Выбрать главу

¡Los ejércitos de los dragones se retiraban! Aunque apenas se les vislumbraba en la media luz, resultaba evidente que la negra marea se alejaba. Sturm observaba la escena desconcertado. Sí, las tropas se diseminaban por el horizonte, pero seguían allí. El caballero lo sabía, lo presentía.

Algunos de los soldados más jóvenes comenzaron a elevar gritos de júbilo.

—¡Silencio! —ordenó Sturm. Aquel griterío desquiciaba sus ya erizados nervios. Laurana se situó a su lado y miró perpleja su rostro, ceniciento y desencajado bajo las antorchas. El caballero cerraba una y otra vez los enguantados puños, apoyados sobre una almena. Sus ojos, convertidos en meras rendijas, oteaban la parte oriental de la planicie.

Al sentir el creciente miedo que invadía a Sturm, la muchacha se puso rígida. Recordó lo que le había dicho a Tas.

—¿Es lo que temíamos? —inquirió, posando la mano en el robusto brazo.

—¡Ojala me equivoque! —exclamó Sturm con voz entrecortada—.

Transcurrieron varios minutos. Nada sucedió. Flint se reunió con los compañeros, aunque tuvo que encaramarse a una fragmentada roca para asomarse al otro lado del muro. Tas despertó al fin, impertérrito.

—¿Cuándo desayunamos? —preguntó. Pero nadie le prestó la menor atención.

Vigilaron, esperaron. Todos los caballeros, presas de un miedo inexplicable, se alinearon en las almenas y contemplaron el horizonte sin saber por qué.

—¿Qué está pasando aquí? —susurró Tas sin atreverse a alzar la voz. Se irguió sobre la roca que sustentaba a Flint y vio cómo el rojizo contorno del sol bañaba el panorama, cubriendo el negro cielo de matizaciones purpúreas y eclipsando a las estrellas.

—¿Qué es lo que miramos? —insistió, pero, de pronto contuvo el aliento—. Sturm...—balbuceó.

—¿Qué quieres? —El caballero se volvió alarmado hacia él.

Tas fijó los ojos en un punto lejano. Sus vecinos lo imitaron aunque no vislumbraron lo que tanto le llamaba la atención, pues su vista no era tan aguda como la del kender.

—Dragones —anunció Tasslehoff—. Dragones azules.

—Eso suponía —confirmó Sturm—. Si las tropas se han replegado es porque los humanos que luchan en su filas no han podido resistir el pánico que inspiran los reptiles. ¿Cuántos hay?

—Tres —contestó Laurana—. Yo también los veo.

—Tres —repitió el caballero con voz anodina.

—Escúchame, Sturm —le rogó Laurana a la vez que ambos se alejaban de las almenas—. No pensaba revelártelo, ya que en principio carecía de importancia. Pero ahora la situación ha cambiado. Tasslehoff y yo sabemos cómo utilizar el Orbe de los Dragones.

—¿El Orbe de los Dragones? —preguntó el caballero, que estaba absorto en sus cavilaciones.

—Sí, el que se encuentra en las entrañas de la torre —insistió la elfa, zarandeándolo para que atendiera a sus palabras —. Me lo mostró Tas. Conducen a él tres vastos pasillos y... —su voz se apagó y visualizó de nuevo, con tanta claridad como lo hiciera su subconsciente la noche anterior, a aquellos dragones que volaban por pétreos corredores.

—¡Sturm! —exclamó nerviosa, sin cesar de agitar sus brazos—. ¡He desentrañado el secreto del Orbe! Sé qué hay que hacer para matar a esos reptiles. Si disponemos de unos minutos, deseo...

Sturm se agarró a ella, cerrando sus fuertes manos sobre los hombros de la muchacha. Aunque se conocían desde hacia tiempo, no recordaba haberla visto nunca tan hermosa. Su rostro, lívido a causa del cansancio, recibía la llama de la excitación en un indecible contraste.

—Habla, deprisa —la apremió.

Laurana inició su relato, describiendo imágenes que adquirían vivacidad a medida que se aclaraban sus ideas. Flint y Tas los observaban apostados detrás de Sturm, espantado el enano, y el kender con la consternación dibujada en el semblante.

