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Grey estaba imperturbable.

– Por favor, háblame, Grey.

– ¿Qué quieres que te diga, Abbie? Pensé que tenías un amante. Tú te has esforzado para que me lo creyese, si no recuerdo mal. Incluso te molestaste en que saliera un hombre desnudo de tu cuarto de baño para probarlo.

– Quería que tú fueras libre…

– Ahora tengo que enfrentarme al hecho de que este canalla te dijera que me había visto con otra mujer. Tú creíste que yo te estaba engañando. Tres años de respeto, confianza y amor, se van por la borda, ¿y yo no tengo ni la oportunidad de defenderme? ¿Tienes idea de lo que se siente frente a eso?

Él se apartó, y se quedó mirando las llamas de la chimenea.

Ella comprendía que él quisiera hacerle daño. Se sentía dolido. Pero mientras él había estado jugando con fuego para mantener alejada a la prensa de Robert, ella había sufrido también.

– ¿Eso es lo que piensas, Grey? -le preguntó desde la puerta de la cocina-. ¿Crees que yo he creído que me estabas siendo infiel simplemente por lo que me dijo Steve? Reconozco que influyó, pero luego me dije, venga Abbie, se trata de Grey. Puede ser que haya estado un poco ausente últimamente, y que no haya querido discutir acerca de nuestro futuro, pero es un hombre honesto y sincero. Si estuviera con otra persona te lo habría dicho. Él nunca te engañaría.

– ¿Y entonces, por qué?

– Porque te vi. Con mis propios ojos. Fui a tu oficina para almorzar contigo y cuando bajé del taxi te vi caminando. Estabas muy lejos para gritarte, pero vi que te dirigías al parque, así que te seguí. No para espiarte, simplemente para alcanzarte y estar un rato contigo.

Ella respiró hondo.

– ¿Y sabes qué vi entonces?

Grey se puso blanco.

– Te vi rodeando a esa mujer con tus brazos, y luego inclinarte y tocar… -se le hizo un nudo en la garganta-. Te vi tocar al bebé. Tan tiernamente. Tan amorosamente. Tú habías dejado claro que no querías tener un hijo conmigo, y de pronto, con aquella escena, empecé a comprender.

– ¡No es posible! -él se puso erguido-. ¡Dios santo! ¿No te dejé claro por qué prefería que esperásemos?

– Matthew es igual que cuando eras pequeño.

– Es igual que Robert también -él achicó los ojos-. ¿Y tu cómo sabes eso? ¿Te acercaste al cochecito?

– Las mujeres suelen mirar a los bebés. Miran los cochecitos, conversan en los parques, le cuentan a los extraños todos sus problemas. Ella no sabía quién era yo.

– ¿Hablaste con Emma?

– Sí -le dolía recordar aquel día todavía-. Después de que tú te fuiste quería salir corriendo, y hacer como si no hubiera visto nada. ¡Fue tan horrible!

– ¿Y no pudiste hacerlo?

– Emma era tan dulce, tan abierta. Demasiado confiada quizás, dada su situación. Supongo que se sintió segura simplemente porque yo era otra mujer, una perfecta desconocida. O quizás fuera porque había tenido que callarse tanto tiempo, y yo di en la tecla justa -ella se encogió de hombros-. Por lo que sea, me lo contó todo. Que su amante era abogado y que un divorcio destruiría su carrera…

– ¡Dios mío! Abbie, los abogados divorciados son muchos actualmente, como en otras profesiones.

– Lo sé. Y Robert es abogado también -dijo ella suspirando-. Pero hace tanto que no ejerce que no se me ocurrió que podía ser él. En lo único que podía pensar era en el pobre Henry.

– ¿En Henry? Pero eso fue distinto. Él se lió con una cliente. Él causó el divorcio, ¡por el amor de Dios!-hizo una pausa-. ¿Pensaste que Emma era cliente mía?

– Llevaba la marea de un anillo en el dedo. Era posible.

– Se me olvida a veces que eres periodista además de fotógrafa. Abbie.

– No tanto, por lo que veo. Por eso no me lo contaste, ¿no? ¿Crees que antepongo mi profesión a mi familia, no?

– No, por supuesto que no -dijo él impacientemente. Luego se acercó a ella, y le tomó las manos-. Simplemente intentaba protegerte, Abbie.

