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David pensó en lo que Doug le había dicho sobre Miles.

– ¿Es cierto que Tartan le había ofrecido un empleo?

– Sí, como asesor general. Él habría sido el cliente, ¿te das cuenta?

No quedaba nada más que decir y volvieron a entrar en la casa. Mary Elisabeth le puso una mano temblorosa en el brazo-. David sabía lo que quería preguntarle.

– No, no sufrió. Ni siquiera se dio cuenta.

A principios de septiembre, Hu-lan estaba descansando en una tumbona en el patio cuando se presentó la señora Zhang, la directora del Comité de Vecinos, para la visita acostumbrada. La anciana, vestida con chaqueta y pantalón negros, se colgó del brazo de David y sonrió encantada mientras la acompañaba fuera. Se sentó enfrente de Hu-lan en un taburete de porcelana. Tan pronto David entró a preparar el té, la señora Zhang dijo:

– Es simpático ese hombre. Veo que practica el mandarín, pero habla de una manera espantosa y divertida a la vez.

Hu-lan había intentado enseñarle a David frases elementales: “Bienvenido. ¿Cómo está usted? Bien. ¿Cuánto cuesta? Es demasiado caro. ¿cómo está su hijo? ¿Podría decirme…?” Pero no estaba dotado para los idiomas. En los últimos tiempos empezó a pensar que sería mejor para él olvidarse, ya que las inflexiones de voz era pésimas, y como la señora Zhang había notado, daban como resultado divertidas confusiones.

– ¿Qué ha dicho hoy?

– Qing Wen… La señora Zhang sustituyó a propósito la cuarta inflexión de Wen por la tercera, cambiando el significado de “Por favor, le ruego” por “Por favor, béseme”.

Hu-lan sonrió mientras la anciana reía a carcajadas.

– Puede besarme si quiere -añadió la mujer-. No me parece tan desagradable como antes.

David volvió con el servicio de té, lo dejó encima de la mesa y se retiró al otro lado del patio, donde la madre de Hu-lan, su enfermera y el viceministro Zai estaban sentados bajo las ramas retorcidas de un yoyoba. Jin-li no sabia quién era David, aunque aceptaba su presencia sin cuestionarla; tampoco entendía que pronto sería abuela. Pero parecía feliz en al casa de su infancia y, aunque seguían sin gustarle los címbalos, los gongs y los tambores del grupo Yan Ge, se había acostumbrado a la algarabía matutina. David encontró otra forma de sobrellevarlo: uniéndose a la banda.

– Es un extranjero -dijo la señora Zhang-, no hay que olvidarlo, pero no me parece mala persona. -era un gran cumplido, y la anciana se apresuró a aclarar malas interpretaciones-. Se ocupa de sus cosas. Es lo bastante listo como para barrer la nieve delante de su puerta y no preocuparse por el hielo en el tejado del vecino. Y demuestra mucho interés por el barrio. Es educado y respetuoso. Además, a los vecinos les gusta la forma en que la cuida.

– Me alegro de que estén contentos -dijo Hu-lan con diplomacia.

En el rostro arrugado de la señora Zhang asomó una tímida sonrisa al mirar a David. Pese a que intentaba mantenerse crítica, la tenía encandilada.

– Durante muchos años el gobierno nos ha dicho lo que era bueno para la mayoría. Pero ahora me pregunto, ¿y si la felicidad individual fuera más útil para el pueblo que ninguna otra cosa?

– Yo nunca llevaría la contraria a nuestro gobierno -contestó Hu-lan.

La anciana frunció el ceño ante la estupidez de la muchacha, siempre tan comedida en sus palabras. No había ido a visitarla oficialmente, aunque nunca olvidaba su deber, sino como la anciana que había visto su vecindario feliz y en paz desde que era niña. La casa merecía alegría y tranquilidad y haría todo lo posible para que así fuera. Por lo tanto, en vez de entrar a discutir con su obtusa vecina, continuó como si no hubiera oído las palabras de Hu-lan.

– He estado pensando en un certificado de matrimonio. Su David es extranjero, pero creo que podría hacer una recomendación que incluso los más reacios aceptarían.

¿Esperaba que creyera que había sido idea de la anciana? Era más probable que fuera la mensajera de los hombres del otro lado del lago. Pero ¿qué sentido tenía decirlo? Cruzó las manos sobre el vientre y miró a David, que, por casualidad, levantó la cabeza y la movió como si esperara que ella le hiciera alguna pregunta. Sin dejar de mirarlo a los ojos, Hu-lan dijo:

– Ya veremos, tía, ya veremos.

