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Abbie suspiró. Hacía seis meses que lo había abandonado. ¿Sería tiempo suficiente para curar las heridas de su corazón?

Ella se había inmerso en su trabajo, que le había llovido después del reportaje de Karachi. El trabajo la había ayudado a ir suavizando el dolor. Pero unas cajas habían bastado para que la herida se volviera a abrir profundamente.

Sintió ganas de llorar.

– ¿Abbie? -la voz de Polly parecía haber perdido su seguridad-. ¿Estás bien? No he querido molestarte…

– ¿Molestarme? -Abbie hizo un esfuerzo por tragarse las lágrimas. Y recogió la lista del contenido de las cajas, escrita con la letra de Grey. Sus libros, sus carpetas, su ropa; las figuritas chinas que habían sido regalo de cumpleaños, aniversarios, lunes aburridos, miércoles felices; cualquier excusa era buena para que Grey le comprase algo que sabía que a ella le gustaba. Cosas que ella amaba, cosas a las que temía enfrentarse. Todas cuidadosamente apuntadas.

– No, por supuesto que no me has molestado. Y tienes razón. Necesito el ordenador, y más ropa de invierno.

La decisión estaba tomada. Tenía que ser fácil. Su ordenador era una herramienta de trabajo. No debía mezclarla con lo emotivo. Pero cuando había empezado a trabajar con ordenador muchas veces había acudido a Grey para que la ayudase. Él se había inclinado sobre el aparato y había presionado alguna tecla mágica y todo había vuelto a su sitio. Él siempre había sabido cuales eran los botones mágicos. Le parecía incluso oírle reír…

– «Imprimir», está ahí, ¿ves? Es fácil -le decía en aquellos momentos.

Abbie tragó saliva. Tenía un nudo en la garganta.

– ¿Cuál es la caja de la ropa? -preguntó Polly mirando alrededor.

– Ésa.

Se alegraba de que Grey hubiera hecho una detallada lista de los contenidos. Así evitaría encontrarse con la sorpresa de algún recuerdo inesperado, que rompiera la coraza que se había construido alrededor.

Pero la vida no era así de previsible.

Polly levantó la tapa de una de las cajas y pudo entrever un álbum de fotos. ¿Lo había hecho a propósito? ¿Lo habría encontrado Emma y lo habría metido allí sin decírselo? Daba igual. El shock fue el mismo.

– Me encanta ver fotos de otra gente -dijo Polly, hojeándolo-. ¡Oh! ¡Estás fantástica en bikini, Abbie! ¿Dónde estás aquí?

– En las Maldivas -no necesitaba mirarla. Conocía muy bien el álbum. Se habían sacado fotos tontas el uno al otro con expresión de tontos porque eran tan felices…

– ¿Es éste tu marido? -preguntó Polly-. Se parece al padre de Jon.

– ¿Jon?

– Un chico que conozco. Su padre es un político. Debes conocerlo. Está siempre en la tele… -Polly se interrumpió al mirar a Abbie y descubrir sus lágrimas-. ¡Oh, Dios mío! -cerró el álbum-. No debí decir nada. ¿Quieres una taza de té? ¿O una copa? ¿Coñac? Mamá suele ofrecer eso cuando alguien está en estado de shock.

– Estoy bien, Polly -Abbie se secó las lagrimas con la palma de la mano-. Es que me tomó por sorpresa, simplemente.

Abbie se dirigió a la caja, y abrió deliberadamente el álbum.

– ¿Has dicho que tu amigo se llama Jon?

Abbie miró la foto de Grey entre palmeras y flores, en playas de arena blanca. Su poderoso cuerpo se veía en el agua transparente.

– Bueno, se llama Jonathan en realidad -contestó Polly-. ¡Jonathan Lockwood! ¡Dios mío! -se tapó la boca dramáticamente-. ¡Ése es tu apellido de casada!

El piso de Robert no estaba lejos de la casa de Polly. No era de extrañar que Polly y Jonathan fueran al mismo colegio.

– Éste es mi marido… El sobrino de Grey…

– ¿Grey? ¿Quieres decir que Grey es tu marido? Jon habla de él todo el rato. Hubo una discusión terrible cuando él se escapó del colegio en que estaba interno a principios de las Navidades, y Grey le dijo a su padre que ya era hora de que se ocupase de su familia antes que de su trabajo.

– ¿Sí? Bueno, tenía razón. Aunque demasiado tarde -Abbie la miró. ¿Y su madre?

