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– ¡Bueno, no es lo mismo! -ella se dio la vuelta para mirarlo.

Se dio cuenta entonces de que él estaba sufriendo igual que ella.

El extendió la mano, y le acarició la mejilla. Luego le secó las lágrimas con el pulgar.

Luego le tomó la cara y se la alzó.

– No llores, Abbie, por favor -murmuro. Y le beso suavemente la frente-. Por favor, no llores.

Se quedaron quietos un momento. Luego Grey alargó la mano y dijo:

– Yo haré el café. Tú tienes frío.

– Sobreviviré -dijo ella.

– No hace falta que te hagas la fuerte conmigo, Abbie. Te conozco muy bien.

– ¿Sí? -lo desafió ella.

Pero se dio cuenta de que sí, la conocía bien. La pasada noche se lo había demostrado.

– Si quieres algo dulce para el café, ¿por qué no miras a ver si los jóvenes amantes nos han dejado galletas? -dijo ella, cambiando de tema.

Volvió al fregadero, consciente de que él se había quedado mirándola.

– Pensaron en todo. Bourbon y… -dijo él desde lejos.

Ella lo oyó masticar algo crujiente al acercarse.

– Mmm… Almendras saladas. Me pregunto cuál de los dos amantes habrá hecho la compra.

– Probablemente Jon -dijo ella-. Polly no tuvo tiempo. ¿Por qué?

– Lo digo porque quienquiera que haya ido al supermercado se ocupó de traer nuestras galletas favoritas.

Abbie miró por la ventana.

– Me da la impresión de que está mejorando el tiempo. Por lo menos se ve el granero.

Grey estaba sentado frente al fuego, medio dormido después del almuerzo. En ese momento alzó la cabeza.

– ¿Sí? En ese caso será mejor que vaya a buscar más leña -se estiró y se puso de pie.

– Te ayudaré -se ofreció ella.

– Puedo solo.

– Se hará de noche pronto. Cuanto más rápido trabajemos, mejor.

Él dudó un instante. Luego se encogió de hombros y dijo:

– Venga, vamos, entonces. Pero abrígate bien.

Minutos después atravesaron los terrenos, con la nieve hasta las rodillas, hasta el granero.

– ¿Por qué no intentas sintonizar el parte meteorológico en la radio? -sugirió Abbie.

– Es demasiado temprano -dijo Grey, mirando su reloj. De todos modos, ya sabemos lo que pasa con el tiempo. Lo importante es acumular combustible.

No podía discutírselo.

Volvieron a la cabaña con los brazos cargados de leña. Hicieron varios viajes.

– Quédate aquí. Abbie -le dijo Grey al volver del granero una de las veces-. Ya has hecho bastante.

– Puedo ir tantas veces como tú.

– Hazme caso.

Grey fue varias veces más. Estaba blanco como la cera.

– Grey, creo que ya basta -le dijo ella cuando lo vio descargar la leña.

Pero él no le hizo caso y volvió a salir. Después de acomodar toda la leña a lo largo de la pared, Grey no había vuelto aún.

Ella abrió la puerta. Estaba todo en silencio. Y había más viento. Pero hubo un ruido que la alertó.

– ¿Grey?

El ruido llegó desde los campos detrás del granero.

¿Qué diablos estaría haciendo?

– ¿Grey? -volvió a preguntar al oír nuevamente el ruido.

Sin detenerse a pensar se adentró en la nieve y fue hacia el lugar de donde provenían los ruidos.

No pudo abrir el portón que separaba las parcelas, y no se molestó en intentarlo. Trepó y pasó al otro lado. El ruido estaba más cerca y era más fuerte. Era un grito extremo y vacilante. De pronto se dio cuenta de qué se trataba. Abbie comenzó a cavar en la nieve con las manos.

– ¡Grey! -gritó ella sin comprender por qué él no le respondía-. Hay una oveja enterrada aquí. ¿Dónde estás? -gritó ella.

– ¡Abbie! ¡Estoy aquí, en el campo!

Ella por fin vio la linterna cuando él se acercó al portón.

– Ten cuidado. Es más profundo de lo que…

Pero fue tarde. Él se cayó y juro con rabia.