Sus manos habían estado junto al fuego, y estaban calientes contra sus dedos fríos. Ella lo miró a los ojos.

– ¿Protegerme? -él le había dicho eso en algún momento, y ahora lo comprendía.

– De los tipos como Steve Morley, que es tan bueno como tú en eso de dar en la tecla. Y bastante menos escrupuloso también.

– Ya veo. El problema, amor mío, es que mientras tú estabas intentando convencer al resto del mundo de que eras tú quien tenía un lío con Emma Harper, me convenciste también a mí.

– Jamás se me ocurrió que pudieras llegar a esas conclusiones sin darme ni siquiera la oportunidad de explicarte la situación. Además, como tú estabas fuera tanto tiempo…

– ¿Creías que no importaba, no?

– Por supuesto que importaba -dijo él-. Pero ya ves a qué extremos estaba dispuesto a llegar Steve Morley. Si él hubiera sospechado que tú sabías qué estaba pasando, no te habría dejado en paz. Supongo que fue él quien te contó lo de la cuenta de ahorro de Matthew, ¿no?

– No, él no me habló nunca de ello. Me dijo que te había visto, y que habías vendido el Degas, nada más.

– ¿Entonces, cómo te enteraste?

– Incluso después de hablar con Emma, y de ver a Matthew, intenté convencerme de que no podía ser cierto. Que tenía que haber explicaciones. Pero tenía que saberlo, Grey. Así que volví a casa y revisé los comprobantes de la tarjeta de crédito, y allí estaba todo. Los viajes a Gales cuando yo estaba fuera. Y en cuanto al día que tú me dijiste que te habías ido a Manchester, había una factura de gasolina de la carretera que va a Gales. Es extraño, pero yo sabía que tú no me estabas diciendo la verdad, aunque no comprendía por qué. Y el mentir es algo tan raro en ti, que lo dejé pasar.

– Es la única mentira que te he dicho.

– Supongo que fue poco oportuna mi llegada de improviso. Supongo que de no haber sido por eso ni siquiera me hubiera enterado de que habías estado fuera, ¿no?

Él no dijo nada, y de ese modo contestó a su pregunta.

– Las mentiras indirectas son tan nocivas como las directas.

– Sí, creo que sí. Yo estaba intentando hacer lo mejor para todos -dijo él.

Ella quitó las manos de entre las suyas, tembló y fue hacia el fuego.

– Vi la carta del banco. Pensé que era un poco insensato de tu parte dejarla por allí.

– Lo hice a propósito. Pensé que podía filtrarse esa información, y que de ese modo darían por finalizada la investigación sobre mi hermano, hasta que Robert pudiera arreglar sus asuntos y dejar el gobierno sin que hubiera un escándalo.

– Bueno, Robert tuvo suerte.

– Él sólo aspiraba a ser granjero. Pero él sabía que mi padre esperaba que él se hiciera cargo de su empresa. Luego apareció Susan, y ella tuvo planes más ambiciosos para él. Estaba decidida a que Robert fuera Primer Ministro a los cincuenta años.

– ¿Y qué pasa con Susan? No va a dejar que Robert dimita tranquilamente y se divorcie de ella, ¿no?

– Bueno, sí. Ella proviene de una familia en la que los hombres hacen cosas y las mujeres sirven el té. Ella pensaba que así debería ser. Pero yo la convencí de que no. Ella está decidida a presentarse a las próximas elecciones. La política fue siempre su ambición, Abbie. Fue la frustración de ver a Robert haciendo cosas que ella sabía que podía hacer también, tal vez mejor, incluso, que él, lo que la hizo volverse loca de celos. Pero ha cambiado mucho.

– Me alegro. Me alegro mucho de que todo se solucionase del mejor modo posible para todos -ella se giró abruptamente y le dijo-: Y si ahora me disculpas, voy a preparar el almuerzo.

– El almuerzo puede esperar, Abbie -él le puso las manos en los hombros-. ¡Oh, estas llorando! -le dijo. Luego la hizo darse la vuelta-. No deberías estar llorando -la acercó contra su cuerpo, de tal modo que sus lágrimas le humedecieron el suéter. Luego le levantó la barbilla y la obligó a mirarlo. La expresión de Abbie era terriblemente seria-. Ya ha terminado todo, Abbie. Lo sabes, ¿no?