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El capitán respondió evasivamente que su mujer había asistido a cierta reunión en que alguien había dicho algo...

—Me temo que tendré que acabar con ciertas cosas —dijo mi padre.

A la mañana siguiente visitó a Palchin, que lo recibió con una jovialidad más efusiva de lo imprescindible. Dijo que había pasado muchos años en el extranjero y le encantaba volver a ver a viejos amigos.

—Se ha difundido una sucia mentira —dijo mi padre sin sentarse— y creo que sabe usted de qué se trata.

—Al grano, mi querido amigo —dijo Palchin—: es inútil que pretenda ignorar adonde quiere usted llegar. Lamento que la gente se haya puesto a murmurar, pero en verdad no veo motivo para que nos exaltemos... Nadie tiene la culpa de que en una ocasión nos embarcáramos en la misma nave.

—En ese caso, señor —dijo mi padre—, recibirá usted la visita de mis padrinos.

Palchin era un necio, un hombre vulgar, por cuanto deduje del relato de mi madre (que empleó en su narración la vivida forma directa que he procurado reproducir aquí). Pero, precisamente por ser Palchin un hombre necio y vulgar, me es difícil comprender por qué un hombre de la calidad de mi padre arriesgó su vida para satisfacer... ¿qué? ¿El honor de Virginia? ¿Su propio deseo de venganza? Así como el honor de Virginia había quedado irremediablemente mancillado por el hecho mismo de su fuga, toda idea de venganza hubiese debido perder su acre urgencia en los felices días del segundo matrimonio. ¿O era tan sólo el sonido de un nombre, la visión de un rostro, la aparición súbita y grotesca de unos rasgos individuales en lo que había sido un espectro sojuzgado y sin cara? Todo ello sumado, ese eco de un pasado distante (y los ecos no suelen ser más que un ladrido, por armoniosa que sea la voz de quien habla), ¿compensaba la ruina de nuestro hogar y el dolor de mi madre?

El duelo se libró en medio de una tempestad de nieve, a orillas de un arroyo helado. Se oyeron dos disparos antes de que mi padre se desplomara boca abajo sobre una chaqueta militar tendida en la nieve. Palchin encendió un cigarrillo con manos trémulas. El capitán Belov llamó a los cocheros, que esperaban discretamente, a cierta distancia, en el camino cubierto de nieve. Toda esa escena absurda había durado tres minutos.

En El bien perdido,Sebastian da sus propias impresiones sobre ese lúgubre día de enero. «Ni mi madrastra —escribe— ni ninguna otra persona de la casa tenía conocimiento de lo que habría de ocurrir. La víspera, durante la comida, mi padre me arrojó pelotillas de pan a través de la mesa: trataba de alegrarme, pues yo había estado de mal humor el día entero a causa de unas endiabladas prendas de lana que el médico me obligaba a llevar. Pero yo fruncía el ceño y me volvía hacia otra parte. Después de comer nos sentamos en el estudio; sorbiendo su café, mi padre escuchó las quejas de mi madrastra: Mademoiselle tenía la fea costumbre de dar dulces a mi hermanastro después de acostarlo. En el extremo opuesto del cuarto, sentado en el sofá, yo volvía las páginas de Chums:"Atención con la próxima cuota de la pianola." Chistes al pie de las grandes páginas delgadas. "El huésped de honor ha visitado la escuela: ¿Qué le ha impresionado más? Un garbanzo lanzado con una cerbatana." Trenes expresos rugientes a través de la noche. El equipo de cricket que devolvió el cuchillo arrojado por un enconado malayo a un jugador... La serie "sensacional" de los tres muchachos, el primero de los cuales era un contorsionista capaz de mover a su antojo la nariz, el segundo un prestidigitador y el tercero un ventrílocuo... Un jinete saltando sobre un automóvil a toda marcha...

»A la mañana siguiente, en la escuela, me hice un barullo con el problema de geometría que en nuestra jerga llamábamos "los pantalones de Pitágoras." La mañana era tan oscura que en el aula estaban encendidas las luces, cosa que me producía siempre un molesto zumbido en la cabeza. Regresé a mi casa a eso de las tres y media de la tarde, con la viscosa sensación de suciedad que siempre tenía al salir de la escuela y que ahora aumentaba la ropa interior de lana. El asistente de mi padre sollozaba en el vestíbulo.»

