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Al moverse Grey, rozó el cinturón de la bata de seda, y ésta se abrió traicioneramente, dejándola indefensa delante de los ojos de Grey. El extendió sus manos hacia ella, y la rodeó por la cintura estrechándola.

La miró a los ojos y le dijo:

– ¿Qué dices, Abbie?

– ¡Oh, venga, Grey! Nos lo hemos pasado bien, pero cada vez pasaba más tiempo fuera de casa. Necesitas más que eso. Te mereces más…

Terminó de hablar con un hilo de voz. Y supo que estaba a punto de traicionarse a sí misma. No quería que él se sintiera culpable. Quería que se fuera de su lado sin cargo de conciencia. Era el último regalo que le haría. Un regalo de amor.

– Yo… Lo siento, Grey. Simplemente no te amo ya.

– Mientes, Abbie -la miró fríamente.

– ¿Que miento? ¿Por qué? ¿Es que tu ego no puede soportarlo? Quería que las cosas fueran lo mas suaves posibles, pero si quieres que te diga la verdad…

No le salía la mentira.

– La verdad es que los periodistas somos como un clan. Usamos los mismos hoteles. Te encuentras con viejos amigos, tomas una copa con alguien… Bueno y a veces algo más que una copa. Y… simplemente, ocurren cosas.

– ¿Sí? ¿Y luego vas corriendo a casa y le dices a tu marido que quieres tener un niño, no?

Grey no le creía. Le había insinuado que a veces tenía aventuras en hoteles con cualquiera que andaba por allí. Pero no le había creído. Él estaba furioso con ella. Tenía ganas de matarla. Pero no le creía. Ella se alegraba por un lado, pero necesitaba que creyese sus mentiras.

– Pensé que si tenía un niño, si no tenía que irme fuera nuevamente, las cosas se arreglarían.

Hubo un silencio cortante.

Ella se atrevió entonces a mirarlo. En el rostro de Grey había una expresión de horror. Pero no había vuelta atrás.

– Luego cuando volví a la oficina…

Él la miró de una forma extraña y se apartó. Y ella comprendió que estaba a punto de lograr su objetivo. A punto de que él la odiase. Sería fácil a partir de ese momento.

Se acercó a él. Y le rodeó el cuello con sus brazos, y se apretó contra él.

– Pero el sexo contigo ha sido estupendo, Grey -murmuró, sintiendo pena en su interior-. Si quieres una última oportunidad, por los viejos tiempos…

Grey la apartó. En ese momento se oyó el clic del cerrojo de la puerta del cuarto de baño. Grey alzó la cabeza con curiosidad.

Ella se dio la vuelta y descubrió a Steve, que salía del baño con el pelo rubio mojado por la ducha, envuelto sólo en una toalla.

Grey la miró.

– Ya veo. Por lo visto he sido un estúpido -Grey le cerró la bata, y le ajustó el cinturón antes de apartarse de ella. Luego se acercó al hombre que acababa de salir del cuarto de baño.

– Abbie estaba intentando protegerte desesperadamente, ocultándose entre un montón de supuestos amantes, y haciendo lo imposible por librarse de mí. Si hubieras tardado dos segundos más, lo habría logrado.

Ella se horrorizó ante la idea, pero no dijo nada.

Steve no se movió.

– Venga, pégame -lo invitó Steve-. Ya me imagino los titulares: El hermano del ministro en el Motel Brown.

En ese momento Steve recibió un puñetazo en la barbilla que lo mandó nuevamente al cuarto de baño.

Entonces Grey le dijo:

– Que tengas un buen día.

Y se fue sin mirar a Abbie.

Ella se quedó inmóvil un momento, incapaz de decir o hacer nada.

El dolor de la pérdida era insoportable. Aunque ella hubiera hecho lo posible para que Grey se fuera. Pero el desgarro en su corazón era más terrible que cualquier dolor físico.

Sintió un zumbido, el latido de su sangre en los oídos, cada vez más fuerte, galopando cada vez más deprisa.

Entonces se desmayó.

