.

– ¿Le importaría decirme qué tipo de carta era? -preguntó Dalgliesh-. ¿Estaba escrita a mano o a máquina? ¿Cómo era el papel?

– Estaba mecanografiada en papel de Toynton Grange, a doble espacio, en nuestra vieja Imperial. La mayoría de nosotros ha aprendido a escribir a máquina. Es uno de nuestros medios de subsistencia. No había el más mínimo error de puntuación ni de ortografía. Y yo no advertí pista alguna. No sé quién la escribió, pero creo que el autor era experimentado sexualmente.

Así pues, incluso en plena zozobra, había implicado su mente en el problema.

– Las personas con acceso a esa máquina de escribir son un número limitado. No hubiera sido un problema muy difícil para la policía -dijo Dalgliesh.

– Cuando murió Victor vino la policía -explicó ella con voz resuelta-. Fueron muy amables y muy considerados, pero nos trastornó mucho. Para Wilfred… para todos nosotros… fue horrible. Creo que no lo hubiéramos aguantado otra vez. Seguro que hubiera sido insoportable para Wilfred. Por mucho tacto que tenga la policía, han de hacer preguntas hasta resolver el caso, ¿no? No tiene sentido llamarlos y esperar que antepongan la sensibilidad de la gente a su trabajo.

Aquello era una verdad innegable y Dalgliesh tenía poco que objetar. Le preguntó si había hecho algo más aparte de echar la carta ofensiva al retrete.

– Se lo conté a Dorothy Moxon. Me pareció lo más sensato. No hubiera podido contárselo a un hombre. Dorothy me dijo que no debería haberla destruido, que nada podía hacer sin la prueba. Pero convino en que de momento no debíamos decir palabra. Por aquel entonces a Wilfred le preocupaba mucho el dinero, y no quería distraerlo. Sabía cuánto lo alteraría. Además, creo que tenía alguna sospecha de quién podía ser el autor. Si estaba en lo cierto, ya no recibiremos más cartas.

Así pues, Dorothy Moxon creía, o fingía creer, que el autor era Victor Holroyd. Y si el autor tenía ahora el sentido común y el autodominio suficiente para no escribir más, era una teoría cómoda que, en ausencia de pruebas, nadie podía refutar.

Preguntó si sabía de alguien más que hubiera recibido anónimos. No sabía de nadie más. Nadie más había consultado a Dorothy Moxon. Tal idea pareció intranquilizarla. Dalgliesh se dio cuenta de que había considerado la nota una pieza única de inquina gratuita hacia ella. Pensar que el padre Baddeley había recibido otra la angustiaba casi tanto como el anónimo original. Sabiendo por experiencia qué tipo de carta debía de ser, dijo amablemente:

– No se preocupe demasiado por la carta del padre Baddeley. Creo que a él no lo hubiera inquietado. Era muy suave, una maliciosa notita dando a entender que no era de utilidad alguna en Toynton Grange y que la casa resultaría más útil ocupada por otra persona. Tenía demasiada humildad y sentido común para que lo molestaran esas tonterías. Me imagino que sólo lo guardó porque querría consultarme por si no era la única víctima. Las personas sensatas echan estas cosas al retrete. Pero no siempre podemos ser sensatos. Bueno, si recibe otra nota, ¿promete que me la enseñará?

Ella movió la cabeza suavemente pero no respondió. Dalgliesh vio que estaba más contenta. Extendió la agostada mano izquierda y la posó momentáneamente sobre la de él, ejerciendo una ligera presión.

La sensación era desagradable; tenía la mano seca y fría y parecía que los huesos estaban desarticulados bajo la piel. Pero el gesto era a la vez humillante y noble.

El patio se estaba quedando frío y oscuro; Henry Carwardine ya había entrado. Era hora de pasar al interior. Dalgliesh pensó rápidamente y dijo:

– Carece de importancia, y por favor no piense que me llevo el trabajo a todas partes, pero si durante los próximos días recuerda usted cómo pasó el padre Baddeley la semana anterior a ser ingresado en el hospital, me resultaría útil. No pregunte a los demás acerca de esto, simplemente cuénteme lo que recuerde que hizo cuando vino a Toynton Grange y qué otros sitios frecuentó. Me gustaría tener una idea de cómo transcurrieron sus últimos diez días de vida.

– Sé que el miércoles anterior a caer enfermo fue a Wareham, dijo que iba de compras y a ver a alguien por cuestión de negocios. Lo recuerdo porque el martes explicó que a la mañana siguiente no vendría a Toynton Grange como de costumbre -dijo ella.

Así pues, pensó Dalgliesh, entonces fue cuando compró las provisiones, seguro de que su carta no quedaría desatendida. Y tenía razón para estar seguro.

Permanecieron unos instantes sin hablar. Dalgliesh se preguntó si se le habría ocurrido que podía hacerle tan extraña solicitud, pues no pareció sorprenderse. Quizá consideraba perfectamente natural tal deseo de tener una idea de los últimos días de la vida de un amigo. Pero de repente experimentó un espasmo de recelo y precaución. ¿Debería tal vez hacer hincapié en que formulaba aquella petición a título meramente personal? Ciertamente no. Ya le había dicho que no lo comentara. Volver sobre el tema sólo despertaría más sospechas. Y, ¿qué peligro podía ello representar? ¿Con qué datos contaba para proseguir? Una cerradura que se había roto, un diario que había desaparecido y una estola que se había vuelto a poner para confesar. Aquello no eran pruebas reales. Haciendo un esfuerzo desechó el inexplicable espasmo de recelo, intenso como una premonición. Era un recordatorio demasiado desagradable de las largas noches pasadas en el hospital luchando en inquieta semiconsciencia contra los terrores irracionales y los miedos medio injustificados. Aquello era igualmente irracional, igualmente opuesto a la lógica y a la razón, una ridícula convicción de que una petición sencilla, casi casual y no muy prometedora había sonado con tal claridad a sentencia de muerte.