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¿El Degas? ¿Lo había vendido?

A pesar de que Steve Morley había hecho el comentario como por casualidad, ella se daba cuenta de que había querido tomarla por sorpresa, y que esperaba la contestación de alguien desprevenido. Si Steve tenia la sospecha de que la familia Lockwood estaba pasando algún tipo de problema económico, seguramente querría saberlo. Y probablemente sería el motivo de que la hubiera invitado a almorzar.

– Normalmente no cubres las noticias del mercado del arte, ¿no, Steve? -pregunto ella, aparentemente sorprendida-. ¿Quiero decir, no te interesa…?

Él se rio con picardía. Sabía que ella lo había descubierto.

– Yo cubro todo lo que tenga que ver con el nombre Lockwood, y si estás en apuros económicos, eso tiene que ver con Robert… Abbie, siempre estoy interesado en las actividades del hermano Robert y su entorno.

– Pensé que teníamos un acuerdo: Yo sigo trabajando contigo siempre que no me preguntes nada sobre Robert.

Steve se encogió de hombros.

– No me parece un delito recordarte que estoy dispuesto en cualquier momento a que cambies de parecer.

– Olvídalo. Y olvídate de Atlanta. No voy a volver a aceptar trabajos en el extranjero por un tiempo.

– ¿Tienes problemas con tu señor?

Había dado en el blanco. Y conocía demasiado a Steve como para engañarlo.

– Hasta el matrimonio más perfecto necesita que se lo cuide, Steve.

– No te lo discuto. Ya quisiera yo que mi mujer hubiera sido tan cuidadosa -dijo él-. Y si tiene algo que ver la hermosa pieza con la que lo vi almorzando la semana pasada, me atrevería a decir que has reaccionado rápido.

– ¿Hermosa pieza? -sonrió ella fríamente.

– Por lo que acabas de decir, pensé que lo sabías, o que sospechabas algo…

– ¿Sospechar? -Abbie se quedó en estado de shock.

Pero luego pensó que si su marido había estado almorzando con una mujer, tenía que haber alguna explicación racional para ello.

– ¡Oh, Steve! ¿De verdad? -dijo ella con una risa incrédula. Quería demostrarle lo ridículo de su sospecha.

Pero sabía que necesitaría algo más para convencerlo de su error. Lo tomó las manos entre las suyas y le dijo solemnemente, mirándolo a los ojos:

– ¿Quieres que te diga algo que se me acaba de ocurrir? Que… Me preguntaba qué diría Grey si alguien le dijera que me ha visto almorzando en L’Escargot con uno de los hombres mas apuestos de Londres -Abbie se inclinó y le dio un beso suave en los labios. Luego le soltó la mano.

Era un reproche. Un amable reproche.

– ¡Ah! Comprendo. Supongo que pensé eso de tu marido porque tú estabas fuera… Una mala costumbre. Lo único que me justifica es que empecé la carrera escribiendo una columna de cotilleos…

– Es una mala costumbre que va a costarte el postre más caro que haya en este restaurante.

– Sí, señora -dijo él, llamando al camarero.

Pero en realidad las fresas no tenían gusto a nada, aunque ella hizo el esfuerzo de comérselas todas.

Cuando Steve la dejó en casa, ella decidió no entrar inmediatamente. Prefirió caminar un rato por un parque al que acudían señoras de mediana edad para pasear a sus perros, y numerosas niñeras, que podían ser identificadas simplemente por su juventud y los cochecitos caros que llevaban bajo el sol.

¿Estaría en lo cierto ella?

Si Grey hubiera conoideo a otra mujer, se lo habría dicho. No podría haber hecho el amor con ella de ese modo si hubiera conocido a otra, ¿no? Aunque nunca le había hecho el amor de una manera tan desesperada, con tanta hambre. Y luego se había ido por la mañana sin dedicarle siquiera una mirada…

Era ridículo, pensó. Ella estaría herida por la discusión que habían tenido. Pero mientras se sentaba bajo los rayos del sol, se preguntaba por qué necesitaba tanto convencerse de que él la amaba. Ellos eran la pareja perfecta. Los amigos siempre les habían tomado el pelo por irse los primeros de una fiesta; siempre los habían envidiado por la libertad que se otorgaban el uno al otro, y por la confianza y la transparencia de su relación.

