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Y luego estaba Solange, joven e inexperta. Maleducada, egoísta, caprichosa. Un tesorito malcriado por Jan y por la inefable Marga, que había entrado en la edad de causar problemas. Por no hablar de la despreciable Chloe, con su culo operado y esa piel de nena, instalada en París y viviendo la vie en rose ajena a cuanto sucediese a su alrededor. Muerta por regresar al hogar dulce hogar soltándole un «ahí te pudras» a su hija huérfana. En eso tenía que haber pensado Jan, en ella cuando se atracaba de carne roja y se servía el cuarto single malt. Cuando fumaba como un carretero. En que tenía una hija que todavía era una niña y que iba a necesitarle durante muchos años. Pero, obviamente para Jan, era más fácil enterrar la cabeza en cualquier sitio, hacer lo que le pedía el cuerpo y dejar el muerto a la tía Vic, la amiga americana, la tonta del bote, la chica para todo.

«Maldito seas Jan. Tú, tu hija del alma y la boba de tu mujer. Por no hablar de la madre de la criatura, que es para echarle de comer aparte.»

Jan… La hija de Jan. La dulce, la hermosa Solange, a la que siempre habían tratado como a una princesa. Y eso es lo que parecía: una princesita adorable, tan guapa, con su pelo rubio y esos grandes ojos grises, siempre contemplada, adulada hasta el extremo por todos los que la rodeaban. Por todos menos por la propia Victoria. Con ella era distinto. Solange nunca supo a qué atenerse en lo que respecta a la mujer a la que siempre llamó «tía Vi». La niña era lista, y no se le escapaba que, a diferencia de los otros, Victoria no tenía ninguna obligación de quererla. Las carantoñas y los mimos llegarían en tanto en cuanto se los ganase, igual que los regalitos y las bolsas de caramelos. A Marga o a Jan supo siempre tenerlos en un puño. Sólo tenía que mirarlos con cara de pena y perdían el oremus por complacerla. Pero los pucheros y las sonrisas seductoras no valían de mucho cuando se trataba de tía Vi. A ella no le gustaban los niños, y Solange lo intuía. Estaba convencida de tener que pelear a pulso cada gesto de afecto. Por eso, cuando Victoria estaba delante, se obraba en Solange una metamorfosis milagrosa. Olvidaba su carácter dominante y sus modales despóticos para convertirse en una criatura dócil y bien educada. En presencia de Victoria no había pataleos, ni malas contestaciones, ni esos arrebatos de mal genio que tan bien toleraba Jan. Adorar a todo el que les demuestra indiferencia es propio de los niños excesivamente mimados, y Solange no fue una excepción. Por eso Victoria se esforzó en que no se le notase nunca lo mucho que la quería. Era mejor para las dos que la niña se convenciese de que la tía Vi era inmune al hechizo capaz de rendir al resto de los mortales, y que de nada iba a servir con ella todo el repertorio de monadas que constituían su inmenso poder de seducción. Para meterse en el bolsillo a la tía Vi, Solange no desplegaba su encanto, sino su capacidad para la obediencia y el buen comportamiento.

«Ay, Solange… Siempre supe que me traerías problemas.»

Volvió a leer la carta antes de guardarla. Pensó en pedir un pedazo de tarta de manzana, pero ni siquiera la perspectiva de una nueva ración de dulce fue capaz de distraer su preocupación, que en realidad era lo que buscaba al atracarse de pasteles.

Y ahora, ¿qué?

El móvil sonó justo en aquel momento. Era Herder. El futuro senador Van Halen, que debía de necesitarla para reunirse con otro miembro de su hermandad a la hora de la cena.

Victoria se había fijado en Jan en el primer día de clase. Hubiera sido imposible no hacerlo. Era demasiado guapo como para pasar desapercibido. Tenía el pelo castaño y mal peinado, los ojos grises, y una nariz y una boca tan bien proporcionadas que parecían fruto de un preciso cálculo geométrico. Era más alto que el resto de los chicos, y a diferencia de los otros, que arrastraban aún la torpeza de la adolescencia, él se sentaba erguido, en una postura propia de alguien mayor. Se había acomodado en una silla -uno de esos pupitres con escritorio incorporado que parecen un curioso híbrido de material escolar e instrumento de tortura-, y leía un periódico deportivo, indiferente al jaleo a su alrededor.

