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Casi todas las parejas de Jan detestaron a Victoria más o menos abiertamente. En el fondo, a ella le hacía mucha gracia la animadversión que despertaba entre aquellas chicas desconcertadas, incapaces todas de aceptar que no tenían nada que temer de ella. Además, Victoria había decidido no interferir nunca en las relaciones de Jan, y ni siquiera demostraba sentimientos encontrados hacia aquellas mujeres que, por la razón que fuese, despertaban su antipatía. Como Chloe. Cuando Jan se la presentó, supo de inmediato que aquella francesa estirada iba a convertirse en un quebradero de cabeza para su amigo. Pero tuvo el buen gusto de guardar para sí sus reticencias. Si mademoiselle Deschamps era la chica del momento, mejor para ella. Jan era mayorcito, y tendría tiempo de sobra para arrepentirse de su error. Yvaya si lo hizo.

Pero si las otras chicas desaparecían del mapa en cuanto comprobaban que no había nada que hacer con Jan, Chloe dejó tras de sí algo tan pequeño como importante: a la pequeña Solange. Aquella niña de ojos de agua y sonrisa radiante, angelical y dulce, que se convirtió en la razón última de la vida de Jan, pero también en una rémora indudable para su trabajo. En cuanto se instaló en Madrid con ella, fue renunciando a los viajes, a las visitas a lugares de conflicto, a la cobertura de las reuniones al otro lado del mundo. El reportero intrépido se convirtió en un reposado analista de la actualidad internacional. Le ofrecieron un puesto como comentarista en un programa de televisión y otro en una tertulia de radio, y también empezó a escribir libros. Victoria pensaba, divertida, que quizá buena parte de aquellos ejemplares se vendían gracias a la foto de contraportada de Jan, quien, en el inicio de la madurez, había pasado de ser un chico guapo a convertirse en un hombre terriblemente interesante. Y, en consecuencia, incluso siendo padre soltero y arrastrando el estigma de una personita -circunstancia que no suele ayudar en el terreno de las relaciones sentimentales-, Jan continuó aumentando su lista de conquistas.

Victoria llegó a perder la cuenta de las mujeres a las que Jan le presentaba, siempre entusiasmado como un niño, siempre bajo el influjo de la serotonina del flechazo. Tardaba en desencantarse casi tan poco como en rendirse a los pies de aquellas mujeres que pasaban por su vida con la esperanza de ser las últimas en la cada vez más larga lista de víctimas del señor Alonso Nance. Eran todas muy parecidas entre sí: bellas, sofisticadas, seguras de sí mismas. Mujeres que van por el mundo pisando fuerte, siempre listas para matar. Cuando Jan acabó casándose con Marga -uno sesenta de estatura, cincuenta y cinco kilos que la dejaban al borde del sobrepeso, pacífica y vulgar como ella sola-, una corriente de incredulidad debió de recorrer aquel colectivo de ex novias despechadas. Todas pensaban que, si Jan había ido abandonándolas, era para dar la campanada emparejándose con alguien espectacular. Y resulta que el muy cretino se dejaba llevar ante el juez por una… una albondiguilla sin conversación ni estilo propio, que leía bestsellers y ganaba una miseria, que no tenía amistades, ni contactos, ni nada, y cuya vida social se reducía a tomar café con cuatro panolis mal vestidas como ella. Era para matarlo. Si al menos hubiese acabado con aquella dichosa Victoria Suárez, con su melena de vampiresa y sus piernas de infarto… Eso era lo que pensaban todas, que tarde o temprano Jan y su amiga se cansarían de jugar al gato y al ratón, y acabarían juntos. Lo curioso es que, para muchas de las mujeres que un día habían detestado a Vic, que Jan se hubiese casado con una librera del tres al cuarto era también un premio de consolación: a buen seguro la repelente Victoria se habría quedado con un palmo de narices al ver cómo una jugadora en comprobable inferioridad de condiciones había conseguido llevarse a casa el trofeo por el que llevaban años luchando una cantidad indeterminada de mujeres.

En contra de lo que todos imaginaban, la relación de Vic y Jan no varió de forma sustancial tras casarse él y mudarse ella a Nueva York. Cambiaron las charlas en cafés por largas conversaciones telefónicas, y la popularización del email facilitó las cosas. Se escribían media docena de veces al día -en ocasiones sólo intercambiaban preguntas o comentarios fugaces que no hubiesen tenido sentido en una carta tradicional- y también intentaban verse de vez en cuando. A pesar de que después de unirse a Marga Jan había renunciado definitivamente a los viajes largos, siempre encontraba el momento y la excusa para trasladarse unos días a Nueva York. En cuanto a Victoria, su trabajo estaba lo suficientemente bien pagado como para poder comprar un billete de avión cuando le venía en gana, como aquella vez que se presentó por sorpresa en Madrid para visitar a Jan, que había sido víctima de un ataque de ciática y llevaba días postrado en la cama, quejándose como un crío y de un humor de perros para el que la presencia de su mejor amiga se reveló como la única medicina.

Los cambios llegaron tras casarse Victoria. Para Herder no era tan fácil alejarse de la ciudad cuando le venía en gana, y en los primeros tiempos Vic prefería no viajar sin él. Cuando lo hacía, Herder se quedaba visiblemente mustio en su magnífico apartamento del Upper East Side, y ella se sentía vagamente culpable por abandonar su hogar y a su marido. Por su parte, Jan también redujo sus excursiones neoyorquinas. Herder no le caía especialmente bien, y no se le ocultaba que la falta de sintonía era mutua. Así que decidió no complicar las cosas, y limitó su contacto con Victoria a emails más largos y más frecuentes y prolongadas conversaciones telefónicas. Cuando las cosas con Herder empezaron a ir a peor, cuando a Victoria ya le daba exactamente igual la cara que él pusiera cuando se quedaba solo, no encontró la forma de volver a su rutina de viajes transoceánicos sin dar explicaciones sobre su tambaleante relación, así que siguió sin cruzar el charco a pesar de que se moría de ganas de hacerlo. De irse a Madrid, llamar a Jan y contarle que su matrimonio era una mierda y que no se atrevía a romperlo porque no quería ser una divorciada, ni abandonar para siempre su castillo encantado de la calle 72.

Así las cosas, cuando Jan murió, él y su amiga del alma llevaban casi dos años sin verse. Y eso era algo que Victoria no podía perdonarse: haber permitido que el tiempo pasara de aquella forma, sin pararse a pensar que ella y Jan tenían tan contadas sus horas juntos.

«Qué mala pata, chica. Pero no es culpa tuya, ¿eh? ¿Quién lo iba a decir?»

– ¿Que te quedas en Madrid? ¿Por qué?

Herder daba vueltas por la habitación llevando sólo un calzoncillo y una camisa blanca que acababan de traerle de la lavandería del hotel. Siempre enviaba todas sus prendas a planchar cuando estaba de viaje. La verdad, daba gusto verle, con la camisa de lino y sus bonitas piernas discretamente bronceadas. Cualquier otro hombre hubiese resultado ridículo con aquel atuendo -a medio vestir, a medio desnudar-, pero el señor Van Halen se las arreglaba para parecer siempre un residente de Martha's Vineyard.

– Ya te lo he dicho, Herder. Marga y Solange tienen algunas cosas que arreglar, y me gustaría echarles una mano…