¿Pero era tan perfecto realmente? El que Grey la apoyara en el desarrollo de una profesión que la alejaba muchas veces del hogar, siempre había supuesto para ella la prueba de su amor y de la confianza que le tenía. Siempre había despreciado los comentarios de algunas amigas suyas que le dejan que a un marido tan atractivo como el suyo no se atreverían a dejarlo solo más de cinco minutos.

Pero ahora esas pequeñeces empezaban a cobrar importancia.

Grey había comentado una vez que un hombre que trabajaba hasta tarde lo hacía por unas de dos razones: porque era incompetente en su trabajo, o porque no tenía ganas de volver a casa con su esposa. Y últimamente, antes de que ella se hubiera ido a Karachi, había estado trabajando hasta tarde algunas noches.

Abbie se sorprendió por la dirección que estaban tomando sus pensamientos. Que Steve le hubiera contado que había visto a Grey con una mujer no significaba nada. Probablemente sería una compañera de trabajo, o una cliente. Y si no lo era, ella confiaba en él, de todos modos. Podía ser lo mismo que su almuerzo con Steve.

Y si había vendido el Degas por cuestiones económicas, eso podía explicar su rechazo a fundar una familia, y su renuencia a que ella dejara su trabajo. Pero si le hubiera explicado, si hubiera tenido confianza en ella…

La palabra confianza aparecía a cada momento.

Se sentía mejor. Incluso estaba dispuesta a conceder que tal vez la reacción de Grey ante el deseo de ella de tener un hijo podía estar justificada. Ella había estado tan entusiasmada con la idea que no se había dado cuenta de que había pretendido que él se entusiasmara del mismo modo sin darle tiempo a madurar la idea.

Bueno, ella podría pensar en la reorganización de su vida sin que fuera un problema. De hecho, ya había empezado. No aceptaría los trabajos en el extranjero.

Se lo diría a Grey cuando estuvieran en la cabaña. Un par de semanas en Ty Bach les daría la oportunidad de hablar más relajadamente, de conversar sobre el futuro. Abbie se sintió contenta. Se puso de pie, se sacudió el polvo de la ropa que le había ensuciado el banco del parque, y volvió hacia su casa.

Pero el encontrar la llave de Grey en la cerradura apenas pasadas las seis de la tarde, la puso nerviosa.

– ¿Abbie? -Grey se acercó a la puerta de la cocina y se apoyó en ella-: ¡Hola! -dijo al verla.

– Hola -dijo ella, un poco tímidamente, casi de un modo formal-. Has venido temprano.

– Mmmm… -dijo él asintiendo-. Le pedí al jefe que me dejara salir más temprano para poder salir con mi esposa.

– ¡Tonto! -murmuró ella, riendo-. Tú eres el jefe.

– Y un jefe muy bueno, obviamente. -dijo él, yendo hacia ella, y rodeándole la cintura.

Apenas se adivinaba un toque de tensión en el rostro de Grey, que le anunció una tregua después de la batalla.

– Porque me dije que sí -siguió hablando Grey.

Por tanto aquél era el modo de que se valdría él para firmar la paz.

– Gracias por la rosa.

– Me alegro de que te haya gustado -dijo él con una sonrisa que le relajó el gesto-. Arriesgué mi vida trepando por el parque para traértela.

– ¡Grey!-suspiró asombrada, imaginándoselo trepando por la verja del parque a la madrugada-. ¡No es cierto!

Él alzó la ceja.

– ¡Tonto!-exclamó ella-. ¿Y si te hubiera visto alguien?

– Valía la pena el riesgo, si te hacía feliz.

Grey la apretó contra él con una mano, y con la otra le quitó un mechón de pelo que le tapaba la ceja. Y le dio un beso en la frente.

– Además, sé que podía confiar en ti para que me llevaras una lima para cortar los barrotes de la prisión, si hacía falta.