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En una sola palabra, Shirley era demasiado. Demasiado todo. Demasiado habladora, demasiado activa, demasiado alegre, demasiado exigente, demasiado implacable.

Juzgaba sin piedad todo lo que se le ponía por delante -ya fuese la calidad de las chuletas en la carnicería o la política económica del gobierno de turno-, y, sobre todo, no daba un respiro a su hija, a la que había llegado a asfixiar a fuerza de adorarla. Creía que el mundo entero era poco para ella. Su marido, su trabajo, su casa, su rutina constituían sólo una pequeña porción de lo que Marga merecía y, aunque en los últimos años se había guardado muy mucho de gritarlo a los cuatro vientos, seguía íntimamente convencida de que su hija se había ganado mucho más que lo que la vida le había puesto en bandeja. Un marido guapo, un piso en el centro de Madrid, un pequeño negocio eran sólo una ínfima parte de lo que la niña debería haber tenido si el mundo fuese un lugar medianamente justo.

La propia Marga se preguntaba si alguna vez su madre había intentado quitarse aquella enojosa venda, aquel filtro de color de rosa que le hacía ver a su hija como no había sido nunca. Hubiese estado bien que en algún momento se enfrentase a la realidad: había engendrado a una mujer corriente y moliente, simplemente vulgar, que debería darse con un canto en los dientes por disfrutar del destino que le había tocado en suerte. Eso era lo que Marga hacía: dar gracias a diario por las cartas magistrales que le habían salido en la partida. Pero Shirley no. Estaba demasiado ocupada lamentando que su hija no llevase de mano los cuatro ases como para apreciar cualquier otra forma de triunfo.

Según el Particular Ideario de Shirley, Marga había tenido muy poca fortuna casándose con Jan, un tipo sin un trabajo estable que, encima de no tener una nómina, llevaba adosada una hija pequeña. Ahí es nada. La querida Marga unida a un padre soltero que soportaba sobre los hombros el peso invencible de una criaturita. Shirley nunca se preocupó mucho de disimular que detestaba a Jan, a quien consideraba, con toda razón, culpable último de no poder disfrutar de sus propios nietos: como ya tenía a la niña de sus ojos, para qué traer al mundo más renacuajos. Al principio, él lo intentó todo para ganarse el afecto de su suegra, pero al comprobar que Shirley era raramente invulnerable a su encanto, aprendió a ignorarla. Esa fue la única forma de llegar con ella a una entente cordiale. Si Jan no hubiese adoptado esa actitud casi zen, habría acabado por responder a alguna de sus provocaciones, y ahí se hubiese generado el verdadero conflicto. Pero incluso para Shirley resultaba difícil armar gresca con alguien que actuaba como si no existiera.

En cuanto a Solange, Shirley también la odiaba. Aquella mocosa mimada, tan sonriente y tan linda, le recordaba a diario que su hija no era madre, y la culpaba a ella de la renuncia de Marga a tener su propia prole. Había intentado compartir con Marga sus negros pensamientos, pero ella había puesto coto a toda forma de diatriba. «No voy a consentir esto, mamá. Si vuelves a nombrar a Solange para algo que no sea alabar su color de pelo, seré yo quien no vuelva a hablarte.» Shirley sabía que era muy capaz. La desalmada de su hija, tan dócil con el dichoso Javier y su niña consentida, se revolvía como una gata furiosa contra su propia madre. Así pues, aprendió a morderse la lengua y se guardaba para sí sus opiniones acerca de la pésima educación de Solange, los modales de Solange o las manías de Solange. La cual, por cierto, encontraba simpatiquísima a la madre de Marga: el espíritu de contradicción que la poseía y la obligaba a venerar a quienes no le profesaban consideración la lanzó de bruces contra aquel torbellino llamado Shirley Saunders. Enseguida la catalogó como una persona diferente a todas. La creía original, divertida, única, con aquella ropa apretada, el pelo cardado y los labios pintados de rojo, y el falso lunar que a veces se dibujaba sobre el labio superior. Sí, Solange hubiese hecho cualquier cosa por camelarse a la madre de Marga… pero ella no estaba por la labor.