—¿Quién utilizará el Orbe? —inquirió Sturm.

—Yo —respondió la elfa.

—Pero Laurana —protestó Tas —, Fizban dijo...

—¡Cállate! —lo imprecó ella con los dientes apretados—. Por favor, Sturm, accede. Es nuestra única esperanza. Quizá las dragonlance y ese objeto nos darán la victoria —le razonó.

El caballero miró de hito en hito a la muchacha y a los reptiles, que avanzaban a gran velocidad por el este.

—De acuerdo —dijo al fin—. Flint y Tas, bajad al patio y agrupad a los hombres. ¡Rápido!

Tras estudiar una última vez el inmutable rostro de Laurana, Tasslehoff bajó de la roca que le servía de atalaya seguido por Flint, más lento de movimientos. El enano, en ademán meditabundo, se dirigió a Sturm cuando se hubo posado en el suelo.

«¿Tienes que hacerlo?», le preguntó sin palabras, hablando con los ojos.

El caballero asintió y esbozó una sonrisa con la mirada fija en la muchacha.

—Yo me encargaré de comunicar a Laurana mi decisión —susurró Sturm—. Cuida del kender, Flint. Adiós, amigo.

El enano tragó saliva y meneó su vieja cabeza. Transfigurada su faz en una máscara de dolor, el enano se enjugó las lágrimas que afloraban bajo sus párpados y dio a Tas un empellón.

—¡Vamos, muévete! —lo espetó.

El kender se volvió perplejo mas, sin proferir ninguna queja, se encogió de hombros y jalonó las almenas impartiendo órdenes a los desprevenidos caballeros.

—¡Acompáñame, Sturm!—le rogó Laurana mientras tiraba de su brazo como un niño ansioso por mostrar a su padre un mágico descubrimiento—. Si quieres, yo misma explicaré el plan a los hombres. Luego dejaré que des las instrucciones pertinentes para la formación de combate.

—Eres tú quien está ahora al mando —la atajó Sturm.

—¿Cómo? —Laurana se detuvo y el temor reemplazó a la esperanza en su ánimo, tan bruscamente que sintió un insoportable dolor.

—Necesitas tiempo para preparar la estrategia —declaró Sturm, ajustándose el cinto en un intento de evitar sus ojos—. Debes organizar a los soldados y concentrarte a fondo, si quieres que el Orbe responda. Yo te proporcionaré ese tiempo —asió un arco y una aljaba llena de flechas.

—¡No, Sturm! —vociferó temblorosa la elfa—. ¡No puedo ponerme al mando ni prescindir de ti! No te hagas eso a ti mismo —sus palabras se redujeron a un quedo susurro —, no me lo hagas a mí.

—Estás capacitada para dirigir la operación —la tranquilizó Sturm, tomando aquel bello rostro entre sus manos y besándolo con ternura—. Adiós, querida muchacha. Tu luz brillará en este mundo. Ha llegado la hora de que se extinga la mía. No te apenes, no llores —añadió a la vez que la estrechaba en un abrazo—. El Señor del Bosque Oscuro nos recomendó que no lamentáramos la pérdida de quien ha cumplido su tarea. La mía ha concluido y ahora apresúrate, Laurana. Cada segundo es vital.

—Por lo menos llévate la dragonlance —le suplicó.

Sturm meneó la cabeza y apoyó la mano en la empuñadura de la antigua espada que perteneciera a su padre.

—No sabría manejarla. Despidámonos, hermosa elfa. Dile a Tanis que... —se interrumpió—. No —añadió melancólico—. Él comprenderá qué sentimientos alberga mi corazón.

—Sturm... —ahogada por las lágrimas, se sumió en el silencio. No acertaba sino a contemplar al caballero en una muda plegaria.

—Vete —ordenó él.

Ciega, a trompicones, la muchacha dio media vuelta y bajó sin saber cómo la escalera hasta llegar al patio. Una vez allí, una mano firme aferró la suya..

—Flint —dijo, entre sollozos, al reconocerlo—. Sturm va a...

—Lo he leído en su rostro, no es preciso que me lo expliques. Creo que ya estaba escrito mucho antes de que lo conociera. Ahora todo depende de ti, no le falles.