2

En su apresurado y erróneo libro, Goodman presenta en unas cuantas frases poco logradas una imagen ridículamente falsa de la niñez de Sebastian Knight. Una cosa es ser el secretario de un autor, y otra escribir su biografía. Y si semejante tarea ha sido sugerida por el deseo de lanzar al mercado un libro mientras aún puede cambiarse con éxito el agua de las flores sobre una tumba recién abierta, no es asunto fácil combinar la prisa comercial con la investigación exhaustiva, la imparcialidad y la agudeza. No intento arruinar ninguna reputación. No estoy calumniando si afirmo que sólo el ímpetu de la máquina de escribir pudo persuadir a Goodman de que «la educación rusa había sido impuesta a la fuerza en un niño siempre consciente de la poderosa corriente inglesa de su sangre». Esa influencia foránea, prosigue Goodman, «produjo hondos sufrimientos en el niño, a tal punto que en sus años de madurez no podía sino recordar con un estremecimiento a los barbados muyiks, los iconos, el estrépito de las balalaikas y cuanto había desplazado su saludable educación inglesa».

Es de todo punto innecesario observar que el concepto de Goodman sobre el ambiente ruso no es más exacto que, por ejemplo, la noción de un calmuko sobre Inglaterra como un negro lugar donde maestros de bigotes rojos azotan a los niños hasta hacerles saltar la sangre. Lo que es imprescindible observar, en cambio, es que Sebastian se educó en una atmósfera de refinamiento intelectual, que fusionaba la espiritualidad de un hogar ruso con los tesoros de la cultura europea, y que sea cual fuere la reacción de Sebastian ante sus recuerdos rusos, su índole compleja y peculiar nunca se rebajó a la vulgaridad insinuada por su biógrafo.

Recuerdo a Sebastian de niño, seis años mayor que yo, embadurnando papeles con acuarelas en el aura doméstica de una majestuosa lámpara de kerosene cuya pantalla de seda rosa —ahora que brilla en mi recuerdo— parece pintada por el pincel demasiado mojado de mi hermano. Me veo a mí mismo, un niño de cuatro o cinco años, de puntillas, tenso y agitado por el esfuerzo de ver mejor la caja de pinturas tras el codo en movimiento de mi hermano: rojos y azules pegajosos, tan lamidos y gastados que brillaba la loza de sus cavidades. Se oye un ruido muy leve cada vez que Sebastian mezcla sus colores en el reverso de la fina tapa, y el agua del vaso que tiene ante sí se anubla con mágicos tintes. Su pelo negro, muy corto, hace visible sobre la oreja diáfana y rosada una pequeña marca de nacimiento — acabo de encaramarme sobre una silla—, pero sigue sin prestarme atención hasta que, con un gesto torpe, intento tocar el panecillo más azul de la caja: entonces, con un movimiento del hombro, me rechaza sin volverse, silencioso y distante como siempre es conmigo. Me recuerdo atisbando a través de los barrotes, mientras él subía las escaleras al regreso de la escuela, vestido con el uniforme negro reglamentario, con aquel cinturón de cuero que yo codiciaba en secreto. Subía lentamente, inclinando el cuerpo, arrastrando tras de sí la cartera de colegial, palmoteando el pasamanos y asiéndose, de cuando en cuando, para subir dos o tres escalones a la vez. Yo apretaba los labios y lanzaba un blanco hilo de saliva que caía y caía sin acertar jamás a Sebastian: no lo hacía para molestarlo, sino en un vano intento de hacerle reparar en mi existencia. Conservo también un vivido recuerdo: Sebastian anda en una bicicleta de manubrio muy bajo por un camino soleado en el parque de nuestra casa de campo; avanza lentamente, con los pedales inmóviles, y yo troto tras él. Me apresuro cuando sus pies, calzados con sandalias, hacen presión sobre los pedales. Hago lo posible para no alejarme de la zumbante rueda trasera, pero Sebastian no repara en mí y de pronto se aleja definitivamente, dejándome sin aliento y aún al trote.