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– ¿Estas dos birrias? Pues no veo yo que vayan a dar mucho ambiente. Tienen óxido como para parar un tren. El que se las vendió debía de ser un sinvergüenza o uno de esos que llama antigüedad a cualquier cosa vieja que encuentre por su casa. -Victoria toqueteaba las cajas de lata, sin dejar de pensar que a Jan le hubiesen encantado aun teniendo tan mal aspecto-. Y una pesa bastante…

Por puro instinto manipuló el cierre, evidentemente corroído, que desprendió un poco de cardenillo antes de ceder. Dentro de aquel estuche había un rollo de película.

– ¿Qué es?

– Yo creo que está claro.

Sacaron la cinta con cuidado, tocándola apenas. Intentaron volver hacia la luz el extremo de la bobina para distinguir alguna figura en los fotogramas, pero no se veía nada. Sólo el bosquejo de algunas figuras sobre el gris propio del nitrato de plata, difuminado por una pátina de polvo.

– Bueno, esto sí que tiene gracia… Resulta que la lata tenía una sorpresa.

Marga esbozó una sonrisa triste.

– Podemos colgar la cinta en trozos desde el techo… como si fueran serpentinas.

«Serpentinas. Pero mira que es cursi.»

– ¿No piensas que habría que echarle un vistazo a la película antes de hacerla trizas?

Marga la miró con el habitual aire de desamparo, ahora acentuado por la sorpresa.

– ¿Crees que puede tener algo que merezca la pena?

Victoria se encogió de hombros y cerró la caja.

– Sinceramente, no. Lo más probable es que esté completamente quemada.

El resto de la mañana transcurrió con cierta tranquilidad. Los temores de Marga resultaron infundados: nadie preguntó por Jan. En la librería entraron sólo tres o cuatro desconocidos que se limitaron a echar un vistazo, comprar lo que querían y marcharse. A las dos en punto echaron el cierre y regresaron a casa bajo la canícula del mediodía.

Shirley las recibió con la mesa puesta en la cocina. Si alguna vez supo que su hija detestaba comer allí, lo olvidó o decidió ignorarlo. Había colocado un feo mantel de hule, destinado en realidad a proteger la mesa, y servido la crema de puerros en el mismo recipiente de plástico en el que Marga lo había guardado la noche anterior. «Excelente, Shirley. Si quieres que tu hija se enfade, vas por muy buen camino.»

– Hola, hola, hola. Ya está aquí mi chica -Victoria tuvo ganas de agitar la mano para recordar su presencia-. Sentaos, ya sirvo yo. ¡Solange! A la mesa. Vamos a comer.

Solange hizo su aparición luciendo unos vaqueros desgastados y una camiseta lencera con el inequívoco aspecto de una prenda interior. Shirley la miró de arriba abajo.

– ¿Qué es eso que llevas puesto?

La sorpresa de Solange fue legítima. No sabía a qué se refería. Shirley debió de notarlo.

– Es que, nena, esa especie de… de combinación… No sé… Mi madre tenía una parecidísima… Claro que ella se la ponía por debajo del vestido.

– Mamá, la abuela Maggie pesaba casi cien kilos y no me la puedo imaginar llevando nada parecido a la blusa de Solange, entre otras cosas porque no creo que en los cincuenta fabricasen lencería fina de su talla.

– Bueno, bueno, no te creas… En aquella época, el mercado de ropa interior había evolucionado en Inglaterra mucho más que en España.

– Ya. Pues, de todas formas, lo que lleva Solange no es ropa interior, ¿estamos?

«Oh, por Dios, otra bronca madre-hija no. ¿De verdad piensan pelearse cada dos por tres?» Victoria decidió intervenir para cambiar de tema.

– ¿Sabéis lo que han traído hoy a la librería? Unas latas de película. Jan las había comprado para adornar la sección de cine, pero resulta que una de las cajas contenía una cinta. Nos hemos quedado de piedra.

– ¿Por qué?

Como siempre, Shirley la miraba con muy poca simpatía. Victoria hubiese querido no despertar sentimientos tan poco agradables en aquella mujer, pero estaba harta de intentarlo, así que ni siquiera la miró para responder, aunque se aseguró de imprimir a su voz un tono pausado que dijese: «Shirley, tu sarcasmo me importa una mierda.»

