Una buena respuesta, sí señor. Vic dirigió a Marga lo que quería ser una mirada de gratitud, pero ella tenía los ojos fieramente puestos en su madre. Shirley, por su parte, sí miró a Victoria de arriba abajo.
– Una hermana… ya… No sé qué tal te hubiese sentado tener una cuñada. Yo me llevaba fatal con las mías.
– ¿Por qué no me sorprende en absoluto? -Marga cerró el bote de la mermelada y lo guardó en la nevera, como si privar a su madre del dulce fuese una tímida forma de triunfo.
– ¿Qué quieres decir?
– Que se te da muy bien llevarte mal con la gente.
– Tú, sin embargo, eres la paloma de la paz…
Y dirigió a Victoria otra mirada de reprobación. En una esquina, Solange asistía divertida al intercambio de frases lapidarias. Esta vez, Marga no contestó. Recogió los restos del desayuno y fregó las tazas con cierta ferocidad.
– Victoria, ¿puedes acompañarme a la librería?
– Claro. ¿Estás segura de que quieres abrir hoy?
Ella tardó unos segundos en contestar.
– Sí. De todas formas, va a ser horrible, así que cuanto antes mejor.
– Pero Marga… ¿No crees que es demasiado pronto? -Shirley se colocaba la camiseta por dentro de los pantalones y se limpiaba de la generosa pechera los restos del bollito. Victoria se fijó en que llevaba las uñas pintadas de un luminoso color azul.
– No, mamá. Además, me dará un ataque si me quedo un minuto más en esta casa…
«… contigo», así acaba la frase, pensó Victoria.
– Bueno, yo puedo acompañarte si quieres.
– No. Tú descansa un poco. Estoy segura de que esas pastillas mágicas acabarán por pasarte factura. Puedes usar a habitación del fondo. Victoria duerme en la otra.
– ¿En la otra?
– Sí, mamá. Está viviendo aquí. Voy a darme una ducha. Tú échate una siesta hasta la hora de la comida… o haz o que quieras. Yo tengo muchas cosas de que ocuparme.
Jan y Marga habían abierto la librería dos o tres años después de su boda. Jan decía que siempre había soñado con tener un negocio de ese tipo, y Victoria dio por buena la explicación, aunque sabía que la verdad era otra: lo que su amigo quería era proporcionar a Marga un trabajo fijo. A pesar de todo, los dos estaban igualmente ilusionados con la aventura, en la que invirtieron todos los ahorros de él. Victoria sospechaba que Marga no había llegado a saber que Jan había recurrido a ella cuando los gastos de acondicionamiento del local se dispararon diez mil euros por encima del presupuesto. Para Vic fue un placer enviar a su amigo la transferencia que iba a salvarle de un problema después de que el banco les cerrara el grifo. Jan le había devuelto la cantidad con tanto celo como si le hubiese pedido prestado al mismísimo señor Scrooge, y jamás hablaron de aquel dinero delante de Marga. La librería se llamaba La tempestad. Todo el mundo pensaba que era un homenaje a la obra de Shakespeare, pero el nombre estaba tomado de parte del título de una novela de Robertson Davies que Victoria había regalado a Jan en su veinte cumpleaños. Así que el pequeño refugio de libros y material de oficina encerraba en realidad un par de secretos compartidos entre su amigo y ella. Y eso era suficiente para que, a pesar de no haberla visitado más allá de unas cuantas veces, Victoria amase también aquella librería.