El curso en la Facultad de Políticas empezaba aquella misma mañana, y el aula estaba llena de chicos imberbes y alumnas recién salidas de la pubertad, que miraban en torno a ellos con un fondo de susto en los ojos inquietos. Se sabían en el tramo inicial de la vida adulta y, de una forma o de otra, estaban nerviosos. Todos, menos el chico de largas piernas y pelo revuelto, que no parecía dispuesto a dejarse intimidar por las novedades, las chanzas de los veteranos ni la inminente presencia del catedrático que iba a darles la primera clase universitaria de sus vidas. Mucho tiempo después, Victoria se dijo que, más que su sonrisa y su raro color de ojos, lo que le llamó la atención de Jan fue que en dos segundos había sido capaz de conquistar su propio espacio en un lugar donde los demás tenían la sensación de estar de prestado.

Aquella mañana, Victoria se descartó como el tipo de chica que hubiese podido interesar a alguien como Jan. Estaba convencida de que las personas atractivas tienen cierto instinto gregario, así que lo normal es que se agrupen entre ellas. De la misma forma que los gansos no suelen reclamar un sitio en las bandadas de cisnes, ella no pintaba nada junto al estudiante más guapo de la clase. Por aquel entonces, Victoria era una morena flacucha de pelo largo y pésimamente cortado, que se vestía sin ninguna gracia y llevaba unas horrendas gafas de concha que mermaban su único atractivo: unos profundos ojos pardos que a la luz adquirían un tono verdoso, como si la naturaleza hubiese querido darle ese premio de consolación. Pero, ay, una mirada más o menos bonita no es bastante. Victoria se sabía una chica del montón hacia abajo, y consecuentemente prefería apartarse del camino de quienes eran sus superiores en el triste escalafón de la belleza física. Según el orden natural de las cosas, aquel chico de ojos claros estaba destinado a convertirse en alguien a quien admirar desde la distancia y, con un poco de suerte, en un compañero que le desearía un feliz verano antes de empezar las vacaciones sin saber siquiera cómo se llamaba.

La primera vez que cruzaron una palabra más allá del saludo fue el día en que Victoria se olvidó en la residencia un ensayo que tenían que entregar al profesor de sociología. Cuando el catedrático se negó a ampliar el plazo de recogida -«llevo quince años dando clase, señorita, y la del despiste es la excusa menos original para justificar un retraso»-, Jan se ofreció a llevarla en coche a su colegio mayor para que pudiese recuperar el trabajo. Al salir de la facultad, iba estrujándose la cabeza para comprender qué desorden cósmico había incitado a aquel chico a salvar el pellejo a una compañera a la que ni siquiera conocía. Podría entenderlo si se hubiese tratado de uno de aquellos siniestros que pululaban por el campus intentando procurarse compañía femenina con cualquier excusa -ofrecer unos apuntes, un cigarro o cambio para la máquina de chocolatinas-, o si ella misma fuese una sirena curvilínea capaz de volver loco al otro sexo con un simple aleteo de pestañas. Pero ni Victoria era un ejemplar de belleza universitaria ni aquel chico un colgado con necesidad de ganar puntos entre las estudiantes.

Estaba tan preocupada por saber dónde estaba el truco que no se le ocurrió pensar que quizá no lo había. Jan era una de esas personas que hacen las cosas siguiendo los dictados de un particular sentido de la justicia. Echar un capote a aquella desconocida feúcha que acababa de caerse con todo el equipo delante de las barbas de uno de los profesores menos indulgentes de la facultad era una forma de dictar al mundo sus propias reglas. Mucho tiempo después, cuando ya eran amigos, Victoria comprendió que Jan no la había ayudado tanto por el placer de ejercer de buen samaritano como por el de dejar al catedrático con un palmo de narices: «Creías que ibas a suspender a esta pobre chica, ¿verdad? Pues te equivocaste, gilipollas.»