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– Me temo que no, Solange… De hecho, creo que ahora que Javier no está la vida se nos puede complicar un poco.

Solange dejó a medio camino la lata de refresco que iba a llevarse a la boca.

– ¿Qué quieres decir?

– Pues que, aunque suene duro, esta familia ha perdido su principal fuente de ingresos.

Caramba con Marga. Daba gusto pensar que, de vez en cuando, era capaz de hablar sin rodeos. Solange apuró su bebida y se encogió de hombros.

– Bueno, nos apañaremos. -Y, para sorpresa de todas, le dio a Marga lo que parecía ser un breve abrazo-. Me voy a duchar. ¿Podemos cenar ensalada? He debido de comerme un kilo de helado en casa de Isabel.

Shirley tuvo el detalle de esperar a que Solange estuviese a una distancia prudencial para abrir la boca.

– Ya me estás explicando a qué viene eso de que se os va a complicar la vida…

– No hay mucho que contar, mamá. Javier ganaba bastante dinero, pero es evidente que no está en condiciones de seguir haciéndolo. Así que tendrán que cambiar algunas cosas. Mañana iré al notario, y sabremos a qué atenernos. Y entretanto, preferiría no hablar más del asunto. Estoy un poco saturada de cuestiones prácticas.

Sólo Victoria supo a qué se refería.

Marga no quiso que Victoria abriese la librería mientras ella y Solange arreglaban los papeles en el despacho del notario.

– Santiago ha dicho que será cosa de un momento. Estaremos de vuelta en una hora, y luego podemos ir juntas.

En realidad, Victoria hubiese preferido pasar la mañana en la tienda a compartir tiempo y espacio con Shirley.

Aunque le molestaba admitirlo, aquella mujer despertaba en ella cierta inquietud. Acostumbrada a caer bien a todo el mundo, a seducir a cualquiera con su don de gentes, Victoria sentía que Shirley era una especie de piedrecita que se le había colado en el zapato. Por eso le habría apetecido hacer cualquier cosa antes que quedarse a solas con ella. Cuando Solange y Marga se marcharon, pensó en dejar la casa con el pretexto de dar un paseo, pero eso hubiese sido como reconocer que Shirley le daba miedo. ¿A dónde iba a ir a las nueve de la mañana y en pleno mes de agosto? Así que se quedó en la cocina, recogiendo los cacharros del desayuno y diciéndose que, con un poco de suerte, Shirley iría encerrarse en su habitación para cardarse el pelo o arrancarse las canas hasta que su hija volviera.

Pero la madre de Marga parecía tener otros planes. Se quedó sentada, observándola mientras enjuagaba las tazas. A Victoria le pareció notar sus ojos en la nuca, y se preguntó hasta qué punto era consciente aquella mujer de lo nerviosa que la estaba poniendo. Le dieron ganas de volverse golpe y arrojarle a la cabeza uno de los platillos de loza, y luego salir corriendo.

– Bueno, pues esto ya está.

– Estupendo. Siéntate un rato. Nunca tenemos ocasión de charlar tú y yo.

Victoria obedeció. Pero ¿qué demonios tenía Shirley que era capaz de convertirla en un ser milagrosamente dócil?

– Mira, cariño, yo no soy de esas personas que van por detrás. -Victoria recordó que Jan hablaba siempre del excelente dominio del español coloquial que tenía su suegra-. Me gustan las cosas transparentes y dichas a la cara. Claro que de eso ya te habrás dado cuenta…

Victoria no pudo por menos que sonreír. Por desagradable que fuese lo que dijera, Shirley tenía siempre cierta gracia para expresarlo.

– El caso es, Victoria, que no tengo ni idea de qué haces aquí.

La miraba severamente, como una profesora a un alumno poco aplicado. Aquella mirada suya, que recordaba la de un ave rapaz, parecía querer decir «a mí no me vengas con cuentos, jovencita». Victoria respiró hondo.

– Intento ayudar, Shirley. A tu hija. A Solange…

– ¿Tú? ¿Ayudar? Eso tiene gracia.

Victoria puso los ojos en blanco. «Ten paciencia, chica. Es una señora mayor. Una puñetera vieja chiflada que se atiborra de pastillas para meterse en un avión. Ni se te ocurra entrar al trapo. Paz, hermana.»