– ¿Qué diablos…? -comenzó a decir Grey, y se interrumpió al ver la cabeza de la oveja con la linterna.

– ¿Está viva?

– Eso parece. Abre el portón. No podremos sacarla desde aquí -dijo Abbie.

Grey comenzó a manipular el portón metálico congelado, hasta que pudo aflojar la cerradura y abrirla.

Entonces le dio la linterna a Abbie, y sacó a la pobre criatura congelada del hoyo de nieve y la llevó al granero.

– ¿Qué podemos hacer para ayudarla?

– Frotarla con paja. Secarla.

– ¡Pobrecita! -dijo ella, tomando paja y frotándole la espalda a la oveja.

– Está peor de lo que creíamos. Está a punto de parir.

– ¿Cómo lo sabes? -Abbie lo miró asombrada.

– Tiene encogidas las patas de atrás, y la cabeza inclinada hacia adelante -Grey hurgó en sus bolsillos, buscando la llave del coche, y se las dio-. Enciende las luces para que pueda ver mejor.

– ¿Qué vas a hacer? -le preguntó ella al ver que él se estaba quitando el abrigo y el jersey, y se estaba arremangando la camisa.

– Con suerte lo hará todo ella.

Las luces distorsionaban la figura del animal proyectando sombras sobre ella. Abbie y Grey esperaron, echando humo de sus bocas al respirar.

El cordero salió con facilidad, con escasa ayuda de Grey.

– ¿Cómo sabes lo de la oveja? -le preguntó Abbie, mientras frotaba el pequeño cuerpo con paja, le limpiaba la boca, y se aseguraba de que respiraba bien.

– Hubo un tiempo en que Robert andaba siempre entre las ovejas. Él quería ser granjero. Y yo, a esa edad, seguía a Robert a cualquier sitio que fuera.

– ¿Robert, granjero? -la imagen de Robert, el político, inclinado sobre la paja, le chocaba más que la de Grey frotando la barriga de la pobre oveja.

– Va a tener otro. Necesitaré ayuda.

– ¿Qué tenemos que hacer?

– Tirar de él, si podemos.

– Dime, ¿qué tengo que hacer?

– Nada. Quiero que mantengas a éste caliente -le dijo él, entregándole al cordero-. Por favor, vete -agregó, intuyendo la protesta de Abbie.

– De acuerdo -ella tomó la pequeña criatura, y la puso debajo de su abrigo, y fue a refugiarse a la cabaña.

Luego volvió Grey con el segundo cordero.

– ¿Grey, y la oveja? ¿Dónde está? ¿No quiere sus corderos?

– La oveja esté muerta. Supongo que la mató el cansancio.

Él sabía que eso ocurriría. Por eso la había enviado con el cordero a la cabaña.

– ¡Grey, lo siento!

– Podrías haber sido tú, deambulando durante la noche como ella. Creí que habías aprendido la lección…

– Oí un ruido, y pensé… Pensé que eras tú. Que te habías caído… -su voz se interrumpió al ver los ojos de Grey, que parecían adivinar sus pensamientos. Luego continuó:

– ¿Dónde estabas tú, de todos modos? Te llamaba y te llamaba…

– Estaba en el granero, tratando de sintonizar la radio -dijo él más amablemente-. Al parecer se acaba la tormenta. Un frente cálido viene del oeste -abrió la puerta, y luego se dio la vuelta-. Si todavía quieres hacer algo, Abbie, puedes prepararme una copa. Hay coñac en el armario -dijo antes de volver a salir.

Abbie le sirvió una generosa medida. Grey no tardó en volver, y fue a lavarse las manos en el fregadero.

– Deberías tomar algo tú también -le dijo él cuando ella le dio el vaso. Luego buscó otro vaso, sirvió coñac y se lo dio.

– Hay un buen vino aquí -le dijo ella-. ¿Lo habrá comprado Jon también? Tú no solías dejar alcohol aquí.

– Debe de haber sido él. Aunque me parece que proviene de la bodega de su padre, ahora que lo veo… No es de supermercado. Parece que pensó que si no emborrachaba a la chica… Aunque tu Polly no da la impresión de ser la pobre víctima de Jon.