En la lista de antipatías de la señora Saunders también estaba Victoria. Ella lo entendía. Al fin y al cabo, Shirley venía de una generación donde la amistad entre un hombre y una mujer era algo oscuro y hasta sucio, una caja cerrada que escondía terribles secretos. Nunca se creyó que entre los dos no hubiese nada más que afecto puro y duro, y se encendía como una vela cada vez que veía a Victoria cerca de la familia de su hija. Las escasas veces que coincidían, Shirley dedicaba a Victoria torvas miradas que hubiesen podido fulminarla.

Vic evaluó rápidamente la situación. Allí estaban las cuatro: Shirley, que la odiaba a ella y odiaba a Solange, pero amaba a Marga; Solange, que adoraba a su tía y admiraba a la loca de Shirley, pero a Marga no la podía ni ver; la buena de Marga, que llevaba casi cuarenta años intentando querer a todo el mundo; y ella, que de buena gana hubiese cogido la puerta y las hubiese dejado a las tres bien provistas de cuchillos para que resolviesen sus diferencias con acero y sangre. Porque si la situación en la casa era ya lo suficientemente tensa, la llegada de Shirley iba a multiplicar los problemas. ¿Por qué demonios no podría haberse quedado en Bournemouth, alimentando sus paranoias y su miedo a volar? «Jan, cabronazo, al hacerme el encarguito, ¿no pensaste que tu suegra podía aparecer en escena para acabar de complicarlo todo?»

Vic miró a Shirley con disimulo mientras ésta se servía un café poniendo cara de mártir y mascullaba algo sobre las hijas desagradecidas incapaces de valorar el amor de las madres. Había engordado desde la última vez que la viera, hacía ya cuatro o cinco años, en el entierro de la madre de Jan, y su pelo castaño había adquirido una extraña tonalidad a medio camino entre el rubio ceniciento y el gris platino. Llevaba las manos llenas de sortijas y… ¿qué era aquello que se había puesto en el tobillo? Dios santo, eran dos pulseras, una metálica y cargada de colgantes, y otra de cuerda, una de esas pulseritas de colores rematadas en una cruz. Vic no pudo evitar sonreír al imaginarse el paso de Shirley por el detector de metales del aeropuerto. Seguro que había armado un buen jaleo. Shirley, con el ceño fruncido para evidenciar su enfado, se afanaba en untar de mermelada una magdalena mientras mantenía su expresión de suprema dignidad. Una vez más, Vic se dijo que aquella mujer le gustaba bastante más de lo que quería reconocer. Le gustaba porque iba a su aire, porque era apasionada y vitalista, dramática y extrema, y sobre todo le gustaba por el amor que sentía por su hija y la forma absurda en que intentaba protegerla de todos los males. Vic, que por haber perdido a su madre siendo una niña no había sabido nunca lo que es ese amor descontrolado, envidiaba la devoción sin fisuras que Shirley profesaba a su hija, y la conmovía la forma en que el sentimiento maternal convertía a la frágil Marga en una supermujer ante los ojos inquietos de su extravagante madre.

– Bueno, cuéntame… -Shirley la emprendió con la segunda magdalena embadurnada de jalea de fresa. Unas cuantas migas se derramaron generosamente por su camiseta, de un tono rosa oscuro.

– No hay mucho que contar, mamá… Javier tuvo un infarto, llegó muerto al hospital y lo enterramos hace dos días.

– Sí, eso ya me lo dijiste por teléfono. -De pronto, pareció reparar en Victoria por primera vez-: Perdona, ¿tú no vives en Nueva York?

– Sí… Vine al entierro y me quedo unos días en Madrid.

– Bueno, es que siempre que visito a mi hija te encuentro por aquí… Debe de ser una casualidad.

Marga se vio en la necesidad de intervenir.

– No, madre, no es una casualidad. Victoria es como de la familia. Si Javier hubiese tenido una hermana, también te la encontrarías continuamente cerca de nosotros.