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– No va.

– Si no quieres contármelo…

– No, no es eso. Es que no hay mucho que decir.

– ¿Habéis hablado de vosotros estos días?

Victoria fingió estar muy interesada en un expositor de libros de bolsillo.

– Un par de veces. Pero no te preocupes, que estamos en el buen camino. -Buscó la forma de cambiar de tema y se fijó en las dos latas de película, de las que no había vuelto a acordarse-. Oye… ¿Has pensado qué vas a hacer con esto? Porque creo que estaría bien echarle un vistazo a la cinta.

– Ya, pero… ¿dónde vamos a encontrar un proyector para semejante antigualla?

Marga había sacado de la lata la enorme bobina. Extrajo un buen trozo de la película. Volvieron a ponerla al trasluz. Desde luego, tenía algo grabado encima. Soltaron un poco más. No, no era una cinta virgen. Sólo el primer metro parecía estar quemado.

– Hace dos o tres años conocí en el Cervantes de Nueva York a un tipo que trabajaba en la Filmoteca. Nos cambiamos un par de correos. Creo que podré localizarlo. Tengo la buena costumbre de guardar todos los mails. Herder dice que es una pérdida de tiempo. Pero Herder es completamente idiota… Para algunas cosas, quiero decir.

Roberto Vidal estaba a punto de jubilarse de su puesto en la Filmoteca. Por eso no había tomado vacaciones en el mes de agosto: quería acumular jornadas de trabajo para así retirarse cuanto antes. No es que no le gustase lo que hacía, pero acababa de cumplir los sesenta y cuatro y, básicamente, estaba harto. Aún no había decidido en qué iba a emplear los años dorados de la jubilación. A veces pensaba en viajar, aunque no le gustaban mucho los aviones -¿y eso qué importa?, ¿acaso no hay barcos, y trenes, y coches?- y otras soñaba con dedicarse a la jardinería y cultivar incluso sus propios tomates. Lo único que tenía claro es que no pensaba ver una película nunca más en su vida. Llevaba treinta años sin hacer otra cosa, y había tenido bastante. El mundo estaba lleno de oportunidades, pero él había dedicado más de la mitad de sus días al visionado de cintas de todo pelaje. Tenía una verdadera sobredosis de cine, que acabaría en unos meses, y en eso estaba pensando cuando sonó el teléfono.

– Hola, Roberto… Soy Victoria Suárez, de la Universidad de Grace. Nos conocimos en Nueva York. Tal vez no me recuerdes.

Por supuesto que no la recordaba -al menos así, a bote pronto-, pero no se atrevió a reconocerlo. Hacía meses que le fallaba la memoria, y no quería que aquella fuese otra señal de aviso de la inminente senectud. Así que, mientras intercambiaba saludos con aquella mujer desconocida, se estrujaba el magín para encontrar su rostro en algún lugar de sus recuerdos o, al menos, una pequeña pista que pudiese conducirle a ella. Había estado tres veces en Nueva York. De pronto se le heló la sangre.

Santo cielo. Quizá era aquella mujer que había conocido en el festival de cine. Aquella veinteañera exuberante con la que se había acostado dos veces y que luego había desaparecido, como si se hubiese propuesto hacer realidad el sueño de cualquier hombre: una jovencita apasionada y llena de curvas que se mete en tu cama y luego se larga… Por favor, por favor, que no fuera ella… ¿Qué iba a decirle a Lola? ¿Que una mujer a la que se había tirado hacía dos décadas, seis mil kilómetros y varios husos horarios había regresado para complicarles la vida? ¿Cómo había dicho que se llamaba? ¿Victoria? No podía ser, aquella chica era de un sitio raro. Finlandia o algo así. Y no hablaba español… o al menos eso le parecía recordar. Hacía tanto tiempo de aquello… Veinte años, más o menos. La maldita menoría…

– ¿Sigues en la Filmoteca? Es que necesito que me hagas un favor. A lo mejor estoy abusando, pero no puedo recurrir a nadie más… Y recuerdo que me dijiste que te llamara si alguna vez me hacía falta algo de historia del cine.

