Por primera vez en mi vida mordí aquel veneno y me pareció que el cielo mojado y la enardecida tierra de las ya devastadas viñas, como en batalla mansa y traidora, levantábanse y lanzábanse en combate extraño, donde cabía todo el desasosiego y júbilo del mundo. Sobre el viejo terror, que se alejaba más y más junto a un dragón centelleante, crecían las aguas del Gran Río. Cerré los ojos y sentí la torpeza de mis manos y brazos, de mi cuerpo todo, sobre una cálida blandura que me traía el recuerdo y el aroma de una ceniza presentida, tal vez olvidada. De unos sarmientos perennemente rojos, crepitando sin descanso bajo la primera y más frágil corteza de aquella tierra que, hasta el momento, pisara tan ignorante. Había oído hablar de estas cosas a los soldados, pero no se parecían sus historias a la que me estaba sucediendo, ni a lo que luego sucedió, ni a las que otras muchas veces sucederían. En alguna pradera, oía galopar a mi caballo.
Tengo la certeza de que en aquella exaltación y desatado ensueño pasaron tres días. Sé que fueron tres, porque es lo que acostumbra a durar la fiesta de las uvas. Pero sobre mí pasó un tiempo distinto.
Al fin, como tras galope sin tino, desperté tendido en el suelo, más allá del río. Tenía la convicción de haberme caído del caballo, pero nada me dolía. Por contra, una gran calma, fresca y transparente, me bañaba. Cara al cielo de otoño, donde se alejaban rebaños de nubes y huían los pájaros, escuché y sentí el viento que balanceaba, a mis costados, la alta hierba de la pradera. Distinguí al fin la silueta de mi caballo, vi su belfo palpitante sobre las últimas flores de la estación: una suerte de lirios pequeños, de color aterido, que anunciaban el invierno. Krim-Caballo pastaba mansamente flores olvidadas, vestigios de un dominio que tocaba a su fin. Al verle me regresó una tristeza tan leve que pensé si aquello sería lo que las gentes llaman veneno de los días perdidos. Luego, un largo estremecimiento oscureció el aire, oí entrechocar de espadas y de lanzas, largos gritos a través de las dunas y el río, galopes de jinetes que huían, o que se aproximaban.
Todo sucedía en mí y en torno a mí: y continué así, inmóvil, fijos los ojos en el otoño alto y aún radiante que huía, sin retorno posible, hacia el invierno. Entonces, en mi memoria y en el aire mismo, creí reconocer el último mugido de aquel jabalí de pelaje dorado, vi fluir y avanzar por entre sus colmillos la muerte, rojo manantial. Y me ganó un placer tan hondo, y tan violento, que se nubló mi vista.
Días más tarde, mi padre me mandó llamar. Permanecía postrado por una ya incurable dolencia. Le encontré tendido en su lecho entre sus pieles, cubierto de llagas, junto a la cabra y las reliquias. Pero dueño de súbita lucidez en hora tan decisiva de mi vida:
– Hacia la primavera, apenas rompan los primeros brotes, irás al castillo del Barón Mohl -me dijo, con la última energía que le conocí-. Allí, seguirás el ejemplo de tus hermanos: pórtate como debes y tantas veces te he aconsejado, hasta que merezcas el honor de ser armado caballero. Después, tu vida está en tus manos. Y tu fortuna, en este mundo, sólo de ti depende.
Llegó el invierno. A veces veía a la mujer del herrero. Me bastaba salir al galope en dirección al bosque, o al río; ella acudía entonces a la vieja cabaña abandonada, donde solíamos reunirnos.
– Sólo tenía nueve años -me dijo un día, frente a las llamas, arrebujada junto a mí y estremecida por los aullidos que ya se percibían en la lejanía-. Vagaba por los caminos, huérfana y sin amparo… Él se casó conmigo, sólo para protegerme del hambre, de los lobos y del frío.
– Pero tuvisteis un hijo -le dije, con acritud. Pues con las últimas hojas de los árboles la espesa dulzura y la libertad y la alegría del lagar habían huido de mí. En cambio, una encrespada tristeza, el tedio y la inquietud maltrataban mi ánimo.
– Y murió -dijo ella, mansamente-. Murió en su misma cuna.
Como un rayo me vino entonces la vieja ira. Brutalmente, la golpeé en el rostro. Vi manar por entre sus labios de muchacha vagabunda un hilo delicado y rojo, pero tenebroso como el zumo de la mora.
– ¡Y mandasteis a la hoguera a dos inocentes…! -grité.
Ella restañaba la sangre con una punta de su manto.
– Yo no envié a la hoguera a nadie -murmuró-. ¡Yo no estuve allí, aquel día…!
En aquel instante su rostro se transformó ante mis ojos en la cabeza degollada de jabalí dorado, aquella que arrojé al barranco, con la sangre ya seca y negruzca entre los colmillos. El horror se adueñó de mí y caí en tierra, revolcándome y gritando.
