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Eso era lo que ella había pensado hacía seis meses.

Había creído entonces que lo había perdido. Pero no había sido así. Ella en realidad lo había alejado de su vida.

– No te tuve la suficiente confianza. Te herí… -dijo ella, y trató de soltarse, pero él no la dejó, y le secó las lágrimas con los dedos.

– ¿Herirme? -murmuró él dulcemente-. No creí que se pudiera sufrir tanto y seguir vivo.

– ¿Y crees que no lo sé? -ella conocía muy bien ese dolor-. Lo siento, Grey. No sé que más decirte.

– Las palabras no alcanzan, Abbie.

Ella se desanimó.

– Pero siempre puedes intentarlo con un beso. Haz la prueba.

Ella vio el brillo en los ojos de Grey.

– Yo… Hay mucho que besar. No sabría por dónde empezar, Grey.

– Entonces déjame que te enseñe -él le dio un beso en la cabeza y luego en la frente-.¿Ves? Empiezas por arriba y luego… vas bajando.

Su boca fue besando sus mejillas, luego el cuello, el delicioso huequecillo debajo del mentón. Y de pronto ya no fue un juego aquello. Los labios de Grey buscaron los suyos. Y ella se aflojó toda.

– Te amo tanto, Abbie -murmuró Grey en un tono ronco-. Tanto… Y entonces la besó dulcemente, ansiosamente, diciéndole que se había acabado la pesadilla. Después de un momento, él levantó la cabeza y le dijo:

– ¿Por qué no lo intentas tú ahora, amor mío?

Era su amor. Sí, él era suyo.

Ella entonces se puso de puntillas, y haciendo un esfuerzo por llegar a su frente, le dijo:

– No llego.

– ¿No? -le sonrió él con picardía. Pero se quedó inmóvil, sin ayudarla, sin agacharse.

– Me temo que… -empezó a decir, y él esperó a que siguiera-. Me temo que vas a tener que echarte.

Él la miró nuevamente con una sonrisa pícara.

– ¿Abbie?

– ¿Qué?

– ¿Vas a ser amable conmigo?

– No cuentes con ello, Grey Lockwood.

Pero la amenaza desapareció cuando él la levantó en brazos y la llevó arriba.

– ¿Abbie? -ella se dio la vuelita soñolienta en la cama-. Te amo. No sé cómo decirte lo mucho que te amo.

Ella abrió los ojos; estaba acurrucada debajo del hombro de Grey.

– Le pegaste a Steve Morley en la barbilla por mí. Eso demuestra que me amas. Si un canalla como Steve pudo demostrar que me amabas, ¿por qué yo no te sirvo para demostrármelo?

– No comprendo todavía cómo no me dijiste algo. Muchas mujeres hubieran matado a sus maridos en tu lugar… -él la apretó contra sí-. Pero tú fuiste capaz de guardar la calma.

– ¡Oh, no! Quería hacerte daño, Grey. Pensé en aplastar a tu familia con titulares en las revistas de chismes. Pero justo llamó Susan, y al escucharla fue como escuchar el eco de mi voz. Eran palabras llenas de odio -él la miró-, sé que yo tuve un poco de culpa en todo esto. No estaba nunca en casa. Siempre andaba por ahí buscando el reportaje perfecto, el que me haría famosa. Y pensé que tú habrías buscado a alguien para sustituirme. Una delicada mujercita que hiciera el trabajo de esposa a tiempo parcial.

El juró suavemente.

– No lo dije en serio, tonta. Amo cada centímetro de ti.

– ¿Sí?

– Tu uno setenta y tres y medio -le aseguró él.

– ¡Setenta! -ella lo amenazó con un puñetazo-. Rata -murmuró.

Pero cuando él precedió a besar cada uno de sus centímetros para demostrárselo, ya no pudo continuar discutiendo.

– Pensé que si te dejaba en libertad podías hacer una nueva vida al margen de mí. Sin complicaciones, sin culpas.

– ¿Realmente has hecho eso por mí? ¡Oh, cariño, Abbie, no me extraña que Steve Morley no creyera que me habías dejado de amar!. El sacrificio es el sentimiento más puro que existe. Dudo que él lo conozca.

Abbie estaba preparando el desayuno cuando oyeron un ruido en la puerta.

