Por supuesto, los dos conocían Nueva York -según Jan, era algo que había que hacer antes de cumplir los treinta-, pero la oportunidad de vivir allí durante dos años se les antojaba un regalo. Era el momento perfecto. Victoria podía pedir una excedencia en la universidad y el trabajo nómada de Jan le permitía pasar largas temporadas en cualquier sitio. Además, Solange tenía cuatro años. A esa edad, uno puede adaptarse a todos los lugares del mundo, y la inmersión en un nuevo idioma es inmediata. Sería bueno para todos. La niña aprendería inglés, ellos tendrían aventuras con personas nacidas en Belice, en Surinam y en Nueva Caledonia. Desayunarían bagels con crema de queso, cruzarían en bicicleta el puente de Brooklyn y mirarían con generosa compasión a los pobres mortales que hacen cola para subir al Empire Estate, declarando así su estatus de turistas. Aquella estancia les pondría para siempre a salvo de la condición de viajeros accidentales. Incluso después de dejar la ciudad seguirían siendo neoyorquinos en excedencia, y podrían iniciar las conversaciones diciendo «cuando yo vivía en Manhattan…». Ahora, Victoria sonreía al recordar aquellos planes. Llevaba diez años en Nueva York y jamás había montado en bici por el puente. En cuanto a la crema de queso para desayunar, le daba bastante asco.
Marga había aparecido en la vida de ambos sólo unos meses antes de que se materializara el proyecto neoyorquino. Cuando Jan empezó a hablar demasiado a menudo de la chica de la librería, cuando Victoria supo que se multiplicaban sus encuentros y sus citas, una lucecita de alarma se encendió en su interior, pero intentó apaciguar los malos augurios pensando en los rascacielos, los cafés del Village y las posibilidades de viajar a la sierra peruana en busca de las huellas de Sendero Luminoso. ¿Quién iba a cambiar semejante perspectiva por una correctora de erratas que vendía libros los fines de semana? Pese a todo, aquella luz siguió parpadeando. Quizá gracias a eso el día que Jan llegó diciendo que quería casarse con Marga, Victoria no se sorprendió. «¿Y el proyecto?», le dijo, como si sus planes para los próximos dos años fuesen un detalle que Jan hubiese olvidado involuntariamente. Él se encogió de hombros como el niño que intenta disculparse tras haber perdido la cazadora en el patio del colegio. Ella sonrió: «Una oportunidad así sólo vas a tenerla una vez en la vida.» Y él la abrazó: «Por eso lo hago.» Victoria estuvo a punto de echarse a llorar: por primera vez en muchos años, ella y su mejor amigo habían empezado a hablar de cosas distintas.
Victoria se fue a Nueva York tres meses más tarde, dos días después de la boda de Jan. Habían fijado la fecha de la ceremonia en función de la de su partida -lo cual fue el germen de la feroz antipatía de la madre de la novia hacia la amiga de su yerno, que no pudo entender a qué venían tantas consideraciones -, y, como si se tratara de una broma, Jan partió de viaje de novios el mismo día que Vic volaba hacia Manhattan. Hablaron por teléfono aquella misma mañana. Victoria no le dijo que le entristecía la idea de emprender sola la aventura imaginada para ambos. Simplemente se mofó sin disimulo del destino elegido para la luna de miel, un resort de lujo en la Riviera Maya, que por supuesto era una concesión a los gustos pequeñoburgueses de la bobalicona de Marga. Luego hablaron de cosas prácticas, del apartamento que Victoria había alquilado, de su horario de trabajo y de la generosidad del patrocinador del proyecto, que le había enviado un billete en primera clase. Ninguno de los dos se puso sentimental. Se despidieron como si fuesen a encontrarse en un par de días. Sólo que aquella vez las cosas eran distintas. Por primera vez en casi veinte años, Jan y Victoria no tenían la menor idea de cuándo iban a volver a verse.
Aquella mañana de 2001, rodeada de maletas y con el pasaporte sobre la mesa, Victoria se dio cuenta de que Marga había cambiado para siempre la vida de Jan. No se trataba sólo de renunciar a la etapa neoyorquina y a un trabajo fabuloso, sino que su presencia condenaba a Jan a tener un futuro bien distinto al que él había soñado. Aquella chica destilaba mediocridad por todos sus poros. Y, por mucho que le doliera pensarlo, su mediocridad terminaría por alcanzar a Jan. Se habían acabado los viajes intempestivos, los proyectos delirantes que trazaban juntos aun sabiendo que no podían llevarse a cabo. Jan se había casado y su matrimonio con alguien tan dolorosamente vulgar como Marga iba a llevarlo de la mano por una carretera distinta. En aquel momento, sin ser del todo consciente, en un rincón del alma de Victoria nació algo parecido a una sorda declaración de guerra hacia quien ya era la esposa de su mejor amigo. Pero iniciar abiertamente las hostilidades justo cuando él acababa de morirse era una repugnante forma de mezquindad.
