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– Necesitas unos días para aterrizar… En cualquier caso, lo mejor es que no tomes ninguna decisión hasta que haya pasado algo de tiempo. ¿Qué tal va la librería?

– Como siempre. Aguantando el tirón. Pero no me quejo. Hay negocios que marchan peor. Tengo mi clientela fija. Y septiembre es una buena época. Los libros de texto y eso…

– Estupendo. -Victoria dio a Marga un pellizco que quería ser amistoso, pero el gesto le salió algo torpe y le pareció que pegaba un respingo. Se dio cuenta de que, a diferencia de Marga, que estaba siempre toqueteando, dando palmaditas, achuchones y caricias breves, ella solía eludir cualquier contacto físico. Quiso desviar la atención-. ¿Cómo te has apañado estos días? ¿Tienes a alguien en la tienda o…?

– No. Hace tiempo que estoy sola. Para reducir gastos. Javier me ayudaba a veces -la voz se le quebró un poco, pero se rehízo-. Ahora había cerrado hasta finales de agosto. El barrio está desierto, así que…

– Ya.

– ¿Sabes qué? Me angustia la idea de abrir otra vez. De que la librería se llene de gente que quiera darme el pésame, o me pregunte por Javier… No sé cómo voy a soportarlo.

Victoria no dijo nada, pero pensó que esas cosas -las condolencias, todas las meteduras de pata de aquellos que entrarían en la tienda creyendo que Jan aún estaba vivo- eran sólo un mísero atrezo de la verdadera tragedia. «Lo malo, Marga, es que Jan está muerto, no que un cliente te pregunte por él.»

– Bueno, en eso puedo echarte una mano. Sí… si quieres, iré contigo el día que abras. Tú te quedas en la trastienda organizando cosas, y yo atenderé a la gente y daré todas las explicaciones que haga falta.

– Ya veremos. En cualquier caso, y aunque no abra al público, tengo que ir por allí cuanto antes. La sección de cine va a darme mucho trabajo.

– ¿La qué?

– Fue una idea de Javier. Dijo que el futuro de las pequeñas librerías estaba en la especialización, y que no había forma de encontrar libros de cine en un kilómetro a la redonda. Yo estaba algo preocupada. Es un tema del que no tengo ni idea, así que ya me dirás cómo iba a seleccionar títulos… Pero Javier me prometió que él se encargaría de todo. Compró algunos libros de importación y de segunda mano, y un par de carteles de películas antiguas. Ninotchka, Metrópolis… las que a él le gustaban.

Ahora, las lágrimas corrían libremente por el rostro de Marga, y Victoria tuvo que hacer un esfuerzo supremo por contener sus propias ganas de llorar. Necesitaba bloquear la evocación común de Jan colocando aquellos carteles en las paredes de la librería, embelesado ante la imagen de Greta Garbo. Intentó desviar la atención.

– ¿Y qué tal han ido las ventas? En lo del cine, digo.

– Bueno, es que pensaba empezar en septiembre. A Javier se le ocurrió hace cosa de un mes. Eso sí, en dos días había preparado el catálogo y contactado con los distribuidores. Le hacía mucha ilusión. Como le gustaba tanto el cine… Incluso compró por eBay unos cuantos cachivaches para dar ambiente. Decía que más adelante podríamos incluir una videoteca con títulos clásicos. Ya sabes cómo era cuando se le metía algo en la cabeza. -Se pasó la mano por la frente y tomó aire-. ¿Te fijas? Ya estoy hablando de él en pasado. Es increíble que pueda hacerlo tan pronto. Me pregunto si le ocurrirá igual a todos los que pierden a un ser querido…