– No es «mi» Polly. De hecho, juraría que la idea del coñac ha sido suya. Según ella, es un buen tratamiento para los shocks.

– ¿Sí? Me pregunto cuántos pacientes habrán sobrevivido a él -dijo él asombrado.

– Probablemente yo fui la primera.

– ¿Tratamiento para el shock, has dicho? Y… ¿Quién habrá pensado Polly que lo necesitaría más? -dijo él cínicamente.

Ella reprimió una risa toma. Pero no le fue fácil. Entonces, cuando ya no pudo evitar que los labios se curvaran, explotó en una risa franca y fresca.

Ella quiso taparla, pero hacía tanto que no se reía…

– ¡No te rías, Grey!

Pero era demasiado tarde. Grey se rio con todas sus fuerzas.

– ¡Shock! ¡Le voy a dar un shock cuando la pille!-dijo él. Pero se siguió riendo-. Lo siente, no es gracioso realmente, pero…

Ella se agitó en una risa interminable, y se apoyó sobre su hombro.

Después de un rato, por fin pudo dejar de reírse.

– ¡Oh, mira, pobrecitos! -dijo Abbie al ver que uno de los dos corderos intentaba ponerse de pie. Al levantar la cabeza descubrió que estaba a escasos centímetros de Grey, su boca muy cerca de la de él.

– Hacía mucho que no me reía. Pensé que ya no me acordaba de cómo era -dijo él.

– A mí me pasa lo mismo.

Hasta ese momento ella no se había dado cuenta de Io infeliz que era. Al darse cuenta de lo fácil que le sería rendirse a él, se apartó y se dio vuelta hacia los corderitos.

– ¡Qué vamos a hacer para alimentarlos? ¿Pueden beber leche de vaca?

– No lo sé. Hugh usa una leche especial para los corderos huérfanos -él alzó la vista-. Ya sabes, como la leche que se les da a les bebés.

Ella lo sabía.

– Tendremos que llevarles a la granja. Si nos metemos a los corderitos debajo de les abrigos. -dijo ella.

– Está muy lejos para que vayas andando. Yo les llevaré. Quédate aquí.

– ¿Y quedarme preocupada por ti?

– ¿Y por qué te ibas a preocupar?

– Yo… Me preocuparía por cualquiera que saliera con este tiempo. Es mejor que vayamos los dos.

Prefería no quedarse en la cabaña, donde todo estaba teñido de sus recuerdos.

– Me parece que no deberías arriesgarte. Ya has estado a punto de congelarte una vez…

– Bueno, tú me curaste muy bien. Podrías volver a hacerlo…

Él la miró serio. Ella se dio cuenta entonces de que estaba más delgado.

– Yo encontré a esa oveja, Grey. No voy a dejar que sus corderitos se mueran porque se me vayan a enfriar los pies.

– ¿Aunque terminen en el plato de alguien como chuletas? -le dijo Grey.

Abbie se quedó mirando los corderitos. El primero que había nacido levantó la cabecita. Al pensar en el almuerzo Abbie se acordó de Polly.

– ¡Oh, Polly! ¿Eres capaz de pensar…?

– ¿Qué?

– ¿Que compró una oveja? Ella está entrando en una fase vegetariana. O al menos estaba ayer. Su madre dice que enseguida se les pasa.

Él frunció el ceño al verla tambalearse. Y exclamó al ver su copa:

– Pero si… ¡Maldita sea! -él tomó la copa de coñac que había en la mesa y lo llevo a los labios de ella-. Bebe. Un solo trago. No más.

Ella obedeció, porque era más fácil que discutir con él.

– Lo siento -dijo ella-. Últimamente tengo cierta tendencia a desmayarme por nada… -dijo ella.

– ¿Sí? -él le rodeó los hombros firmemente-. ¿Por qué? ¿Qué te pasa? -parecía preocupado.

– Nada. Déjame. -dijo ella, bajando la mirada-. Estoy bien.

– No se te ve muy bien. Estás más delgada. Tienes las mejillas hundidas. -él dejo el vaso-. ¡Qué estúpido soy! Debí imaginármelo. Es lo que querías, después de todo…

– ¿Lo que yo quería?

– Estás embarazada, ¿no?