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No era el comentario más apropiado, pero Victoria estaba de acuerdo. Llevaban semanas temiendo por la seguridad económica de la familia de Jan, y de pronto tenían en las manos algo cien veces mejor que un billete de lotería premiado. Se avecinaban días muy intensos, pensó. Habría que poner la cinta a la venta, averiguar el modo de obtener por ella la mayor cantidad de dinero, la historia llegaría a los medios de comunicación, mil veces amplificada por Internet y sus devastadoras criaturas… Estaban en verano y no había noticias. Todo el mundo querría saber algo más de aquella cinta misteriosa. Eso está bien, se dijo. Después de todo, a Marga no le vendría mal un poco de acción. En cuanto a Solange, parecía más interesada en el descubrimiento en sí que en el rendimiento que se le pudiera sacar a aquella película caída del cielo.

– No puedo creer que apareciera Greta Garbo… Debió de daros un ataque, ¿a qué sí? ¿Qué aspecto tiene? ¿Qué edad crees que…?

– ¿Cuánto puede valer?

La pregunta, cómo no, la había hecho Shirley, que parecía muy poco interesada por el fantasma de la señorita Gustafsson. Bueno, después de todo era una cuestión que había que plantearse tarde o temprano.

– No tengo ni idea…

– Y tu amigo, ése de la filmoteca, el que os dejó el proyector… ¿no puede saberlo?

Victoria meneó la cabeza.

– No es tan fácil, Shirley… Una cinta inédita de Greta Garbo no es algo que circule por el mercado. Habrá que tomarse esto con calma, escuchar distintas ofertas… Quizá lo mejor sea sacar la película a subasta.

– Espero que la compre alguien a quien le guste el cine -dijo Marga-. A Javier no le hubiera hecho gracia que algo así fuese a parar a las manos equivocadas.

Bueno, ahí estaba Marga, en su mundo feliz de bondad e inocencia. Pensándolo bien, sus comentarios naíf tenían cierto encanto, así que ¿para qué llevarle la contraria? Victoria miró a Solange como diciendo «ni se te ocurra discutir», pero en aquel momento la chica era un alegre manojo de nervios y ni siquiera pensó en que no merecía la pena contestar.

– Oh, Marga, no me vengas con rollos sentimentales… si paga bien, por mí como si la compra un jeque árabe para enterrarla en el desierto, o un pirado como aquel japonés que quería quemar un cuadro de Van Gogh.

– Estoy de acuerdo -Shirley miraba a su hija con desdén-. ¿A ti qué más te da? Lo importante, Marga, es que el que se quede con la película pague mucho por ella, y que eso sirva para, que puedas tener una vida tranquila. Así que no empieces con esa historia de que quieres que la compre un amante del cine en blanco y negro o un carcamal enamorado de la Garbo… ¡Dinero, dinero! Dinero contante y sonante. Y cuanto más mejor. ¿A que sí, Sol, preciosa?

Y, para sorpresa de todos, la madre de Marga tomó amistosamente del brazo a la hija de su yerno difunto. A Victoria se le escapó un suspiro de satisfacción. Las piezas empezaban a encajar. Si las cosas seguían así, podría volver a Nueva York enseguida, y hacerlo con la satisfacción del deber cumplido.

Herder, que no podía entender qué pintaba Victoria consolando a la viuda de su mejor amigo, comprendió sin embargo que la aparición inesperada de una joya de cinéfilo retrasase un poco más el regreso a casa de su mujer. Para entonces -y como preveía la propia Victoria-, la noticia del hallazgo de la cinta había saltado a las páginas de los periódicos, a las ediciones digitales, a los informativos de televisión, a los blogs de cine. La película se hallaba a buen recaudo en una caja de seguridad del Banco de España. A Shirley le había parecido «un verdadero escándalo» lo que hubo que pagar para alquilarla, y, para vergüenza de Marga, así se lo dijo al funcionario de turno cuando fueron a hacer la entrega. Aparte de alguna salida de tono de ese tipo, llevaba unos días más suave que un guante. Vic no sabía si la conversación que habían tenido había influido en su nueva conducta, o si su buen humor era exclusivamente fruto del hallazgo del tesoro, pero le daba igual. Había paz en la casa, y eso era lo que importaba.

