– Si eres hijo del señor de esta hacienda, algún día serás un hombre poderoso.
Tragué saliva -mucho me costaba hablar- antes de responderle que, ciertamente, así lo esperaba; pues, farfullé, cuando mi padre muriese yo sería dueño y señor de todo el lugar. Esto era mentira y mientras lo decía tenía clara conciencia de que mis hermanos no opinaban de tan sencilla manera sobre tal cuestión y disposiciones. Pero no sabía qué otra cosa manifestar, ya que aquéllas o parecidas ideas jamás rozaron antes mi pensamiento.
– En tal caso -murmuró el joven vagabundo, con expresión soñadora-, cuando seas un alto y poderoso caballero, llámame. Acudiré sin falta y pelearé a tu lado contra quien dispongas y cuando dispongas.
Dicho esto, poco había ya que comunicarse, así que enterramos los bien mondados huesos y tornamos bajo las escaleras. Me dormí profundamente, presa de un extraño cansancio, como si estuviera muy fatigado tras librar una penosa lucha; pero mi cansancio no residía en brazos y piernas ni en lugar alguno de mi cuerpo, sino que yacía dentro de mi ser, espumoso y ligero como vino y casi diría que placentero.
Cuando empezaba a amanecer desperté, agitado por una inquietud muy grande. Quería decirle al mendigo que permaneciera allí, en nuestra tierra. Pues si quería ser mi escudero, difícilmente podría cumplir tan buen deseo si, llegado el momento, yo no podía hallarlo. Con gran asombro primero y una ira sorda y muy encendida luego, comprobé que su lugar bajo la escalera estaba vacío. Mi incipiente y único amigo había desaparecido sin dejar rastro. Y se había llevado, en cambio, mi puñal.
Tal furia me invadió, que estuve tentado de saltar sobre Krim-Caballo e ir en su busca, para matarle. Nadie, jamás, me había dirigido palabras semejantes a las suyas y por ello se me antojaba totalmente intolerable su marcha, que tenía como huida. Mas, casi de inmediato, la furia se derrumbó en una suerte de agonía, tan inusitada y desconocida, que permanecí largo rato anonadado, sin pensar en nada, ni sentir otra cosa que mi propia miseria.
Fue la primera tristeza de mi vida. A través de ella pareció abrirse paso una rendija de luz que llegó a iluminar la espesura de mi entendimiento. Empezó a dorarse la niebla de mi memoria, hasta recuperar un tiempo de vendimia en que caí al suelo, como fulminado, y perdí el habla, víctima de alguna vasta e inalcanzable predestinación.
Durante todo el día siguiente creí ver galopando, ante mis ojos, a mi propia tristeza. Parecía un torpe e inexperto corcel que por vez primera había perdido su jinete y no sabía hacia dónde dirigir sus pasos.
III. El lagar
Llegó la fiesta de la vendimia y yo calzoseumplí trece años. Desde que salí de la tutela de mi madre, estas celebraciones tuvieron la virtud o maleficio de alejarme de donde se celebraran. Solía pasar esos tres días encerrado en algún lugar apartado de la torre o del bosque, negándome a mí mismo cualquier contacto con el júbilo, la excitación y la virulencia colectivas. Tal vez en los primeros años persistiera aún en mi ánimo el recuerdo y el olor de aquel suceso que, en su día, tanto me trastornaron. Pero en los últimos tiempos tal recuerdo yacía acurrucado en mi memoria. Si no olvidado, lo cierto es que permanecía enterrado bajo capas de embotamiento y brutalidad, de forma que, voluntariamente, sin yo mismo saberlo, habíase borrado casi toda huella de él.
En aquella ocasión fue otro mi comportamiento. Comenzaban estas fiestas cuando ya había terminado la recolección y afanábanse los viñadores en la elaboración del vino. Se pisaban las uvas en el lagar y un viento loco, ácido, sacudía las ramas de los árboles, el olor de la tierra y los sentidos. Por única vez al año el vino corría sin tasa entre viñadores y sirvientes. Eran distribuidas raciones de carne, pan y empanadas de fruta. Y había gran libertad y aun disculpa para todos los excesos. Así sucedió siempre, desde muy remotos tiempos. Y así seguía y seguiría ocurriendo, aún por muchos más.
En verdad que en estos días afluían con mayor fuerza los ancianos resabios, ritos y aun remedos de sacrificios. Y la sombra de los dioses muertos vagaba invisible, aunque pesada, sobre la tierra toda. Un largo grito se podía percibir, rastreando entre sarmientos y racimos. Los odres y las cubas rebosaban en las bodegas, en el viento se respiraba mosto y los ojos de todas las criaturas, aun a través de la más ruidosa alegría, transparentaban un fuego oculto y a menudo siniestro.
Me acerqué al lagar, despacio. Ya empezaban a mostrarse los ánimos muy elevados y risas bruscas o exultantes rodaban por las dunas del otoño, como un trueno amordazado, o un soterrado presagio de tempestades tras la piel del cielo. La fina lluvia, casi impalpable a través del sol, caía sobre las gentes y las viñas. Algunas mujeres se habían cubierto la cabeza con el manto, y otras permanecían, en cambio, con el cabello suelto, mojado y brillante. Y todos los rostros aparecían enrojecidos y sudorosos.