– Si tú lo dices… -contestó, mientras buscaba el depósito de la tostadora del pan para vaciar las migas. Si Shirley seguía buscándole las cosquillas, acabaría dejando la cocina como los chorros del oro.

– No se trata de lo que yo diga. ¿De qué sirve que estés todo el día en el medio?

Había una minúscula salpicadura de mantequilla en la puerta de la nevera. A saber cómo había llegado hasta allí. Victoria se empleó con la bayeta y se encomendó al santo del día, a Buda y al dios Krishna. Cualquier cosa antes que perder la paciencia delante de la madre de Marga.

– Creo que a Solange le viene bien.

– Lo que le vendría bien a esa cría son unos buenos azotes.

– Mira, en eso estamos de acuerdo. Yo se los hubiera dado con gusto hace mucho tiempo. Pero ahora es un poco tarde.

Shirley parecía perpleja. Lo último que esperaba al meterse con Solange era que Victoria le diese la razón. Tal vez daba por hecho que saldría a defender a la niña con uñas y dientes. Era el momento de aprovechar su desconcierto.

– Shirley… Tu hija tiene que adaptarse a la nueva situación. Lo creas o no, necesita el apoyo de alguien.

– Pero no el de la amante de su marido.

Victoria se dio la vuelta con la bayeta en la mano, conteniendo unas ganas más que intensas de golpear con ella la cara de Shirley. Pero al verla allí, sentada en la silla, pálida y despeinada, intentando contener su exuberancia en una bata ridicula y con aquellas feas chinelas de raso que le quedaban pequeñas, sintió algo parecido a la ternura. No era la mujer terrible que pretendía parecer. Sólo una madre hiperprotectora con muy poca mano izquierda. Notó cómo la furia desaparecía. Se sentó frente a Shirley y la miró a los ojos.

– Shirley… Escúchame bien. Te juro que no fui la amante de Jan. Ni hace dos años, ni hace veinte ni nunca. Quise a tu yerno… Le quise muchísimo… Más que a nadie en el mundo, pero no de la forma que tú te imaginas. Tienes que creerme.

Por una vez, Shirley no dijo nada. Ladeó la cabeza y miró a Victoria, como si estuviese calibrándola. Como si estuviese buscando una señal capaz de advertir cuánto había de verdad en lo que intentaba hacerle creer.

– Admite que es muy raro -dijo al fin.

– ¿El qué?

– ¿Qué va a ser? Tú y Javier. Si es cierto lo que dices, entonces ya no entiendo nada. Quiero decir que era más sencillo cuando pensaba que… que teníais una aventura… Eso podía comprenderlo. Pero lo de quererse, sin más…

A Victoria le dio la risa.

– Ay, Shirley… ¿Estás diciendo que preferirías que estuviésemos liados?

– ¡No! Pero… es muy raro -repitió-. Es raro de verdad. He escuchado a Javier hablar de ti, lo he visto contigo tres o cuatro veces, y se transformaba. Los dos lo hacíais. Te diré una cosa: el día de la boda de mi hija sentí deseos de sacudirte como a una estera cuando os vi charlando en una esquina.

– Pero ¿qué tiene de particular? Mi mejor amigo acababa de casarse, yo me marchaba de España al día siguiente… Teníamos cosas que contarnos… ¿Qué hay de malo en que dos personas estén juntas un rato?

– ¡No se trata de eso! Era… era vuestra forma de hablar… de aislaros del mundo. Por el amor de Dios, allí había ciento cincuenta invitados, una orquesta y una chica vestida de blanco… Pero para vosotros no parecía existir nada. Siempre era así cuando estabais juntos, Victoria. Parecía… parecía que acabaseis de hacer el amor. Nunca entendí que Marga te aceptase en su vida. Que te sentase a su mesa en Navidad. Que fueses la estrella invitada de los acontecimientos familiares… Pensar que se mostraba tan amistosa con la mujer que se iba a la cama con su marido era algo que me sublevaba más de lo que puedo explicar… Aunque, claro, tú no pudieras imaginarlo…

«Lo que hay que oír. Esta mujer lleva años sacando las uñas en mi presencia, y ahora pretende haber llevado con discreción su odio africano.»