– Porque no es una cinta virgen. Tiene algo filmado.

– Pues sólo faltaría que fuese una película porno. -Shirley se levantó bruscamente y abrió la puerta del horno para sacar la empanada de salmón, que dejó sobre la mesa con muy poco cuidado.

– Sería estupendo si se tratase de una de las de Alfonso XIII.

– ¿Cómo? -Solange parecía interesada.

– Bueno, al parecer el hombre era aficionado a la pornografía, y se llegaron a filmar algunas cintas especialmente para él -explicó Victoria.

– Me parece algo de muy mal gusto -apostilló Shirley.

– A mí también. -Esta vez, la mirada fulminante partió de la propia Victoria-. No me interesa ese tipo de cine. Pero es historia.

Marga, que no había abierto la boca salvo para dar mordisquitos ridículos a la costrada de pescado, tomó aire y miró a Shirley.

– Mamá… ¿Querrías venir conmigo al salón para ayudarme?

Shirley enarcó las cejas perfectamente delineadas.

– Pero…

– Ahora. Por favor.

Solange miró a Victoria como diciendo «se va a armar». Parecía divertida. Las dos mujeres salieron de la cocina, Marga marcando el paso, Shirley insistiendo en que no veía la necesidad de levantarse de la mesa cuando estaban empezando a comer. Se perdieron por algún rincón de la casa. Afortunadamente, Jan había tenido el buen juicio de comprar un piso grande. Las discusiones en los apartamentos modernos suelen ser menos discretas. Victoria y Solange siguieron comiendo en silencio. Victoria porque no tenía ganas de hablar, Solange con la esperanza evidente de oír algo de la conversación que tenía lugar en el otro extremo de la casa. La entrevista no duró demasiado. Marga volvió a entrar en la cocina seguida por su madre que, con las mejillas enrojecidas y la cabeza gacha, parecía haber perdido buena parte de su aplomo.

– Victoria… Solange… Os pido perdón a ambas si de verdad he estado tan impertinente como dice mi hija. En mi descargo, tened en cuenta que todo esto también es muy difícil para mí. -Parpadeó, y sus espesas pestañas evidenciaron la presencia de un rímel cuidadosamente aplicado-. Y que, a mi manera por supuesto, también estoy sufriendo.

Victoria estaba a punto de soltar una carcajada. Tuvo que vencer los deseos de dar un abrazo a Shirley. Aquella mujer era formidable, incluso en su exhibición de caradura. La miró sonriendo, como quien no quiere dar mucha importancia a lo que acaba de oír. En cuanto a Solange, se encogió de hombros.

– No sé de qué va esto, pero a mí no me has molestado para nada.

– Muy buena la empanada, Marga. -Victoria no quería volver al punto de partida-. En serio, me recordó a una que probé una vez en un restaurante ruso.

El semblante de Marga pareció animarse levemente.

– Gracias… Es la primera vez que la hago.

– Mi hija es una gran cocinera -remachó Shirley, sin dirigirse a nadie en particular.

Marga sirvió algo de fruta y recogió la mesa.

– ¿Hago café?

– No… Espera un poco. Va a venir Santiago a tomarlo con nosotros y prefiero prepararlo cuando esté aquí.

Santiago. Otra vez. Victoria se dio cuenta de que su expresión se había ensombrecido, y se enfadó consigo misma por seguir sintiéndose incómoda nada más oír aquel nombre. Hacía muchísimo tiempo que ella había pasado página sobre lo que quiera que hubiese ocurrido entre Santi y ella. Entonces, ¿por qué reaccionaba tan mal? ¿Por qué torcía al gesto cuando alguien mencionaba a un hombre al que estaba más que segura de haber olvidado? ¿Era rencor, torpeza, vulnerabilidad en estado puro? Fuese lo que fuese, no le gustaba. No le gustaba nada. Porque la señalaba a ella como la persona débil que se preciaba de no ser. De todas formas, ¿por qué demonios había tenido Marga que invitar a Santi sin decírselo primero?