Cuando abrió los ojos estaba mirando el techo. No sabía dónde estaba. Sintió un paño húmedo y frío en la frente, y entonces descubrió a Steve a su lado, mirándola.

– Te has desmayado, Abbie. Quédate quieta un momento.

De pronto comprendió.

– Por favor, no publiques esto en el periódico.

Steve no contestó.

– ¿Steve, lo harás por mí?

– ¿Por qué no? -luego dijo más calmado-. Después de lo que te ha hecho pensé que te darías el gusto de verlo…

– ¡Por favor! No podría soportarlo.

– Cualquier mujer en tu lugar habría aprovechado la más mínima posibilidad de vengarse del hombre que la traicionó. Y como guinda del pastel, metería al gobierno entero en un brete.

Ella negó con la cabeza.

– ¿No? ¿Por qué eres tan noble?

– Yo… No espero que me comprendas.

Steve se encogió de hombros.

– Tal vez comprenda más de lo que crees -se rascó la barbilla. Y luego se sentó al borde de la cama-. Debe haber sido una buena sorpresa encontrarme en tu habitación después de haber hecho semejante viaje para estar contigo. Es un poco raro, ¿no? Si tiene una esposa suplente…

Steve no iba a tranquilizarla. Ella podía imaginarse los motivos que habían llevado a Grey. Grey se estaría cubriendo. Era un modo de decir ante el juez, a la hora del divorcio, que había hecho todo lo posible para salvar su matrimonio. O tal vez realmente quisiera seguir como estaba antes, con dos mujeres. Pero no era posible.

– Será mejor que te cure esa herida -le dijo Abbie a Steve, poniéndose de pie abruptamente-. Siento haberte mezclado en esto -ella se sentó a su lado y le puso hielo en la herida.

– Sí. Bueno. Me está bien empleado por meterme en el cuarto de baño de otros, supongo. Los nudillos de Grey deben dolerle como a mí el mentón. Pero al menos te tengo a ti para los primeros auxilios. Puedes contar conmigo -Steve le puso el brazo alrededor de los hombros-. ¿Lo sabes, Abbie, no?

Abbie se quedó sorprendida. Luego se dio cuenta de que el tono de Steve parecía ofrecerle algo más que un hombro sobre el que llorar. Y no podía culparlo.

Era un hombre atractivo, y la mayoría de las mujeres habrían aceptado gustosamente el consuelo de sus brazos. Pero había habido un solo hombre en su vida.

Abbie se apartó del abrazo de Steve y se quedó de pie a una distancia segura de él. Luego lo miró.

– Lo siento, Steve. Pero me temo que es hora de que te vayas a tu habitación.

Steve se puso de pie y se encogió de hombros.

– Por supuesto. Tú has dicho que tenías una cita. Si no te encuentras bien, puedo reemplazarte si quieres.

– No, gracias. Será mejor que te quedes en tu habitación, con el hielo en la barbilla.

Capítulo 4

Polly abrió la puerta impetuosamente, tiró la mochila del colegio y preguntó:

– ¿Abbie?

– ¿Han llegado tus cosas?

– ¡Sí! -contestó.

Al ver las cajas de cartón en el estudio, Polly dijo:

– ¿Puedo ayudarte a deshacer las cajas?

Abbie miró lo que quedaba de su matrimonio.

– No merece la pena. Tendría que volver a hacerlas cuando encuentre un piso -dijo Abbie con poco entusiasmo.

– Pero eso puede llevarte meses -contestó Polly.

Polly era una chica de diecisiete años y decía las cosas muy directamente, tanto, que no era fácil aceptarlas, aunque tuviera razón.

– Espero que no. Yo… Bueno, estaré aquí mientras tus padres estén fuera.

Pero el término que había empleado la madre de Polly para referirse a Abbie había sido el de «canguro».

– Tu madre es una amiga muy querida, pero no me quedaré aquí de visita permanentemente.

– Bueno. Necesitarás tu ordenador -le señaló Polly-. Es lo que has dicho.

– ¿Sí?

La verdad era que no tenía ninguna gana de revolver entre las cosas que Grey le había enviado, y de las que él había hecho un minucioso inventario que le había hecho llegar por medio de su abogado.