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– Tengo las uñas recién pintadas.

– Puedes volver a pintártelas -le dijo él con una sonrisa que ella conocía bien. La que solía usar para invitarla al amor. Y en circunstancias normales las uñas pintadas no le habrían hecho rechazar su incitación.

– No tengo tiempo -dijo ella, moviéndose para evitarlo. Abbie le hizo señas con la cabeza hacia su bolso preparado en la entrada-. Steve me llamó hace una hora. Viajo a Houston en un vuelo esta noche. Ha habido un incendio causado por un pozo de petróleo en Venezuela. Voy a cubrir la noticia con todo el equipo.

Grey tensó el rostro y dejó las flores encima de la mesa de la entrada.

– ¿Me has avisado con poco tiempo, no crees? Y llevas más equipaje de lo habitual -dijo él al ver la maleta preparada al lado de su bolso de viaje.

Ella no había pensado que su viaje suscitaría una discusión. Pensaba que él se alegraría de que ella se fuera.

– No me van a esperar para que yo me ocupe de mi vida privada -dijo ella, mirándose en el espejo, y acomodándose un mechón de pelo que se le había soltado. Luego se arregló el cuello de la camisa. Se estaba dando tiempo para recomponerse internamente-. Y el trabajo encaja justamente con la oferta de Estados Unidos. Me quedaré allí, y haré el otro trabajo a continuación.

Él no dijo nada.

– Así que necesitaré más ropa de la que llevo normalmente…-añadió Abbie.

– Vas a estar fuera seis semanas. O más… -Grey frunció el ceño-. Pensé que nos iríamos un par de semanas juntos en agosto.

– ¿Irnos? Me has dicho que la cabaña estaba ocupada -no podía mirarlo.

– No es el único lugar del mundo. Olvídate de los hombres del petróleo, y vayamos nuevamente a las Maldivas.

Cuando él le tocó los hombros ella casi saltó. Grey la miró a los ojos por el espejo.

– Aquello te encantó.

El lugar no le había importado. A ella le había encantado porque había estado con el. Porque él la había amado allí.

– Yo… No puedo -dijo ella.

– ¿No puedes? ¿O no quieres? -protestó el.

Ella se volvió hacia el y le dijo:

– ¿Vas a hacer de marido pesado, Grey? -tenía un nudo en la garganta, pero lo disimulaba-. Tú has sido quien ha dicho que si no estaba dispuesta no me convertirían en una estrella del periodismo -él le quitó las manos-. No pareció importarte en ese momento.

– Estaba cansado. No podía pensar claramente -dijo Grey, poco convencido.

Ella tendría que insistir.

– Venga, Grey. Un año mas, y podré elegir yo los trabajos. He trabajado mucho para llegar donde estoy. No ha sido fácil y no voy a tirar todo por la borda ahora.

– Lo sé mejor que nadie. Pero no quiero que te vayas de este modo, corriendo. Puedes alcanzar a tus hombres más tarde. Pienso que necesitamos compartir un poco de tiempo juntos antes de que te vayas. Tenemos que hablar.

¿Cómo se atrevía a ponérselo tan difícil cuando ella estaba intentando hacérselo fácil?

– ¿Tienes idea de lo que me estás pidiendo? Si no estoy allí con ellos… Si llego tarde, no habrá reportaje.

– ¿Y eso es tan importante?

– ¿Qué estás diciendo? -Abbie se rio forzadamente.

¿Por qué no aprovechaba él la oportunidad que le estaba brindando?

Después de todo lo que había vivido su hermano, no le resultaba extraño que temiera que ella pudiera causarle problemas, que intentara contentarla, incluso que le hiciera el amor aunque no lo sintiera verdaderamente. La llamada de Susan la había ayudado a comprender. Bueno, así Grey sabría que era libre, pero él lo estaba haciendo muy difícil.

Ella podría haberse ido sin decirle nada, y al regresar del trabajo él no la habría encontrado. Y no volverlo a ver. O podría haber discutido con él, y haberlo enfrentado con la realidad descubierta por ella. Pero él era un hombre que no dejaba las cosas a medias. Y la hubiera perseguido hasta el fin del mundo para aclarar las cosas probablemente.

– Por supuesto que es importante. No me volverían a dar otro trabajo. ¿Y entonces qué haría yo? -dijo ella.

– Puedes quedarte en casa. La semana pasada estabas desesperada por tener un bebé.

