– El caso es que me relaja mucho… Cuando estoy metida en la cocina, dejo la mente en blanco.
– Prueba con el yoga. También tranquiliza y no hay peligro de que nos pongamos como focas.
Solange había resistido demasiado sin lanzar una pulla. Por fortuna, el timbre de la puerta sonó antes de que Marga pudiese acusar el golpe.
– ¿Quién será a estas horas?
– El de correos con más telegramas…
Pero no era el cartero precisamente sino, como se dijo Victoria en cuanto abrió la puerta, una nueva fuente de problemas.
– ¡Sorpresa!
– ¡Señora Solano!
– ¡Shirley!
– ¡Mamá!
Victoria habría dado cualquier cosa por saber a ciencia cierta qué había pensado de Shirley la madre de Jan la primera vez que se vieron. Ella y Mischa se parecían tanto como un huevo a una castaña. Si una era excesiva, la otra pecaba de prudente. El mal gusto de una era sofisticación en la otra. Mischa era callada y discreta, Shirley hablaba por los codos y un par de tonos más alto de lo deseable. Si Shirley usaba jerséis apretados, faldas ceñidas y una cien de sujetador, Mischa parecía volar en sus lánguidos vestidos de seda, y tenía las caderas estrechas, el vientre liso y el pecho plano. Shirley, ama de casa y mamá gallina. Mischa, actriz frustrada y madre moderna, que hablaba de tú a tú con su hijo sin padre. Shirley y Mischa. Según Jan, se habían llevado estupendamente, pero a buen seguro fue porque ambas amaban tanto a sus criaturas respectivas que se sabían condenadas a entenderse. Si se hubiesen conocido en cualquier otra circunstancia, habrían estado encantadas de ignorarse, cuando no de despedazarse vivas.
La adorable Mischa. Su verdadero nombre era Micaela, pero un representante la convenció de que debía cambiarlo, y la rebautizó como Mischa Laurentin. Había intentado abrirse camino en España. Había hecho dos películas que nunca llegaron a estrenarse y tuvo una fugaz aparición en un filme de Sáenz de Heredia. Alguien le dijo que el futuro estaba en Francia, así que se fue a vivir a París a los veintisiete años, llevando bajo el brazo un montón de promesas difusas y diez mil pesetas que le había dado su padre para consolarse pensando que, al menos, la niña no se moriría de hambre. Allí llegó un nuevo nombre más adecuado para los carteles, y un remedo de la vida con que la recién nacida Mischa había soñado: compañías de teatro independiente, papeles mínimos en aburridas películas de la nouvelle vague, fugaces encuentros con directores famosos que le hablaban de un futuro brillante que no llegaba nunca, y muchas decepciones que echaban por tierra el castillo de naipes que Mischa Laurentin levantaba cada día.
Cuando regresó a Madrid, sin haber conseguido triunfar en el teatro y embarazada de un tipo cuya identidad no quiso revelar, se quedó con su nombre artístico como único recuerdo de aquella vida pasada. Tenía treinta y nueve años y la ingrata sensación de que el tiempo pasa mucho más rápido de lo que a cualquiera le gustaría. Sus padres -a los que aún les costaba superar la vergüenza de tener una hija titiritera con el nombre cambiado- la recibieron con la misma sorpresa con que la habían visto marchar doce años atrás, resignados ante su estado de gravidez y aliviados por saberla sana y salva después de haber pasado por el lugar de perdición que era el París de hace medio siglo. Cuando nació Jan -que fue Javier durante mucho tiempo-, cuidaron a ambos con el mismo amor y la misma entrega, sin recordar jamás a Mischa que tenía cuarenta años, un hijo sin padre y ningún futuro.
A pesar de todo, salió adelante. Olvidó sus veleidades de actriz y encontró trabajo en una perfumería. Pasó de vivir en la bohemia a recomendar fragancias a las señoras bien del barrio de Salamanca, y aseguraba que la estancia en París le había servido al menos para pronunciar como nadie los nombres de los productos de Chanel, de Dior y de Madame Rochas. Se instaló en la casa de sus padres, y luego, cuando ellos murieron, alquiló un pequeño apartamento para ella y para el niño, que tenía once años y ya había empezado a llamarse Jan. Fue entonces cuando empezó a sentir nostalgia de la escena, y quizá para combatirla comenzó a escribir piezas teatrales. Tras acabar su primera comedia, la envió a un antiguo amigo que seguía en el negocio y, como la suerte tiene sus propias reglas, la obra llegó a manos de un empresario que la encontró brillante y quiso producirla. Y Mischa Laurentin, actriz fracasada, madre soltera y vendedora sin vocación obtuvo un discreto éxito como autora teatral. Un año más tarde dejó definitivamente la perfumería para dedicarse a escribir.