Un olor acre y violento me llegó, entonces. Olor humano y bestial a la vez, que despertaba un dormido dragón en los más ocultos ríos de mi vida. Alzóse entonces el animal solitario, de ojos iracundos, vi cómo levantaba su cabeza de oro y sangre por sobre las anchas hojas de las vides, entre los granos de uva como enormes gotas de una lluvia encarnada, transparentes y espesos a la vez, que llenaban los cestos. Una luminosa y transparente savia manaba bajo el lagar, y caía en el recipiente de madera. Pequeños ríos de un oro rojo y encendido como el sol o la hoguera corrían sin tino ni prudencia hacia la tierra. Procurando disimular mi presencia, me acerqué entre los árboles que bordeaban el lagar: un grupo de moreras, de fruto parecido a diminutos racimos que teñían de un cerco azul oscuro o casi negro, los labios de quienes los mordían. Algunas moras habían caído al suelo, aplastadas, acaso pisadas. Su sangre amoratada se mezclaba a la lluvia y al vino derramado.
En aquel momento unas mujeres subían de la bodega, portando jarros rebosantes de aquel aromático, delgado y turbulento líquido, que tanto apreciaban los Mohl y mi padre. Y que (de pronto me di cuenta) tanta sed despertaba en mí mismo. Una sed que como nunca antes recordaba haber padecido, se apoderó de mí. Bruscamente, arrebaté el jarro de las manos de una de las mujeres, y ante su asustado asombro, primero -sentía yo mientras bebía y bebía que su terror me cercaba, y creía que en el vino naufragaría la distancia, el gran miedo que sin yo proponérmelo les inspiraba-, y después, ante su risa suave y tímida seguida de otra más osada (hasta provocar otras muchas, que me envolvieron), continué bebiendo, hasta que me faltó el aliento. Entonces dejé caer el jarro, que se estrelló a mis pies. El vino salpicó mis piernas, y las miré, agrupadas en derredor a mí, e intenté, a mi vez, reírme. O al menos sonreír.
No sé si lo logré, ni lo sabré nunca. Pero si la sombra del recelo no había desaparecido, habíase convertido al menos en un suave terror, tan venenosamente placentero, que avivaba el fuego enterrado o encendía acaso, en su desconocida madriguera, los ocultos sarmientos siempre ardientes. Yo lo sabía, sentía mis labios, manos y piernas mojados por el vino y la lluvia, en una mezcla de cólera y placer, nuevo y agresivo. En el aire que, muy fatigosamente, respiraba y que parecía abrasarse en mi garganta.
Luego salté al interior del lagar y presa de furia en verdad salvaje pisoteé los granos, brinqué, gritando, una vez y mil, sobre ellos. Resbalé y caí muchas veces, y me revolqué entre sus husmos y su sangre.
Había una risa espléndida dentro y fuera de mí; una inmensa carcajada que de improviso me salvaba de toda tristeza o timidez, de la ira o muerte. La inmensa carcajada me sacudía de arriba abajo y mil o dos mil o siete mil veces caí en aquel espeso mar, torpe y deleitoso a un tiempo, atroz y bello como jamás había conocido ni presentido. Cómo podía imaginar la extrema libertad y belleza del mundo. Miles y miles de carcajadas idénticas me apretaban, me ceñían y levantaban otra vez. Sentí que muchos brazos me ayudaban a incorporarme, que mesaban mis empapados cabellos, mi rostro, mi cuerpo entero. De improviso, sentía sobre mi piel infinidad de manos, como un estremecimiento oscuro y tan hondo como la hoja de un puñal hundido. Por primera vez, a través de la encendida espesura de los nuevos sentidos que desfallecían en el vaho del lagar, conocía el roce de la piel humana sobre mi propia piel. Y aquella piel sobre mi piel era el más exasperado de todos los fuegos y el más penetrante. Mis sentidos parecieron multiplicarse, desparramarse en innumerable lluvia sobre el mundo y sobre mí mismo, puesto que la tierra entera era mi piel y despertaba una tan avasalladora, casi aterradora conciencia de libertad sin límites, de absoluta y total libertad, que me creí sacudido como un trueno. Y él me derribó, izó, y obligó a llamar a mi único amigo Krim-Caballo, para que entrara en el lagar y sintiera conmigo, bajo sus pezuñas, el estallido de una sangre tan poderosa, riente y estremecedora. Hasta que me sacaron de allí, probablemente casi inerme. Luego, recuerdo tan sólo el balanceo de las ramas de una morera y unas manos frescas sobre mi frente.
El cielo de septiembre huía sobre mi cabeza; algo se llevaba. Algo que yo debía retener, sobre todas las cosas, algo recién descubierto y sin cuya posesión no me sentía capaz de continuar viviendo.
– Despierta -me decía una de las mujeres, zarandeando suavemente mi cabeza-. ¡Despierta!…
Entonces vi su rostro, inclinado sobre el mío. Su cabello oscuro, suelto y mojado, me rozaba. Tenía la frente abombada, casi redonda. Parecía una manzana.
Levanté la mano con cautela y la rocé. Ella dejó entonces de reír, e intentó incorporarme. La reconocí en aquel momento: era la mujer-niña del herrero. La había visto cien veces, y jamás había sospechado cuán tersa y brillante era su piel. Tenía ojos como granos de uva, menudos y brillantes, arrancados sin piedad a algún racimo tan maligno y dulce como el veneno del sueño, o la locura. al reírse, dos pequeños hoyos hendían las comisuras de su boca y tenía dientes pequeños, dientes de niño. Toda ella, en verdad, parecía un niño: hasta sus manos breves y ásperas, sucias de barro. Y vi que, en su boca, habían dejado un cerco azulado las moras, o el vino.