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Ese gran despliegue en la vasta llanura de Krasnoye Seló resplandecía con el calor de finales de julio. Las oleadas ardientes se calmaban solo cuando alcanzaban los bosques y colinas que marcaban las fronteras del enorme espacio herbáceo, el cual servía como escenario para la marcha de precisión, las medidas vueltas y ataques con sable y bayoneta. La élite de la sociedad petersburguesa apareció allí para la Gran Revista, sentados todos en sus graderías a la sombra de unos árboles; las mujeres con vestidos blancos de verano, con sus sombreros y parasoles hinchados por la brisa, ondulando como las hojas y amentos de los abedules que estaban por encima de ellos. Los ministros de la corte estaban de pie con sus faldones y sus chisteras junto a las tiendas del Montículo del Emperador, y el zar, la emperatriz y los grandes duques y duquesas inspeccionaban las tropas desde sus caballos y sus carruajes; luego se unieron a los ministros e inspeccionaron las filas y filas de hombres que llenaban la llanura, marchando al unísono, con los estandartes bien altos. Las dos guerras siguientes en las que luchó Rusia fueron desastrosas para esta, dejando a hombres como aquellos y millones más muertos en los campos de batalla de Europa y Rusia. Pero entonces nadie lo habría sospechado.

No, aquel verano de 1892, en Krasnoye Seló, aquellos actores permanecían erguidos en la gran llanura, representando batallas que nunca perdían.

Sin embargo no bastaba con aquel teatro. Tenía que haber entretenimiento nocturno también.

De modo que se construyó un teatro de madera al estilo ruso en Krasnoye Seló, tan grande como el Mijáilovski en Peter, un lugar hermoso, con galerías vestidas con colgaduras de seda rayada y volantes llenos de borlas, en el que los artistas actuábamos dos veces a la semana durante julio y la primera parte de agosto, cuando los grandes duques y el emperador y su familia venían al campamento, dejando atrás sus palacios de mármol para establecerse en las graciosas villas de madera con entoldados de lona y amplias verandas. Por las noches, todos los artistas de teatro permanecíamos firmes en las ventanas del mismo que daban a la entrada privada imperial, para saludar al séquito imperial mientras iban desembarcando de sus landós y sus troikas. Los hombres llevaban toda la parafernalia militar incluso al teatro. Los grandes duques se sentaban todos en la primera fila; en la segunda y tercera se situaban los oficiales, con las damas después y los oficiales de menor graduación detrás, y en unos palcos situados enfrente unos de otros se colocaban la familia imperial y las familias de los ministros de la corte y de los militares. Para hacer los giros yo solía fijar la vista en las medallas y condecoraciones que brillaban en el pecho de los hombres.

Los grandes duques, el emperador y el zarevich siempre pasaban después de comer a charlar con los bailarines o a ver los ensayos, y subían al escenario entre los diversos entretenimientos de la velada, primero una comedia y luego un divertimento de ballet, para saludar a todos los que actuaban. Una gran belleza, algo que yo no poseía, podía dar forma a tu destino. Y por tanto, yo trabajaba mucho más aún para realzar la mía, con mis lindas manos, mis pies pequeñitos y mi conversación vivaz y animada. Como mi padre, siempre he sido muy alegre, con el don de hacer que los que están a mi alrededor también lo estén. Y por eso Nicolás se vio atraído finalmente hacia mí, por mi encanto. Me buscaba al salir del escenario y se quedaba de pie al sol para hablar conmigo, enseñando sus blancos dientes al oír mis bromas, mientras yo intentaba esconder los míos, torcidos. A veces le tocaba un botón de la casaca o me levantaba en pointe o hacía volar pájaros con mis manos, en mi arrobo al estar tan cerca de él. Había observado que Niki parecía mucho más a gusto con aquellos que estaban siempre felices, como nosotros, los artistas de teatro, o como sus primos alborotadores, los Mijaílovich, o sus compañeros oficiales en el campamento, con los cuales Niki bebía hasta emborracharse y hasta que todos jugaban a «los lobos», un juego que implicaba arrastrarse desnudos por la hierba, aullando y mordiéndose unos a otros, y luego beber a cuatro patas de unas tinas de champán y vodka que sus serviciales criados levantaban para el placer de sus jóvenes amos. Una tarde, en mis prisas por no perderme la oportunidad de conversar con él antes del ensayo, di en el pequeño escenario con el vientre uniformado del propio emperador, que echó una mirada a mi rostro sonrojado y dijo:

– Seguro que has estado flirteando…

Pero estaba equivocado. ¡Tenía prisa por ponerme a ello! Mis breves momentos con el zarevich en el campamento eran más importantes para mí que la actuación de la noche, y aún eran lo único que tenía de él.

Pero no solo conversaba con Nicolás, porque, ¿dónde iba a encontrar a tantos hombres Románov reunidos en un solo lugar al que tuviera acceso? Intenté encandilar a todos los que tuvieran título (¿quién sabe el uso que podrían tener algún día para mí?), incluido el Gran Duque Vladímir, uno de los muchos tíos de Niki, que sirvió como ministro de los Teatros Imperiales y que era un gran amante de las artes. Era ya viejo, pero aun así valioso, dada su posición. Él venía a sentarse a mi camerino y me visitaba mientras yo me pintaba los labios de rojo. No hablaba, más bien atronaba dondequiera que iba, y en todo el teatro se podía oír su vozarrón desde el palco mientras comentaba cosas sobre las bailarinas.