Marga estaba bastante tranquila. A pesar de que Santiago había intentado que no se filtrase el nombre de la propietaria de la cinta, no era un secreto fácil de mantener, y recibían a diario docenas de llamadas de medios de comunicación y, por supuesto, de coleccionistas que querían hacerse con la película. La propia Victoria atendió alguna de esas llamadas, cuando la expresión de desmayo de Marga le suplicaba que aceptase el relevo, y pudo hablar con media docena de chiflados que sólo tenían una cosa en común: esperaban conseguir la cinta a cambio de nada, invocando sólo el amor al cine, el respeto a la historia oculta del séptimo arte o la eterna reverencia a la divina Greta. Shirley y Solange se indignaban con aquella legión de caraduras, pero a Marga le enternecía comprobar que en el mundo quedan todavía personas tan inocentes. En cuanto a Victoria, sólo quería zanjar la aventura de una vez por todas y regresar a casa.

Su misión estaba más que cumplida. Echaba de menos Nueva York, su vida allí, el apartamento del Upper East Side, a sus amistades de Manhattan, las conferencias del Met. Añoraba la biblioteca de la calle 42, los gofres con fruta y crema que se consentía una vez al mes, su pequeño despacho en la universidad, su rutina. En cuanto a Herder, y a pesar de que no era precisamente añoranza lo que despertaba en ella, también era parte de su vida. No es que no estuviese encantada de pasar unos días lejos de él, pero una cosa era prescindir felizmente de su marido para pasar unas semanas en Madrid, y otra muy distinta renunciar a ser su costilla en la jungla de Nueva York. Con toda su autosuficiencia, sus tópicos de ex alumno de universidad privada, su apellido sonoro y su egoísmo de nacimiento, Herder era el mejor prototipo de esposo para vivir -y sobrevivir- en la capital del mundo. ¿Qué más podía querer una atractiva profesora universitaria de origen europeo que un hombre rico, guapo, ambicioso y muy ocupado? El aspirante a senador Van Halen era un buen complemento, como los bolsos de las tiendas de lujo de la avenida Madison o los zapatos planos de Roger Vivier. Es cierto que no aguantaba a su marido, pero Nueva York -y, en general, todo el mundo civilizado- está lleno de mujeres a las que les ocurre lo mismo. Así que, habiendo llegado a un pacto de buena voluntad, no había nada que no pudiesen arreglar un par de semanas de vacaciones por separado tres o cuatro veces al año y quizá, por qué no, alguna aventura esporádica. No había tenido un amante desde su boda. Quizá era el momento de retomar las buenas costumbres del pasado. Claro que ahora, con Herder metido en política, habría que tener cuidado. Pero una profesora universitaria tiene muchas oportunidades de hacer ciertas cosas con discreción. Hay congresos fuera del país. Hay seminarios, conferencias, simposios, estancias académicas con un mar de por medio. Profesores visitantes que van y vienen, oradores invitados… todo un vivero de ocasiones, una feliz reserva de especies interesantes, un coto de caza privado. No se trataba de volver al desenfreno de ocho años atrás, pero una cana al aire de vez en cuando le vendría de perlas para llevar mejor su vida junto a Herder. Había sido una idiota al descartar la posibilidad de conocer a otros hombres durante los últimos años. Victoria se dio cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, estaba de buen humor. Se puso como frontera para el regreso zanjar la venta de la película. En un par de semanas, como mucho, estaría de vuelta en su mundo. Un mundo que, con un poco de suerte, podría volver a ser un lugar interesante.

Las ofertas serias por la película no llegaban al teléfono de la casa, sino al despacho de Santi, que se había convertido en eficaz director de pista de aquel circo inesperado. Aunque en un principio habían barajado la idea de sacar la película a subasta -la casa Sotheby's se había ofrecido a gestionarlo todo-, Marga dijo que prefería vender inmediatamente.