Por vez primera añoré las manos huesudas de mi madre, metiendo mi cabeza en una tina de agua o abofeteándome. Creo que cuando al fin me quedé solo, derramé lágrimas por su muerte. O acaso por su vida y mi vida en aquel tiempo.
Pero aquélla fue la última vez que lloré.
Cedió el frío, y los primeros brotes en las veredas de los senderos y a la orilla de los manantiales anunciaron el retorno del tiempo cálido y brillante.
De nuevo, mi padre me llamó. Esta vez, para despedirme. Se le habían enconado las úlceras y supuraban un jugo amarillento y pestilente. Los jorobados que solían portarle restañaban aquella miseria, y se me hacía insoportable respirar el aire corrompido de la estancia. Me resultaba totalmente repulsivo aquel despojo humano que me llamaba hijo. Enflaquecido, la piel le colgaba en bolsas laceradas por sobre la carne y, como dormía desnudo, la visión de aquel cuerpo derrumbado entre apolilladas y mugrientas pieles parecía la extrema expresión de vejación humana.
Con tanta evidencia lo sentí que precisé un gran esfuerzo para no salir corriendo. Un crucifijo de madera sustituía ahora, en la maraña blanca de su pecho, al collar de oro que solía lucir en el cuello.
– Acércate para que pueda distinguir tu rostro -me dijo.
Cosa extraña, al obedecerle desapareció mi repugnancia y por primera vez me pareció descubrir nobleza y dignidad en su semblante.
De nuevo me recomendó, entonces, que fuera valiente, leal y honesto. Buen cristiano, defensor de la virtud y enemigo implacable del mal. Que venerara las reliquias y el ejemplo de San Arlón, nuestro protector; y (por decirlo de una vez, aunque él así no lo manifestara) que aspirase en esta vida a encarnar una imagen totalmente contraria a la suya propia.
Luego, pidió al herrero -cuyo nombre y vista me hicieron temblar, no sabía si de remordimiento o de odioque me entregase la espada, el escudo y la lanza que le había encargado. Y ordenó también que me dieran la mejor silla para Krim-Caballo, una que perteneció al más amado de sus potros capturado en la estepa.
Tomé todas estas cosas y besé la reliquia de San Arlón. Acerqué mis labios a la mano que mi padre me tendía de nuevo, y me sentí preso de un invencible vómito. Pero por fortuna su mano estaba raramente limpia. Después, aquella misma mano se tendió al vacío, como buscando algo. Y mansamente la vieja cabra colocó el cuello bajo su palma.
– Ve en paz, hijo mío -murmuró cerrando los ojos.
Mas al punto lanzó un aullido de irritado hastío.
– ¡Parte de una vez, pasmarote, y déjame dormir tranquilo…!
Así lo hice. Pero antes de salir, sentí en mi nuca unos ojos de fuego. Volví el rostro, y hallé las pupilas amarillas y redondas de la vieja cabra, dilatadas en una fría desesperación. En verdad, el recuerdo más perdurable que guardo de la casa de mi padre -el que me acompañó durante todo el viaje, hacia mi nuevo destino- fue la mirada pálida y fosforescente, casi humana, de aquel misterioso animal.
Mi padre había despilfarrado su poco lucida fortuna y en la ocasión de mi partida ni tan sólo pudo ofrecerme, como escolta, la compañía de un paje. Así pues, en soledad hice aquel trayecto y en soledad llegué al castillo del Barón Mohl. Pero antes de que esto sucediera me ocurrió algo, aunque insignificante en apariencia, que trastornó mi espíritu muy vivamente.
No era demasiado largo el camino, pero en tales días, aún reciente el hambre del invierno, multitud de vagabundos, ladrones, dudosas gentes de camino y malhechores salían de sus cuevas, como alimañas, en desquite de la miseria. De suerte que anduve con el ánimo alerta, dispuesto a defenderme de cualquier emboscada. Por primera vez vestía un traje digno de mi alcurnia -o así lo creía- y en un pequeño cofre portaba enseres y viandas que podían despertar la codicia de cualquier desesperado, a todas luces mucho más pobre que yo.
Tres días me llevó aquel viaje, siguiendo la ruta del Gran Río, hacia el norte. Y en el transcurso de la última noche -aunque evitaba cuanto podía echarme a dormir, para acelerar la llegada y evitar desagradables sorpresas nocturnas-, rendido de fatiga y sueño, desmonté y apañándome con la silla de montar, y una manta de piel un tanto apolillada, mas portadora de antiguos esplendores (por primera vez se contaba entre mis haberes algo semejante), me dispuse a dormir con un ojo abierto y otro cerrado. Busqué el abrigo de los árboles y, como no quería llamar la atención ni espabilar ojos posiblemente ávidos, a pesar de que las noches eran frías, me abstuve de prender fuego.
Todavía quedaban trozos de escarcha junto a los arroyos y nieve en los altozanos. Comí algo de pan y queso, y reservé la carne ahumada para mejor ocasión. Esta carne de ciervo, en verdad más dura que el cuero de mi montura, fue la primera y última que me llegó, directamente, de manos paternas.