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– Bueno, ¿cómo ha ido?

Ya había repensado en edulcorar la charla, así que no le costó ningún trabajo.

– Bastante bien. Le he dicho que cuando acabe el bachillerato podrá hacer lo que le apetezca, pero que mientras tanto tiene que quedarse en Madrid.

– ¿Y se ha disgustado? ¿Está enfadada conmigo?

– Marga… No le des más vueltas. Solange se queda, y no está enfadada con nadie. No podemos dar tanta trascendencia a cada cosa que haga o diga una quinceañera. Bueno, ¿qué has preparado para cenar?

– Ya lo verás… Vamos a sentarnos. Llama a Solange.

Al entrar en el comedor, Victoria no pudo evitar una sonrisa conmovida, pues Marga había dispuesto la mesa como si fuesen a celebrar una cena de gala. Jan solía meterse con su mujer diciéndole que en su anterior reencarnación debía de haber sido una aristócrata polaca… o el mayordomo de Los restos del día, a juzgar por su obsesión en materia de menaje y lencería de casa. Había comprado dos cristalerías completas, tres vajillas preciosas y otras tantas cuberterías muy diferentes entre sí (aquella noche había elegido una de inspiración colonial cuyos cubiertos tenían el mango de asta rematado por una fina línea de bronce), y tantas mantelerías como podían albergar los armarios de la casa. Jan estaba encantado, pues tenía un gusto exquisito y le hacía feliz rodearse de cosas bellas, pero también era desordenado y con cierta tendencia al caos, así que compraba aquello que le gustaba sin orden ni concierto: una sopera antigua, un mantel de hilo al que le faltaban las servilletas, un juego de café que era una ganga porque la mitad de los platillos estaban rotos… Además, le aburría ir de compras. Una cosa era encontrar piezas raras en el rastro, y otra pasarse la tarde en un almacén de loza o una tienda de tejidos.

En ese sentido, Marga le vino como anillo al dedo. Empezó a corregir las compras, a hacer adquisiciones sensatas, a proveerse de todo lo que necesitaban realmente para dar rienda suelta al hedonismo de Jan, a quien hacía feliz la visión de una mesa bien puesta como anticipo al placer de la comida. Marga colocaba los salvamanteles de pizarra, llenaba de flores frescas las jarras de plata, encontraba un primoroso pañuelo de encaje para la panera, un extraño juego de pinzas para el marisco, una salsera de porcelana para la mayonesa… Victoria suponía que también de esa forma había conquistado a Jan: rodeando su vida de exquisiteces tan gratas como prescindibles, y se preguntaba si Marga era también así, si realmente valoraba los manteles bordados y las copas de cristal checo, o participaba en el juego sólo para complacer a Jan. A veces tenía la sensación de que aquella mujercita hubiese sido igualmente feliz con un mantel de hule y un juego de vasos de Duralex, y sólo por Jan había aprendido a convertir su comedor en una pieza digna de cualquier novela de Henry James. Victoria miró con nostalgia el primoroso servicio para la sal y la pimienta -dos guerreros orientales con los escudos invertidos-, las blancas servilletas almidonadas y los bajoplatos rematados en oro y se dijo que Jan hubiese aprobado todo aquel despliegue de buen gusto, aunque estuviese destinado a tres mujeres tristes.

Como se temía Victoria, Marga había preparado un pequeño festín: primero, un aperitivo de bruschetta -de ahí el olor a mantequilla frita- y anchoas en salmuera. Luego, una sopera de ajoblanco. El plato fuerte era un salmón relleno de marisco y hecho en el horno bajo una costrada crujiente de hojaldre tostado. Victoria miró con desmayo la empanada de salmón y a la anfitriona. Para ella, la bruschettay la sopa constituían ya una cena contundente.

– Te has pasado, Marga… No era necesario este despliegue…

– Claro que sí. Hay que celebrar que estés con nosotras, ¿verdad, Solange?

Solange contestó con una media sonrisa y un gruñido que podría querer decir cualquier cosa.