Mischa no era una mujer hermosa, pero todo el mundo la encontraba deslumbrante. Tenía la piel delicada, los ojos tristes bajo las pestañas más largas del mundo y la figura de una maniquí de alta costura. Su imagen lánguida y esquiva, aquellos huesos largos, los ojos grises -tan parecidos, ay, a los ojos de Solange- le habían servido para apuntalar su personaje de escritora, siempre vestida de negro y gris, con accesorios imposibles comprados en las tiendas del rastro y que sobre su cuerpo parecían las joyas de una reina egipcia. Había en ella algo lejano que la envolvía en un aura de misterio. Era eso lo que volvía locos a los hombres que se la encontraban en las tertulias del Comercial o del Gijón, fumando aquellos cigarros finísimos que habían acabado por dar a su voz un tono grave y severo. Mischa se había convertido en una figura indispensable para la vida social de un Madrid que se había propuesto dar cerrojazo a los años olvidables de la dictadura. En aquellos años recibió media docena de proposiciones de matrimonio, pero no aceptó ninguna. No necesitaba a nadie. Ya tenía a Jan.
Para Mischa, lo más importante de su nueva vida era la estabilidad económica que había llegado para ella y su hijo. Nunca le había preocupado pasar penurias mientras estaba sola -en la etapa de París había cumplido fielmente todos los tópicos de la artista maldita-, pero un niño era harina de otro costal. La bonanza que trajo consigo su nueva vida de dramaturga le importó sólo en tanto en cuanto le permitió rodear a Jan de todas las cosas materiales que consideraba importantes. El resto -el amor, el cariño, la confianza en los demás- eran cosa de ella, y se las había proporcionado desde su primer aliento en el mundo.
Le había dado todo a aquel niño, a aquel adolescente, a aquel muchacho. Sólo le negó el nombre de su padre. Nunca quiso compartir con nadie su secreto. Durante muchos años, Jan la había bombardeado con preguntas directas que no encontraban respuesta. Luego decidió indagar por su cuenta, sin entender que ciertos episodios del pasado de su madre estaban metidos en una caja blindada. Una vez, cuando Jan tenía quince años, Mischa lo descubrió mirando y remirando sus fotos antiguas, escudriñando cada rostro de sus compañeros de entonces para encontrar las huellas lejanas de un parecido -la forma de las manos, la mirada, la mínima expresión-, y quiso frenar cuanto antes cualquier esperanza.
– No lo busques. No está ahí.
No dijo nada más. Y, de alguna forma, Jan entendió por fin que aquél era un misterio que jamás iba a serle revelado. Hizo caso a Mischa y dejó de investigar, intuyendo que si su madre no le confesaba el nombre de su padre era, a lo mejor, porque tampoco ella lo sabía. Intentó no volver a pensar en ello, y casi lo consiguió. Cuando conoció a Victoria tenía tan bien asimilada su condición de hijo de padre desconocido que casi le sorprendía que la mayoría de sus amigos tuviesen en el libro de familia el nombre de dos personas distintas.
Mischa adoraba a Victoria, a quien tenía fascinada con su chic intemporal, sus clavículas ejemplares y aquellos ojos espléndidos. La acogió en su casa y le dio el mismo afecto que prodigaba a su hijo. Cocinaba para aquella chica -bastante mal, por cierto, guisar no era lo suyo-, la acompañaba a comprar zapatos, le arreglaba los bajos de los vestidos. Fue Mischa quien convenció a Victoria de que debía ponerse lentillas para desterrar de por vida aquellas gafas espantosas, quien le enseñó a vestirse, quien corrigió sus andares de pato. La muchacha solitaria e insegura encontró en ella una especie de sucedáneo maternaclass="underline" Victoria, que no tenía familia, había hallado en Mischa a una curiosa mezcla de amiga, madre y abuela.