– Adelante -dijo Abbie, esperando ver a Hugh.

Pero era el cartero que metió la cabeza por la puerta.

– ¿Es esto suyo? -le preguntó, mostrando un bolso-. Lo encontré en el campo, lleno de nieve.

– ¡Oh, sí! Gracias por traérmelo hasta aquí.

– Tenía que venir, de todos modos. Tengo una carta para usted. Siento la tardanza. Debí traerla el martes, pero las carreteras estaban cerradas todavía.

Era una carta con fecha del lunes y con la dirección del señor y la señora Lockwood.

– ¿Cómo está todo allí fuera?

– Transitable. Aunque creo que alguien terminó en la cuneta.

– ¡Oh, ésa fui yo! Pero no me pasó nada, excepto a mi coche. Si usted va al pueblo, ¿podría conseguir que alguien venga a buscarlo y que se lo lleve a un taller?

El cartero, acostumbrado a que le pidieran favores extraños de los lugares más aislados de la zona, le aseguró que lo haría.

– ¿Qué es eso?

– Una carta. De Jon y Polly.

Grey bajó las escaleras.

– ¡Oh, los amantes fugados! Me había olvidado de ellos. ¿Qué dicen?

Ella abrió la carta y comenzó a leer:

Queridos Abbie y Grey (espero que no te importe que te llame así, pero Querida Abbie y señor Lockwood sonaba fatal).

Jon y yo hemos decidido que ya que ninguno de vosotros es feliz; viviendo separados, nosotros tendríamos que hacer algo para solucionar vuestros problemas. Sé que crees que Grey tenía una amante, Abbie, pero Jon dice que no es así…

– ¿Y cómo lo sabe Jon? -se preguntó Grey, deslizando sus manos por la cintura de ella, apretándola más.

– Shh -lo acalló ella, y siguió leyendo:

…Y como parece ser que habéis sido tan felices en Ty Baeh pensamos que era el mejor sitio en donde podíais estar…

Abbie se rio.

Hablad entre vosotros, tomaos el tiempo que necesitéis. Yo estoy en casa de Jennie Blake y Jon se ha ido a pasar el resto del curso con su madre, así que, lamentablemente, esta vez no hay pasión, y no necesitas preocuparte por nosotros dos. Con cariño, Polly y Jon.

– «Hablad entre vosotros…». Tienes razón, Abbie. Es una lianta muy inteligente -dijo Grey.

– Mmmm… Tendrá que serlo para explicarle a su madre cómo llegó su coche hasta aquí y tuve un accidente con él.

– Seguro que sabrá hacerlo.

– Cuanto antes lo haga, mejor. Dijo el cartero que las carreteras ya están transitables.

– ¿Tienes prisa en irte, no? ¿Algún trabajo que te espera? -dijo él con un tono apenas tenso.

Ella le acarició el cuello.

– No, amor. No hay nada en el mundo que no pueda esperar.

– Entonces no creo que tengamos que salir corriendo. Déjalo para dentro de uno o dos días -él comenzó a besarla.

– ¡Grey! ¡Se está quemando el beicon!

Sin pensar en lo que estaba haciendo, él alargó la mano y quitó la sartén del fuego.

Margaret, bronceada por el sol, murmuró:

– ¿Por qué diablos no me lo dijiste, Abbie? Habría venido antes… -sonrió al ver a Grey cerrando el maletero-. ¡Es muy apuesto! Y tú estás estupenda también. ¿Cómo ocurrió?

– Pregúntale a Polly -le dijo riendo-. Ella tiene muchas cosas que contarte.

Margaret se volvió a su hija, frunciendo el ceño al ver en el cuello de Polly la cadena que Grey le había regalado por hacer de Cupido.

– ¿Ha sido mucha molestia? -preguntó Margaret ansiosa.

– No. Ha sido maravillosa. Puede venir y quedarse con nosotros siempre que quiera -Abbie abrazó a Polly y se miraron con una sonrisa de complicidad en los labios-. Eehhh… Ella te explicará por qué tienes un nuevo coche.

– ¿Qué?

Mientras Margaret abría asombrada el garaje y exclamaba al ver el coche nuevo, Abbie se sentó en el asiento del copiloto.

– ¿Lista para ir a casa? -le preguntó él.

– No veo la hora. Tengo un trabajo esperándome.