– ¿Puedo pasar?
Abrió la puerta sin esperar su contestación. Marga estaba sentada en una esquina de la cama -al menos no se la había encontrado llorando con la cabeza bajo la almohada- y no la miró cuando entró. Victoria se dio cuenta de que no tenía ninguna intención de allanarle el camino. Me lo tengo merecido, se dijo.
Sin decir nada, paseó la mirada por la habitación: era el dormitorio de Jan, pero no recordaba haber estado allí más de media docena de veces, aunque hubiera jurado que al principio la decoración era otra. A buen seguro Marga había tenido mucho que ver en la elección del estampado toile de Jouy para el papel de la pared, las pesadas cortinas de brocado azul y aquel precioso escritorio antiguo, por no hablar del aguamanil colocado junto a la cama. A Jan no se le hubiese ocurrido comprar una cosa así ni en un millón de años, y a Victoria se le escapó una sonrisa al imaginar la cara de su amigo cuando Marga instaló en el cuarto de ambos una jarra con una palangana de loza incrustada en un armazón de madera oscura.
– Oye… No sé qué es lo que te ha molestado exactamente, pero…
Marga se volvió hacia ella y la miró con una dureza que le era impropia.
– ¿No sabes lo que me ha molestado? ¿De verdad, Victoria? Pues eres menos lista de lo que yo pensaba. O a lo mejor es que yo no soy tan tonta como tú te crees. Llevo años tragando sapos contigo… Sí, Victoria, no pongas esa cara. Sapos enormes, ya ves. Y en cantidades industriales. Ya sé, ya, que tú y Javier erais los mejores amigos del mundo, que os queríais mucho, que jamás os fallasteis el uno al otro. Sé que fuiste muy buena para él. Que siempre estuviste a su lado, igual que él siempre estuvo al tuyo. Que os ayudabais, que os lo contabais todo…
– Si te refieres a lo del dinero, yo…
– No, Vic, no me refiero a lo del maldito dinero. Pero no te voy a negar que ha sido la gota que ha llenado el vaso… no, el cubo… de todos estos años de hacerme la sueca ante vuestra relación.
Victoria sintió que ahora era ella quien tenía derecho a indignarse, y tuvo ganas de gritar: «¿Tú también, Marga? ¿Tú también desconfiabas de Jan, desconfiabas de mí? ¿Creías de verdad que te engañábamos, que había algo sucio entre tú marido y yo?» La idea de que Marga, la bondadosa, la apocada, la conciliadora, perteneciese al grupo de personas que emponzoñaban mentalmente su relación con Jan resultaba especialmente dolorosa. «¿Tú también? ¿Tú también?»
Pero la cosa no iba por ahí. Volvió a apartar la mirada, pero siguió hablando.
– Sé que tuvisteis una relación perfecta. Una relación envidiable, sin malas historias, sin malos recuerdos. Una delicia. Pero lo vuestro fue muy fácil, Victoria. Lo difícil fue lo mío.
Era lo último que Victoria esperaba escuchar. Se sentó en una butaca de cuero marrón, sin poder apartar los ojos de Marga, que había abierto de una patada la caja de los truenos y no parecía dispuesta a cerrarla. Es muy sencillo llevarse bien con alguien que puede coger la puerta y marcharse en cualquier momento, le dijo. Lo complicado son las relaciones a tiempo completo. La convivencia, en una palabra. ¿Cuántas parejas resistirían el espionaje permanente de una cámara instalada en alguno de los núcleos del hogar: en el salón, en la cocina, en el dormitorio, incluso en el cuarto de baño? Quizá aquella puñetera familia de la casa de la pradera. Hacer frente a la intimidad con mayúsculas… ése es el verdadero reto. Esquivar a diario las trampas de la convivencia y la rutina. Ah, claro, Victoria y Javier nunca se habían peleado… ni siquiera habían cruzado una palabra más alta que la otra. Pero es que ellos dos no habían compartido el inmenso montón de miserias cotidianas a las que tiene que enfrentarse a diario cualquier matrimonio.