Pero Victoria había dejado de escuchar a Marga. Jan había puesto en marcha la sección de cine cuando ya sabía que iba a morir… Entonces, ¿a qué venía aquel empeño en echar a andar algo que Marga no estaba en condiciones de sostener? ¿O es que la dichosa sección cinematográfica formaba parte de la herencia que Jan había tenido a bien dejarle a ella, puesto que ambos compartían la cinefilia y el amor por Jean Renoir y por Fritz Lang? No, Jan no sería capaz de semejante exceso. Una cosa era pedirle que velase por la paz familiar y otra muy distinta cargarla con el muerto de una fracción del negocio. Entonces, ¿a qué había venido esa locura de hacer cambios en la librería cuando ya tenía en el bolsillo su sentencia de muerte? Intentó retomar la conversación, pero no pudo quitarse de la cabeza aquella pregunta durante el resto de la noche. Al final, cuando se retiró, rendida a su propio cansancio, se dijo que sin duda Marga estaba haciéndose un lío con las fechas. Jan no era tan descerebrado como para haber organizado semejante follón a unas semanas de su muerte sólo para vender unos cuantos libros baratos y media docena de viejos fotogramas. Y pensando en eso se quedó relativamente tranquila y entró en el mundo de los sueños.

– ¿Qué tal has dormido?

– Regular. Pero al menos he descansado un poco.

– Hay café en esa jarra. He hecho tostadas, aunque no encuentro la mantequilla.

– Seguro que se acabó ayer con la bruschetta. -Solange acababa de entrar en la cocina-. Tenía suficiente grasa como para embotar las arterias de todo el edificio.

– Y, hablando de la bruschetta, ¿qué queréis comer hoy? Había pensado en pasar por el mercado y comprar alguna cosa. Quizá una aleta de carne para rellenar.

Victoria y Solange cambiaron una mirada de auxilio mutuo. Otro despliegue de pitanza no, por favor.

– Marga, precisamente de eso quería hablarte. -Victoria decidió adelantarse a la futura impertinencia de Solange-. Prefiero que no te compliques tanto. Yo… bueno, no estoy acostumbrada a comer de esa manera. Las sobras de ayer son más que suficientes. Si mal no recuerdo, el salmón ni se tocó.

– Ah. -Parecía decepcionada-. Bueno, creí que después de tanto tiempo en América tendrías ganas de comida casera

Comida casera… Paradójicamente, no era algo que Victoria añorase. Todo el mundo estaba empeñado en que debía de sentir nostalgia al recordar la fabada, la paella y la tortilla de patata, pero nunca le había dado por ahí. Además, le encantaba lo que comía la gente en Nueva York: las hamburguesas grasientas, la pizza recalentada, los pretzels que vendían por la calle, los perritos calientes… Y, por supuesto, toda la legión de golosinas que constituían la principal tentación de su dieta estricta: los brownies con helado, las galletas de nueces, la tarta de chocolate y el pastel de queso de Dean and Deluca. Aunque de ordinario seguía unas pautas alimentarias más bien saludables -verduras hervidas, carne magra a la plancha, ensaladas y nada de fritos-, había decidido recompensar su fuerza de voluntad tomándose al mes un día libre de control alimentario. Durante esa jornada -que solía hacer coincidir con un sábado-, las horas se convertían en una orgía feliz de gofres con nata, magdalenas de colores y tortitas bañadas en sirope de arce. Durante todo el día no comía nada que no fuese dulce, y por la noche, cuando se metía en la cama en medio del subidón de azúcar, se sentía colmada y dichosa y dispuesta a regresar a la alimentación espartana que constituía el pan nuestro de cada día y el precio que pagaba por seguir conservando la figura. ¿Y ahora Marga pretendía dinamitar su disciplina cocinando carne en rollo con puré de patatas y cremas de marisco rebosantes de nata? Ni de broma.

– Aunque te sorprenda, la comida americana me gusta bastante. Y, de todos modos, intento comer lo justo para sobrevivir. Eso significa que me alimento de ensaladas y pescado hervido. Lo de ayer fue una excepción, pero prefiero que no se repita con demasiada frecuencia. No te preocupes por mí. Me arreglo con cualquier cosa.

– De acuerdo. -Parecía levemente ofendida. «Oh, Marga, vete a la mierda, no puedo andar de puntillas sobre todos vuestros caprichos»-. ¿Solange?

– Me apunto a lo del pescado hervido -Victoria abrió mucho los ojos. «No te pases»-. Es broma, Marga. Pero creo que deberíamos acabar con las sobras antes de que cocines nada más. Necesitaremos una nevera industrial si sigues guisando a ese ritmo.