– Tú no estabas muy entusiasmado con la idea, por lo que recuerdo -dijo ella amargamente.

Darle la libertad era el último regalo de su amor hacia él. No estaba envuelto en papel de regalo, sino en palabras hirientes, para que tirasen abajo el castillo de naipes que había sido su matrimonio. Ella le estaba dando la libertad de irse sin culpa. La culpa no sería un buen comienzo para una nueva vida, una vida que él habría iniciado en un momento de pasión, o de amor, daba igual. Ella había puesto su profesión per delante de su matrimonio y en cierto modo, tenía parte de responsabilidad en lo que había pasado.

– Tenías razón. Siempre tienes razón. Fue una subida de hormonas simplemente -miró su reloj-. Supongo que no sirvo para ser madre, después de todo.

– No te creo -le dijo Grey, y le sujetó el brazo cuando ella pasó a su lado-. ¿Que ocurre, Abbie? -le preguntó enfadado.

– ¿Que qué está pasando? -Abbie fingió una risa despreocupada, pero no le salió bien-. ¡Grey! ¡Me estás haciendo daño! -protestó ella.

– Algo pasa. ¡Dímelo!

– ¡No! -gritó ella-. No -repitió-. Simplemente tengo prisa. Me temo que no tengo tiempo…

– ¡Para ya! ¡Por el amor de Dios, mírate al espejo!

– Grey le dio la vuelta de modo que los dos quedaron frente al espejo.

Tenía los ojos húmedos de ganas de llorar.

– Dime, Abbie -él la sacudió suavemente-. No te iras hasta que me digas lo que ocurre.

– ¿Y co… cómo vas a detenerme? -preguntó ella desafiante. Pero sus palabras sonaron huecas.

Él se rio.

– No te hace falta preguntar, Abbie. Lo sabes bien -Grey levantó la mano y le acarició la mejilla con el dorso.

Ella se estremeció.

– Toma un vuelo más tarde, Abbie. No sería la primera vez que lo haces, ¿no? -murmuró él, y le empezó a desabrochar la camisa-. ¿Te acuerdas?

¿Cómo se iba a olvidar?

Hacía diez días que se habían conocido. Él había llegado a su piso cuando ella se estaba preparando para viajar a París. Y ella lo habría hecho aún si él no se hubiera decidido a ayudarla a arreglarse. Apartó los turbadores recuerdos de su mente.

– Grey, no -le rogo ella, desesperada por pararlo cuando todavía ejercía control sobre sí misma-. Por favor, el taxi llegara en cualquier momento.

– El taxi puede esperar -le dijo él, deslizando una mano debajo del tirante del sujetador, acariciándole el pecho, y jugando con su pezón erecto.

La mente de Abbie, segura de lo que quería hacer, protestó en silencio. Pero su cuerpo rechazaba escuchar sus palabras, y se aferraba al cuerpo de Grey con naturalidad, mientras la insistente boca de él la hacía su esclava. Ella no podía responder de sus actos cuando estaba en sus brazos. Nunca había podido.

El timbre de la puerta los devolvió a la realidad.

– No quiero que te vayas, Abbie -le dijo él mirándola a los ojos.

Y le podría haber creído, de no ser porque de pronto vio una pequeña mancha de carmín en la solapa de su traje y recordó que unas horas antes otra cabeza se había apoyado allí, cuando el había abrazado brevemente a la madre de su hijo.

– Si alguna vez me has amado, Grey, déjame marchar. ¡Por favor!

– Si alguna vez… -él la miró como si ella le hubiera pegado.

Y la soltó tan repentinamente, que ella tuvo que apoyarse en la mesa de la entrada, tocando el ramo de rosas que había dejado anteriormente allí. Se lastimó con una espina. Luego manoteó los botones de su camisa para abrocharla, dejando una mancha mínima de sangre en la tela blanca.

Volvió a sonar el timbre. Abbie se alegró de la interrupción. Fue hacia la puerta.

– ¿Puede ayudarme con esta maleta? -le preguntó al taxista-. Yo llevaré la otra -recogió el bolso de lona y se dio la vuelta hacia Grey. Pero él no estaba en la entrada en ese momento. Ella sintió ganas de gritar desesperadamente la agonía que estaba viviendo, pero enseguida apareció Grey. Le tomó la mano y le puso una pequeña tirita en el pulgar herido. Y eso fue peor aún.