– Viene a Londres a veces. Creo… ¿Cómo es?

– ¿Susan? -era una mujer que usaba el amor y la lealtad como armas de fuego-. No la he visto apenas -contestó, volviendo la página del álbum.

Grey le sonreía desde la foto otra vez.

Abbie acarició las cejas que tanto había amado. La boca que se curvaba en una sonrisa… El amarlo era un sentimiento tan intenso…

Pero todos los días debía enfrentarse a la verdad.

Cada día era más difícil de aguantar.

La imagen se empezaba a hacer borrosa.

Polly le puso una copa en la mano.

– Siéntate. Bébetelo lentamente -le dijo.

– Se supone que soy yo quien debe cuidarte, Polly -protestó Abbie mientras se sentaba en la silla.

– No hace falta que me cuiden. Mamá cree que soy un bebé, pero no es así.

– No -Abbie bebió un sorbo de coñac-. Pero si yo estoy aquí para echaros un ojo a ti y a la casa. Así tu madre puede ir a visitar a su nieto sin tener que preocuparse -miró a la hermosa adolescente, y trató de recordar cómo era estar a punto de ser una mujer.

Abbie recordó aquellos sentimientos intensos de la adolescencia, que unas veces te hacían sentir en el paraíso y otras en la desesperación más absoluta. Era una edad maravillosa, pero también muy peligrosa. Tal vez debiera tomarse más en serio su papel de niñera.

– ¿Sois Jon y tú… amigos íntimos? -le preguntó Abbie.

– No lo traería aquí si te molestara…

– Está bien, Polly. Pero no quisiera incomodarte. Adviértemelo, y me iré arriba.

– ¿Todavía lo amas, no? -Polly hizo un gesto hacia el álbum-. Me refiero a Grey. ¿Por qué os habéis separado?

Su madre no se lo había preguntado nunca. Margaret simplemente le había abierto los brazos y la puerta.

Pero los adolecentes eran distintos. Estaban ávidos de indagar en la vida sin miedo. No sabían que la vida podía depararles sorpresas desagradables. Pero sería mejor decirle la verdad a la chica.

– Tenía un lío, Polly. Pasa muy a menudo.

– ¿Un lío? Pero…

– Venga -la interrumpió Abbie-. Pensé que me ibas a ayudar a deshacer los bultos.

Sacó rápidamente uno de los paquetes de la caja y al hacerlo le llegó el olor a hojas secas y fogatas, y a partir de esa fragancia surgió el recuerdo de Grey y otros recuerdos del primer domingo que habían pasado juntos.

Ella había estado en una fiesta el sábado por la noche, pero se había marchado a casa temprano, con la excusa de un dolor de cabeza. No había podido dormir en toda la noche pensando en el hombre que la había mirado una sola vez, y que la había hecho prisionera de sus ojos marrones. Sólo un segundo, nada más. Y ella había sucumbido.

No la había vuelto a mirar. ¿Por qué lo habría hecho? Había llegado con una chica guapa, morena, que apenas le llegaba al hombro, el tipo de chica que le daba envidia a Abbie. Habían estado de paso en la fiesta, rumbo a no sé qué otro sitio. Pero aquel encuentro le había resultado muy turbador. De manera que había tenido que inventarse una excusa para irse a casa.

Después de aquella noche de insomnio, había oído el timbre de su puerta cuando apenas empezaba a salir el sol de otoño.

Se había levantado de mala gana de la cama, se había puesto la bata y había ido a abrir, esperando encontrar a algún vecino desesperado en busca de leche. Pero no era un vecino. Era él.

Se había quedado estupefacta.

– ¡Eres tan alta como pensaba!-dijo él, como si no pudiera creerlo.

– Uno setenta -dijo Abbie, quitándose algunos centímetros. No era el tipo de hombre a quien se pudiera engañar. Luego se retractó y dijo-: Uno setenta y tres…

– ¿Sólo tres? ¿No serán tres y medio? -le pregunto él, como si le hubiera leído el pensamiento. Y se rio.

Ella no lo contradijo. Tampoco se apartó cuando él le tocó la mejilla con la punta de los dedos.

– Mi nombre es Grey Lockwood. Soy abogado. Tengo treinta años, y jamás estuve casado. Hasta anoche no me había tentado la idea del matrimonio -entonces la miró detenidamente-. Pero me he pasado la noche entera pensando en besar cada milímetro de tu piel, Abigail Cartwright -dijo muy serio-. Y no podía esperar más.