– ¿Qué es eso? ¿Qué es eso? ¿Un gorrión? -gritaba al ver aparecer a una chica muy joven y delgada, pobrecilla, dando unos cuantos pasos endebles. O aullaba cuando caía el telón sobre el primer acto de un ballet que no le gustaba-: ¡Vámonos a casa!

Vladímir creía que debía ser zar en lugar de gran duque, y actuaba como un zar a pesar del orden de nacimiento que había llevado a su hermano Alejandro al trono. La esposa de Vladímir, Miechen, segunda mujer en rango del Imperio, se comportaba también como una zarina. Su venta benéfica anual de Navidad en el Salón de los Nobles anunciaba la temporada vacacional en Peter. Emperatriz Vladímir, la llamaba la madre de Niki, mordaz. El día que el tren del zar descarriló en 1888 y casi aplastó a la familia imperial mientras se estaban comiendo un budín de chocolate en el coche-restaurante fue un día cercano al triunfo para Vladímir.

– Nunca volveremos a tener una oportunidad como esta -susurró indiscreta Miechen a sus amigos de la corte. En Krasnoye Seló, Vladímir me dio una foto suya para que la colocase en mi camerino. Sí, la familia imperial firmaba fotos suyas para sus íntimos, igual que hacen las estrellas de cine para sus fans hoy en día, y en la mía, Vladímir escribió las palabras «Bonjour, douchka», que significa «cariñito», y suspiraba diciendo que era demasiado viejo para mí.

Es verdad que era demasiado viejo para mí, pero Niki no, y justo cuando parecía que mi apasionado flirteo de dos semanas con Niki el húsar -antes de que el tren programado me llevase a treinta verstas, de vuelta a Peter- había fracasado sin conseguir el efecto deseado, y solo faltaba una semana de maniobras, de repente me pidió que le esperase en la alameda que había tras el teatro, después de una representación, aquella noche de agosto. Quería volver por donde había venido a su villa después de cenar para llevarme a dar un paseo en troika. ¿Tengo que decir cuál fue mi respuesta? ¿Qué había inspirado aquel súbito y poco habitual atrevimiento por su parte? Yo le había visto mirándome con especial interés desde el palco imperial, que en aquel teatro estaba diseñado para que pareciese un sombrero de campesino ruso. Debió de ser mi traje de tul de aquella noche, con el corpiño bordado con dos grandes flores que quedaban encima de cada uno de mis pechos; o quizá lo que bailé, porque mientras las otras chicas aquella noche habían representado a una bandada de aves o un cardumen de peces, a mí me habían concedido el adagio, el dueto amoroso, con las manos tiernamente colocadas encima de los antebrazos y hombros de mi caballero. Recuerdo que cuando me llegó la invitación de Niki, me costó mucho atarme el fajín de mi vestido blanco de verano y prepararme en mi camerino aquella noche, y que el pelo se me alborotaba, apartado de la cara como la peluca loca del doctor Coppelius. El pasadizo cubierto hacia el teatro estaba desierto cuando salí, la mayoría de los bailarines ya habían abordado el tren de vuelta a casa hacia la capital y el teatro mismo se había quedado oscuro. Un latido diminuto aleteaba en la base de mi garganta. ¿Y si él no venía a buscarme? Tendría que ir andando hasta la villa donde mi hermana mayor, Julia, que también era bailarina, conversaba con su galán, y llorar ante ella como una niña diciéndole que había perdido el tren. Fui pues a la alameda con algo de inquietud, y allí me quedé sola, intentando arreglar un poco todas mis cosas, incluidas las emociones, que estaban muy alteradas. Esperé. Ante mí se abría el paseo arenoso y amarillo, que ahora se había vuelto oscuro y granuloso, vacío, hacia la nada. En el parque y el jardín que había junto al teatro los insectos veraniegos formaban oleadas de sonidos, que llegaban al cénit y luego bajaban. Muchas son las estrellas de la noche rusa, y allí, a veinticinco kilómetros de la capital, el cielo era una llanura surcada de estrellas por encima de la tierra estéril y difícil de abajo. Al final oí las campanillas de una troika y ante aquel sonido fui lo suficientemente sensata como para sentir un poco de temor premonitorio. ¿En qué viaje me estaba embarcando, y qué consecuencias tendría? Pero no podía retroceder, no debía retroceder. Apareció la troika, las linternas que pendían de esta hacían temblar las estrellas del cielo y las arremolinaban todas en torno al zarevich, que resplandecía como un santo en un iconostasio. Me tendió una mano, con una sonrisa, me ayudó a subir al asiento que estaba junto a él e iniciamos nuestro veloz viaje, conduciendo aquella troika a través de los campos de maniobras y del pequeño pueblo donde todas las calles y vías públicas estaban vacías, como por decreto. Esas calles, ese pueblo, esas ciudades, la propia Rusia, una sexta parte de la masa terrestre, le pertenecían a él (o pronto le pertenecerían), y cuando estaba a su lado, me pertenecían a mí también. Lo que exhibía aquella noche ante mí, cuando me conducía a través de la llanura, o me «raptaba», como leí más tarde en su diario, ¿qué era, el campo o él mismo?