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—No puede ser que nos busquen a nosotros —respondió Tanis. Pero luego se quedó callado, mirando fijamente al kender de ágiles dedos, sin poder evitar sospechar de él—.Tas...

—¡No he sido yo, de verdad! —protestó Tas —. ¡Ni siquiera llegué a ir al mercado! Acababa de alcanzar el final de la calle cuando vi a toda una tropa de soldados avanzando en dirección a mí.

—¿Qué decís de unos soldados? —preguntó Sturm recién llegado de la sala—. ¿Es otra de las historias del kender?

—No. Escuchad —dijo Tanis. Al guardar silencio todos escucharon el sonido de pisadas avanzando en dirección a la posada y se miraron los unos a los otros preocupados—. El posadero ha desaparecido. Ya me extrañó que entráramos en la ciudad con tanta facilidad, debía haber imaginado que iba a ocurrir algo —Tanis se mesó la barba, consciente de que todos le miraban aguardando sus instrucciones.

—Laurana, Elistan y tú id arriba. Sturm y Gilthanas, quedaos conmigo. El resto id a vuestras habitaciones. Riverwind, te nombro responsable. Caramon, tú y Raistlin protegedlos. Si llega a ser necesario, Raistlin, utiliza tu magia. Flint...

—Yo me quedo contigo —declaró firmemente el enano.

Tanis le sonrió y posó una mano sobre el hombro de Flint. —Por supuesto, viejo amigo. No creí ni que fuese necesario decirlo.

Frunciendo el ceño, Flint alargó el brazo para asir su hacha de guerra.

—Toma esto —le dijo a Caramon—. Mejor que la tengas tú que no uno de esos miserables y piojosos soldados.

—Es una buena idea —dijo Tanis. Desabrochándose el talabarte, le tendió a Caramon la espada mágica Wyrmslayer, que le había entregado el esqueleto de Kith-Kanan, el rey Elfo.

Gilthanas le tendió silenciosamente su espada y su arco elfo.

—Las tuyas también, caballero —dijo Caramon extendiendo la mano.

Sturm frunció el ceño. Su antigua espada de doble puño y la vaina eran la única herencia que había recibido de su padre, un honorable Caballero de Solamnia, que había desaparecido tras enviar a su esposa y a su hijo pequeño al exilio. Lentamente Sturm también se desabrochó el talabarte y se lo tendió a Caramon.

El jocoso guerrero, al ver la evidente preocupación del caballero, se puso serio.

—Sturm, ya sabes que tendré mucho cuidado con ella.

—Ya lo sé. Y además, si no siempre está la gran oruga, Catyrpelius, para protegerla, ¿no es así, mago?

A Raistlin le sorprendió escuchar esa inesperada alusión a una vez en la arrasada ciudad de Solace en que había hecho creer a unos goblins que la espada de Sturm estaba hechizada. Aquello era lo más próximo a una expresión de gratitud que el Caballero hubiera pronunciado jamás ante el mago. Raistlin esbozó una sonrisa.

—Sí. Siempre está la oruga. No temas, caballero, tu arma está a salvo, así como las vidas de aquellos que dejáis a nuestro cuidado... si alguien está a salvo... Adiós, amigos míos —siseó mientras sus ojos en forma de relojes de arena centelleaban—. y va a ser una larga despedida. ¡Algunos de nosotros estamos destinados a no volver a encontrarnos en este mundo!

Tras decir esto, saludó con la cabeza y comenzó a subir las escaleras.

—¡Vamos!—ordenó Tanis irritado—. Si lo que dice es cierto, ahora no podemos hacer nada.

Tras mirarlo dubitativamente, los demás hicieron lo que Tanis había ordenado, subiendo rápidamente las escaleras. Sólo Laurana, en el momento en que Elistan la asía del brazo, le lanzó una mirada temerosa al semielfo. Caramon, con la espada desenvainada, aguardó hasta que todos hubieron subido.

—No te preocupes —dijo el guerrero con inquietud—. No pasará nada. Si no estáis aquí cuando caiga la noche...

—¡No se te ocurra venir a buscarnos! —dijo Tanis, adivinando las intenciones de Caramon. Al semielfo, la agorera despedida de Raistlin le había preocupado más de lo que quisiera admitir. Hacía ya muchos años que conocía al mago y había ido presenciando cómo aumentaba su poder—. Si no regresamos, llevad a Elistan, Goldmoon y a los otros a la Puerta Sur.