– … además, tampoco es para tanto. Tenía el pescado en el congelador, así que sólo tuve que ponerlo a calentar con el hojaldre. Y el ajoblanco es muy fácil de hacer.

– Tendremos comida para varios días -dijo Solange, y Victoria no supo precisar si aquella frase escondía alguna crítica o era sólo una forma de encontrar ventajas a la laboriosidad de Marga. Decidió no darle más vueltas, tenía que relajarse un poco. Después de todo, para ser el primer día, no había ido tan mal.

La cena fue tranquila, y la conversación insustancial, lo mejor que podría pasar dadas las circunstancias. Eran las once cuando Solange dijo que estaba cansada y se fue a su habitación, aunque a buen seguro no tenía ninguna intención de acostarse; tal vez encendería el ordenador para conectarse a alguna de esas redes sociales que hacen furor entre los adolescentes. Cuando oía hablar de ellas, Victoria se alegraba de no tener hijos por los que angustiarse ante los múltiples peligros de Facebook, Tuenti y demás inventos 2.0. Los chicos y las chicas competían por el número de amigos que lograban incluir en sus listas de contactos, sin sospechar que aquellos perfiles inocentes podían ocultar a desaprensivos, estafadores y delincuentes sexuales. Y a ver cómo se para eso, se decía. A ver cómo le explicas a tu hijo de dieciséis años que no puede tener una cuenta en Twitter o comoquiera que se llame esa mandanga que sustituye a la plaza del pueblo o al patio del recreo en el inmenso páramo del tiempo libre de los jóvenes del siglo XXI. Ella y Jan habían hablado de eso la última vez, pues su amigo acababa de claudicar en su campaña en contra de las redes. Así que, después de muchos ruegos y muchas súplicas, Solange se había salido con la suya y tenía su hermoso perfil a merced del mundo entero.

– ¿No estás cansada? -la voz de Marga la devolvió al mundo. Había estado ayudándola a recoger los restos de la cena y a poner a buen recaudo lo que había sobrado.

– Un poco… ¿Y tú?

– Agotada… Pero no tengo sueño. Me siento como si me hubiesen dado una paliza, pero no soy capaz de dormir. Y eso me da pánico, ¿sabes? Meterme en la cama y quedarme despierta durante horas mirando al techo.

Se le saltaron las lágrimas.

– Es normal. Deberías tomar algo que te ayudara…

– Eso dicen todos. Pero las pastillas no me sientan bien. Parece que tengo la cabeza llena de corcho. -Se secó las lágrimas con un trozo de papel de cocina y metió en un recipiente los restos del ajoblanco-. Acuéstate si quieres, Victoria… Ya acabo yo con esto.

Qué tentación. Estar sola un rato. Pensar en lo que le apeteciese sin interrumpir sus divagaciones. Llorar por Jan, si le apetecía. Añorar su casa, su ciudad. El tráfico de Nueva York. La vista sobre el parque. Su vida, tal como era hasta que una llamada en plena noche había interrumpido la placidez de su rutina. Oh, sí, la suya podía ser una existencia mediocre, pero era la que ella había elegido.

– No. Prefiero esperar un poco. Si me duermo ahora, estaré despierta a las seis de la mañana. Deja eso, ¿quieres? -Detestaba el trabajo doméstico, por nimio que fuera, pero no hubiera estado bien escaquearse si Marga seguía de fregoteo-. Charlemos un poco. Voy a preparar unas infusiones.

– ¿Qué crees que tengo que hacer?

Marga sorbía sin ganas su menta con limón.

– ¿A qué te refieres?

– A todo, Victoria. A esta casa. Al negocio… Sin Javier estoy completamente perdida.

Al referirse a Jan, Marga siempre le llamaba por su nombre de pila. Victoria entendía el gesto como una modesta claudicación: no aspiraba a formar parte de esa vida en la que Jan era Jan, ni tampoco pedía un lugar en ese particular universo. Aunque también podría verse de otro modo. Quizá el renunciar voluntariamente al nombre que Victoria le daba era para Marga una forma de marcar distancias: puedes quedarte con Jan. Es Javier quien me interesa.