Como tantos otros, Mischa había deseado ardientemente que la amistad de Victoria y Jan se metamorfoseara en algo que -sí, ella también- consideraba más sólido y más importante que el sentimiento amistoso. Hubo una época en la que no se resignó a ver en ellos a dos camaradas. De las indirectas pasó a los consejos, de la insinuación a la pura injerencia. Victoria ignoró sus comentarios, pero Jan le paró los pies sin muchos miramientos.
– No te metas.
– Nunca lo hago. Pero estáis cometiendo el peor error de vuestras vidas al dejar pasar la ocasión…
– ¿La ocasión? ¿De qué?
– De comprometeros. De actuar como un hombre y una mujer que se quieren. Ahora no os dais cuenta, porque sois muy jóvenes. Pero pasará el tiempo y os haréis falta. Y a saber dónde estaréis los dos. O con quién…
Fue la única ocasión en la que Mischa Laurentin hizo algo fuera de lugar. El resto de su vida fue un ejemplo de corrección, de prudencia, de saber estar en su sitio. Victoria la recordaría eternamente como la primera vez que la vio, a los cincuenta y ocho años, con la figura de una adolescente, siempre con sus jerséis de cuello vuelto, sus faldas largas, sus zapatos planos de profesora de ballet y sus largos colgantes. Mischa y su hermoso pelo de plata cortado a la altura de las mejillas, sus bien llevadas arrugas, sus hombros de estatua. Querida, querida Mischa… Había muerto cinco años antes. Ahora, Victoria se alegraba de que se hubiese ido a tiempo, porque aquella madre no hubiese soportado sobrevivir a Jan. Mischa, que amaba a su hijo por encima de todas las cosas. Mischa, que desde que Jan había nacido no había vuelto a pensar en otra cosa que en la felicidad de su niño. Mischa, que al andar flotaba un par de centímetros por encima del suelo. Se le antojaba imposible hacerla encajar con Shirley, quien siempre parecía arrastrar sus pies hinchados sobre la pura y dura realidad. Y sin embargo lo habían hecho. Y ésa, pensaba Victoria, tenía que ser otra demostración de amor por parte de aquellas madres tan distintas que sólo tenían en común la desmedida devoción por sus dos niños. Si éstos habían decidido unir sus destinos -en mala hora, pensaban secretamente ambas-, lo único que podían hacer ellas era adaptarse a la nueva situación y no pensar jamás en que, si las circunstancias hubiesen sido otras, habrían disfrutado detestándose.
Shirley Saunders observaba a las tres mujeres desde el quicio de la puerta con una media sonrisa, evidentemente satisfecha del efecto que había provocado su llegada. Era una persona de tendencias teatrales, y le encantaba sentirse protagonista de cada pequeño acontecimiento. Paseó su mirada de una a otra con un aleteo de pestañas, preparada para recibir el aplauso final. De pronto, como si hubiese recordado bruscamente para qué estaba allí, su sonrisa se convirtió en una mueca contrita y se lanzó a los brazos de Marga.
– Mi niña… Mi pequeña… Tendría que haber llegado antes para poder despedir a Javier… Tendría que haber estado contigo, querida mía.
Victoria y Solange se miraron incómodas. Hubiesen preferido ahorrarse la condición de testigos de aquella escandalosa exhibición de afecto materno, pero Marga y Shirley bloqueaban la puerta de la cocina y el único recurso habría sido salir al descansillo de la escalera, lo cual tampoco tenía demasiado sentido. Así que se quedaron allí, de pie, fingiendo que no estaban enterándose de nada mientras Shirley besuqueaba a su hija.
– Mama. -A Vic le pareció que Marga estaba deseando desasirse del abrazo materno-. ¿Qué estás haciendo aquí?
– ¿Que qué estoy haciendo aquí? ¿Te parece una buena pregunta? ¿Tienes una ligera idea de lo que me ha costado subirme a ese avión? Y, además, permite que te diga que sólo quedaban billetes en primera clase. He pagado setecientas libras por el pasaje. Ochocientos euros por un gin-tonic con cacahuetes. Es un escándalo, pero ¿qué voy a hacer si mi hija me necesita?