Intentó no pensar en ello cuando la verja que protegía el escaparate se abrió con un chirrido ingrato. Marga y Victoria entraron sin hablar y tragando saliva. Había algo de polvo en el ambiente, y Vic sintió ganas de estornudar. Se preguntó quién diría la primera palabra, y miró a Marga, que paseaba por entre las mesas de libros mirándolo todo como si fuese la primera vez que estaba allí. Y así era, después de todo. Nunca antes se había adentrado en la librería sabiendo que Jan había muerto, y esa certeza convertía el mundo en un lugar inhóspito. Aquella tienda de libros, aquellas estanterías cuidadosamente organizadas, la enorme escalera para llegar a las baldas más altas, el mostrador, la caja registradora -un modelo antiguo comprado en un anticuario-, los expositores de material de oficina y artículos de escritorio eran sólo una pequeña parte de la vida después de Jan. Marga dirigió su mirada hacia una esquina: dos estanterías metalizadas -bien distintas del resto, que estaban hechas de madera oscura- parecían definir la frontera hacia otro espacio. Del techo, armados en un cartón pluma, pendían un cartel de Metrópolis y otro de Greta Garbo convertida en Ninotchka. En la pared, un enorme fotograma de Testigo de cargo con los ojos velados de Marlene Dietrich compartía espacio con la silueta inconfundible de Alfred Hitchcock rodeado por media docena de pájaros amenazantes. Sobre la estantería descansaban algunas figuras de papel maché que representaban a Humphrey Bogart en El sueño eterno, La Reina de Africa y Casablanca, y una colección de troquelados de Grace Kelly vestida con trajes largos y vaporosos. Un Fellini de cartón a tamaño natural lo miraba todo desde el suelo. Aunque era lo último que deseaba, Victoria imaginó a Jan colocando aquellas figuritas, haciendo descender desde el techo los carteles de las películas, intentando prestar equilibrio a un director de cine gordo y genial. Tenía que decir algo inmediatamente. Algo que normalizase aquella escena, que ayudase a desvanecer el recuerdo de Jan, que por primera vez en aquellos días se le antojaba palpable y presente. Notó que la garganta se le atenazaba, pero hizo un esfuerzo sobrehumano para que su voz sonara cordial y tranquila.
– Vaya… Pues ha quedado muy bien… ¿De dónde habéis sacado esa figura, la de Fellini? Hace siglos quise comprar una igual -mintió- y no hubo forma de encontrarla…
Marga quiso contestar, pero las palabras se le quebraron en un sollozo. Victoria pensó que nunca había sentido tanta piedad por nadie, y se acercó a ella.
– Vamos, Marga… Marga, por favor…
La abrazó, y no pudo evitar que se le escaparan las lágrimas a ella también. De pronto se dio cuenta de que por primera vez desde que recibiera aquella llamada en mitad de la noche no estaba llorando por Jan, ni siquiera por sí misma.
Estaba llorando por Marga.
Hubiesen estado así mucho tiempo de no haber notado la campanilla de la entrada. Victoria estuvo a punto de aullar «¡está cerrado!», pero se dio cuenta de que no era un cliente quien esperaba en la puerta sino un hombrecillo vestido con el mono de una empresa de transportes que llevaba en la mano un paquete casi más grande que él.
– Perdonen -la voz hacía juego con su aspecto esmirriado-, es que tengo una entrega… Y es la tercera vez que vengo… ¿Alguna de ustedes es la dueña?
Marga se limpió las lágrimas y trató de componer una sonrisa. Evidentemente, sólo le salió una mueca más bien rara, pero al menos había dejado de llorar.
– Soy yo. Es que hemos tenido la tienda cerrada durante estos días.
– Ah. Bueno. Pues… nada, que aquí le dejo esto.
– ¿Tengo que pagar algo?
– No, no, está abonado en origen. Espere, yo la ayudo.
Dejó el bulto en el mostrador y tendió a Marga una libreta.
– Si me firma aquí… Eso es, muchas gracias… Buenos días y que lo suyo no sea nada, ¿eh?
Al escuchar aquella despedida, Victoria estuvo a punto de echarse a reír. Por fortuna, Marga no pareció darse cuenta. La puerta volvió a cerrarse.
– ¿Qué será?
– A lo mejor más libros…
– No, no lo creo. Qué raro, no viene dirección del remitente…
Era un paquete grande y compacto, de aspecto informe, cuyo interior había sido protegido por un montón de papel de embalar. Tuvieron que separar varias capas hasta que descubrieron lo que había dentro: dos latas para guardar películas, grandes y roñosas, como si quisiesen evidenciar su procedencia de otra época.
– ¿Y esto?
– Ya… ya sé. Javier dijo algo de que había encontrado en eBay unos estuches antiguos… Decía que eran perfectos para acabar de decorar la sección.