Caramon asintió a regañadientes y luego caminó pesadamente escaleras arriba acompañado de un repiqueteo de armas.

—Probablemente no sea más que una investigación de rutina —murmuró apresuradamente Sturm al ver, a través de la ventana, llegar a los soldados—. Nos harán algunas preguntas y luego nos dejarán marchar.

—Tengo el presentimiento de que no es algo rutinario. Es muy rara la forma en que todos se han evaporado —dijo Tanis en voz baja cuando los soldados ya entraban por la puerta, encabezados por el condestable y acompañados del vigía de la muralla.

—¡Son ellos! —gritó el guardia señalándolos—. Ahí está el caballero, como os dije y el elfo barbudo, el enano, el kender y el elfo noble.

—Bien, ¿dónde están los demás?—preguntó secamente el condestable. A un gesto suyo, los soldados apuntaron con sus armas a los compañeros.

—No entiendo qué es todo esto —dijo Tanis suavemente. Estamos en Tarsis de paso, vamos camino del sur. ¿Es así como les dais la bienvenida a los extranjeros en vuestra ciudad?

—En nuestra ciudad, los extranjeros no son bienvenidos—respondió el condestable. Volviendo la mirada hacia Sturm, sonrió con desprecio. Especialmente un Caballero de Solamnia. Si como decís, sois inocentes, no os importará responder a unas preguntas del señor y del Consejo. ¿Dónde está el resto de vuestro grupo?

—Nuestros amigos estaban fatigados y se han retirado a sus habitaciones a descansar. Nuestro viaje ha sido largo y difícil, y no tenemos intención de causar problemas. Iremos nosotros cuatro y responderemos a vuestras preguntas. No hay necesidad de que molestemos a nuestros compañeros.

—Somos cinco —dijo Tasslehoff indignado, pero nadie le prestó atención.

—Id a buscar a los otros —ordenó el condestable a sus hombres.

Cuando dos de los soldados se dirigían hacia la escalera, esta comenzó a arder repentinamente, produciendo una humareda que les hizo retroceder. Todo el mundo corrió hacia la puerta. Tanis agarró a Tasslehoff —que observaba la escena con los ojos abiertos de par en par y lo arrastró fuera e allí.

El condestable hizo sonar frenéticamente su silbato, mientras varios de sus hombres se dispusieron a dar la alarma. Pero las llamas murieron tan rápidamente como habían surgido.

—¡Alto...! —el condestable dejó de pitar. Con la cara pálida y gran cautela, entró de nuevo en la posada. Tanis sacudió la cabeza asombrado. No quedaba ni rastro del humo, ni se había desconchado un milímetro de barniz. Desde donde se hallaba podía oír los susurros de Raistlin en el piso de arriba. Cuando el condestable elevó aprensivamente hacia allí sus ojos, el murmullo cesó.

Tanis tragó saliva y respiró profundamente. Sabía que debía estar tan pálido como el condestable. Observó las explicaciones de Sturm y de Flint. El poder de Raistlin había aumentado...

—El mago debe estar ahí arriba —masculló el condestable.

—Muy bien, Don Silbidos, eres muy agudo... —comenzó a decir Tas en un tono de voz que Tanis sabía que podía causarles problemas. El semielfo le propinó un pisotón al kender y éste guardó silencio aunque le lanzó una mirada de reproche.

Afortunadamente el condestable no pareció haberle oído, pues miró fijamente a Sturm y le preguntó:

—¿Nos acompañarás pacíficamente?

—Sí. Contáis con mi palabra de honor y ya sabéis que, penséis lo que penséis de los caballeros, para nosotros el honor es la vida.

El condestable contempló la oscura escalera.

—Muy bien, que dos de mis hombres se queden aquí. El resto cubrid las otras salidas. Registrad a cualquiera que pretenda entrar o salir. ¿Todos vosotros disponéis de la descripción de los extranjeros?

Los soldados asintieron, intercambiando miradas de inquietud. Los dos destinados a vigilar el interior de la posada lanzaron una temerosa mirada a la escalera y montaron guardia lo más lejos posible de ella. Tanis sonrió para si.