Historia del cine: una buena pista. Estaba casi seguro de que a aquel bombón escandinavo la historia del cine no e interesaba en absoluto. Seguramente quería ser actriz. Sí, eso era. Una de esas aspirantes a estrella que van a los festivales y son pieza fácil de cualquier tipo bien trajeado con pinta de productor. Sintió una punzada de optimismo. La mujer que hablaba al otro lado de la línea no tenía nada que ver con su desliz. El único en casi cuarenta años de feliz matrimonio Y, además, ¿la tal Victoria no había dicho algo de una universidad? Apostaría el brazo izquierdo a que su ligue neoyorquino no había ido a la Universidad ni de visita. Una chica así hubiera causado una notable revolución en cualquier campus, pensó melancólicamente, y evocó su cintura de avispa y la generosa talla de sujetador, que parecían inmunes a la erosión de la memoria.

– El caso es que tengo una cinta, una película viejísima que he comprado por eBay, y me gustaría saber qué es exactamente. Me pregunto si podrías echarme una mano.

– No entiendo…

– Me hace falta un proyector. Uno antiguo, supongo.

¿Un proyector antiguo? ¿Una mujer a quien no recordaba -o, al menos, ésa era su esperanza- le estaba pidiendo un proyector para ver Dios sabe qué? Roberto Vidal sopesó la posibilidad de que se tratase de una broma. Sí. Quizá era cosa de sus compañeros. A lo mejor habían contratado a… a una stripper como regalo de jubilación. Tal vez, si le seguía la corriente, aquella mujer se presentaría en la filmoteca con una enorme película de plástico debajo del brazo, una gabardina y un tanga minúsculo, y la intención de montar un numerito en la sala de proyección. La frente se le perló de sudor… ni en sus peores pesadillas…

– Eh… mira… Eh, Victoria… es que esto está cerrado… en agosto no hay nadie por aquí. A mí me pillas de milagro.

– Sí, ya me imagino. Es una suerte que te haya localizado. Comprendo que lo que te estoy pidiendo se sale de lo normal, pero, al fin y al cabo…

Al fin y al cabo, ¿qué? ¿Con quién se creía que estaba hablando? Definitivamente, tenía que tratarse de una broma.

– Soy profesora en una universidad que tiene programas de colaboración con el Instituto Cervantes de Nueva York. Ya sé que la Filmoteca depende de Cultura, no de Exteriores, pero…

Una luz se encendió al final del túnel. Una luz minúscula que iba cobrando intensidad… la visita al Cervantes… el ciclo de cine de Buñuel que habían presentado en Manhattan… la Universidad de Grace, que patrocinaba la muestra… y aquella profesora tan guapa que los había invitado a todos a cenar en un coqueto restaurante del SoHo…

Victoria Suárez, morena, elegante, muy simpática. Parecía la típica neoyorquina sofisticada y rica. Y era cierto que le había dicho que podía contar con él si necesitaba algo de Madrid. De pronto lo recordaba todo… Aquellas chicas americanas gritando histéricas cuando la navaja se acercaba al ojo, las tres botellas de vino de California que se bebieron, las velitas sobre la mesa, Nueva York en otoño… Su memoria iba abriendo nuevas ventanas por las que entraba a raudales toda la información acumulada durante aquellos días en Manhattan. No estaba viejo, no estaba gagá, se jubilaba porque le daba la gana, no porque tuviera que hacerlo. Se jubilaba porque estaba hasta el mismo gorro de ver películas que no le interesaban, porque quería viajar y tener un huerto, y pasear del brazo de su mujer los lunes por la mañana sin volver a pensar en que le había puesto los cuernos con una putilla vikinga. Qué felicidad, qué alivio… Oh, gracias, gracias, gracias… De pronto, Roberto Vidal se sintió en la necesidad de ponerse en paz con el mundo entero.

– ¿Tienes la cinta contigo? ¿Sí? Pues pásate por aquí en una hora. Te espero en la puerta. Me apañaré una sala de proyección, ¿eh? Te debo una después de aquella cena tan estupenda que organizaste. ¿Sigue abierto aquel restaurante del SoHo? ¿Cómo se llamaba? Tal vez vaya a Nueva York con mi mujer dentro de poco. Me jubilo en tres meses, ¿qué te parece…? De verdad que me alegro de que hayas llamado… No, no, no es ninguna molestia, aquí te espero… Adiós, adiós.