Con el deber cumplido, la anciana se despidió de Jin-li y se marchó. David acudió a sentarse al lado de Hu-lan y, tal como habían hecho en las últimas semanas, repasaron los hechos que llevaron al enfrentamiento en Knight. Su mente metódica le llevó a la conclusión de que todo había sido un asunto de codicia. Los viejos del bar Hilo de seda fueron codiciosos, y recibían una propina de Doug a través de Amy Gao. A Tang Dan y a Miles Stout los había movido la codicia. Y todo había empezado porque Henry Knight también era codiciosos a su manera.

Poco dispuesto a compartir su empresa con el hijo, Henry había puesto involuntariamente la catástrofe en marcha. Y por mucho que a David le gustara ese hombre, tenía que aceptar que era la codicia lo que le hizo seguir adelante. Siguiendo los planes de Doug había instalado una planta provisional de montaje, y ya tenía mujeres trabajando horas extra para suministrar a los grandes almacenes cajas de Sam y sus amigos antes de las Navidades. Con toda la publicidad suplementaria, la demanda excedía a la oferta. Más que eso, los artículos en la prensa, y se habían escrito montones, habían presentado la tecnología de Sam y sus amigos como algo tan innovador que provocó… bueno, todo el asunto parecía un drama shakespeareano.

Entretanto, las acciones de Knight International habían ido subiendo como la espuma y Henry presentó un proyecto para vincular los salarios del ejecutivo a una política laboral justa, especialmente en cuanto al trabajo infantil, porque como no dejaba de repetir: “Estamos en el negocio del juguete. ¡Creamos juguetes para los niños, no puestos de trabajo para ellos”! Grupos de la comunidad, un consejo de administración reorganizado y un consorcio de organizaciones de vigilancia internacionales efectuarían inspecciones. (Según se decía, sólo con esto se había eliminado la mitad de las trabajadoras de Knight.

Cacahuete y muchas otras habían vuelto a “casa”, lo que significaba que simplemente se habían trasladado a otras fábricas con propietarios menos quisquillosos). Las acciones de Henry no eran tan nobles como parecían a simple vista. Cuando no estaba concediendo entrevistas o declarando ante el Congreso, aparecía en alguna cadena de televisión para lo que los medios de comunicación titulaban “la mayor campaña global gratuita de todos los tiempos”. Al parecer las previsiones de Doug habían sido muy acertadas.

Por supuesto, toda la atención había incitado a la prensa a cubrir un aspecto distinto de la historia. Las mujeres obreras chinas estaban cambiando las condiciones rurales. Al contrario que su contrapartida masculina, las mujeres enviaban las ganancias a casa, a sus familias campesinas, lo que significaba un aumento de los ingresos de un cuarenta por ciento, o ahorraban el salario para volver a sus pueblos y abrir pequeños negocios. Se calculaba que casi la mitad de las tiendas y cafeterías de los pueblos agrícolas eran propiedad de mujeres que habían trabajado en fábricas extranjeras. De repente, las campesinas chinas eran vistas por sus familias como líderes de cambios económicos y sociales. Por lo tanto, durante el último año el infanticidio femenino había descendido por primera vez en la historia. Como señalaba un experto de la Fundación Ford: las trabajadoras chinas eran el elemento transformador más importante de la sociedad china. “Es algo que se está produciendo con un alcance mundial sin precedentes y supone cambios radicales, revolucionario, para la mujer”. Si de algo servían esas historias eran para tranquilizar la conciencia de los padres de todo el mundo que necesitaban tener a tiempo para las vacaciones a Sam, Cactus, Notorio y al resto de muñecos. O, como hubiera dicho Amy Gao, si había algo que los norteamericanos admiraban, en lo que confiaban y creían más que en la democracia, era el capitalismo.

Hu-lan ya lo había escuchado antes y repitió una vez más su punto de vista:

– No fue la codicia. Fue amor.

Cuando lo dijo por primera vez en el hospital, David no le hizo mucho caso. Pero se había mantenido firme en su teoría sin dar muchas explicaciones. De hecho, desde su regreso de Los Ángeles, había notado cierta amargura en sus pensamientos, pero seguramente era lógico después de todo lo ocurrido. El día del incendio había agotado su energía para intentar salvar a David, a Henry y a todas las obreras.

Se había quedado físicamente débil y emocionalmente frágil, y sus defensas estaban en mínimos. Ahora estaba en condiciones de explicarse.