Imprimió a la pregunta un dramatismo innecesario, pero nadie se sorprendió porque Shirley adoraba el drama, y qué mejor circunstancia que aquélla para dar rienda suelta a sus instintos. Victoria se dijo que había sido una tonta pensando que Shirley iba a renunciar a la fastuosa oportunidad que se le presentaba, pero -igual que su propia hija- creyó que su fobia a volar y el hecho de que viviera en una isla era suficiente para ponerlas a salvo de su presencia.
– Quería venir desde el primer momento, querida, y espero que lo sepas. Pero no ha sido fácil, no señor. Por eso he tardado tanto. Tuve que hacer un trabajo intensivo con mi terapeuta, y convencer al psiquiatra para que me diera una receta de sus pildoras mágicas… que, dicho sea de paso, son una verdadera maravilla. Lo importante es que ya estoy aquí contigo, para cuidarte y ocuparme de todo.
– Mamá… -Marga se pasó una mano por la cabeza en un gesto que cualquiera menos Shirley hubiese identificado con la desesperación en estado puro-. Te agradezco mucho tu esfuerzo y todo eso, pero no era necesario que te sometieses a… a tanta presión… Lo de tu miedo a volar y tal. Estoy perfectamente, de verdad… Solange y Victoria me ayudan en todo. Y, para ser sincera, no hay mucho que nadie pueda hacer con respecto a lo que realmente me tiene hecha polvo. Javier está muerto y eso no hay quien lo arregle.
Victoria pensó que iba a añadir «y mucho menos tú», pero no lo hizo. Shirley la miró de arriba abajo con los brazos en jarras.
– Bueno, éste sí que es un gran recibimiento para una neurótica que se ha pasado dos horas y media en una verdadera celda de tortura empastillada hasta las cejas. He venido para ocuparme de ti, y voy a hacerlo tanto si te gusta como si no.
La frase no sonó a oferta generosa, sino a amenaza en toda regla. Al verla allí plantada, con aquel ademán tan poco amistoso, Victoria pensó -y no era la primera vez- que Shirley era un verdadero personaje de película. La había visto en tres o cuatro ocasiones, y siempre se le había antojado una mujer maravillosamente rara. Se preguntó qué edad tendría, pero estaba segura de que no mucho más de sesenta y cinco años: Jan le había dicho que Marga había nacido cuando su madre era muy joven. Trató de imaginar a Shirley con cuarenta años menos, pero desistió. Imposible concebir semejante caudal de energía multiplicado por la propia de la juventud. En aquella época, Shirley hubiera podido encender bombillas a su paso. Es posible que fuese eso lo que enamorara al padre de Marga, que a decir de Jan era muy parecido a su hija: reposado, taciturno incluso, discreto y nada vehemente. Lo más emocionante que había hecho en la vida era casarse con una inglesita chiflada a la que había conocido en un verano mientras ella hacía un curso de español.
Shirley. Se había instalado en España con su esposo, había tenido a su hija y se había consagrado a su familia -o eso aseguraba ella, aunque a Victoria le costaba imaginar a Shirley consagrada a nadie-, y luego, al morir su marido, decidió regresar a Bournemough para pasar allí su viudedad.
A Marga le pareció de perlas que su madre pusiese un mar entre ambas. Shirley era una persona tan intensa que resultaba difícil establecer con ella una convivencia en términos razonables. Cuando un buen día su madre la llamó para confesarle que, tras decenas de viajes entre varios países, había desarrollado un contumaz miedo a los aviones, se sintió en la gloria. A partir de entonces, estaría en su mano el verla. Y, para ser franca, no era algo que necesitase hacer muy a menudo. Shirley podía volver tarumba a cualquiera, pero especialmente a su única hija. Así que ésta la llamaba un par de veces por semana y tranquilizaba su conciencia escribiéndole casi a diario largos correos electrónicos. Desde el traslado de Shirley al sur de Inglaterra, sólo había ido a verla en dos ocasiones. Y había sido más que suficiente.