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– No es lo mismo

– Pero es muy parecido.

«Claro. Ha sido todo demasiado fácil. El cuento de hadas a punto de finiquitar estupendamente, pero aquí está la reencarnación de… de Mahatma Gandhi… para plantear problemas morales y mandarlo todo a hacer puñetas. Joder, Jan. El mundo está lleno de mujeres. ¿Tenías que casarte precisamente con la única cuya conciencia podría medirse por arrobas?»

– ¿En qué estás pensando exactamente, Marga? Porque si me dices que, en tu situación, quieres devolver la película al capullo que te la vendió, soy capaz de estrangularte… Eso, por no hablar de lo que te harán Solange y Shirley…

Marga se rió. Victoria siempre pensaba que, siendo como era una mujer sin grandes atractivos, su risa compensaba los kilos de más y sus rasgos más bien vulgares.

– No, querida… no soy tan buena persona. Pero creo que la cosa no puede quedar así. Verás, voy a hacer unas pequeñas variaciones en el reparto del botín.

– ¿Reparto? ¿Cómo que reparto?

– ¡No pensarás que iba a quedarme con todo el dinero de la venta! La mitad de lo obtenido será para Solange. Lo pondré en un fondo para sus estudios y para que, cuando acabe su carrera, pueda independizarse. Con medio millón de dólares podrá comprarse un apartamento, abrir un negocio o… lo que prefiera. Eso es cosa suya. En cuanto a mi mitad, voy a hacer lo correcto: repartirla con quienquiera que sea el que se deshizo de la cinta.

«Ésta sí que es buena. Le va a regalar doscientos cincuenta mil dólares a alguien que ni siquiera conoce… A una persona que a lo mejor encontró la película en el desván de su abuela muerta a la que ni siquiera visitaba, a un tiparraco que puede ser un ladrón, un traficante de droga o un asesino en serie… Un cuarto de millón de dólares…»

– Doscientos mil euros es mucho dinero, Victoria. Teniendo resuelta la vida de Solange, me basta y me sobra para ir tirando. Debo noventa mil euros del préstamo de la librería, y otros cuarenta mil de la línea de crédito. Liquidadas las deudas, aún me quedarán unos miles para tener ahorrados. La casa está pagada, y, libre de cargas, la librería puede ser un negocio rentable… Oh, por favor, no me mires así…

– No te miro de ninguna manera…

– Sí, sí que lo haces -sonreía al decirlo-. Pero, si estuvieses en mi lugar, acabarías actuando como yo… y otro tanto haría Javier.

Vaya por Dios. Había dado en la diana. Jan. Su sentido de la rectitud, de la equidad. Su puntillosa visión de lo que es justo. Su ética particular, su conciencia. Su moral, más propia de un caballero de la tabla redonda que de un superviviente del siglo XXI. Jan. «Maldita sea, Marga. En el fondo, tú y él no erais tan distintos.»

– Muy bien, si lo tienes decidido, no perderé el tiempo. Pero creo que estás haciendo el canelo. Y deja que te diga que tu madre y Solange se van a poner como locas. Por cierto, ¿cómo vas a localizar al tontaina que colgó la cinta en eBay?

– Pues… no sé… no lo había pensado.

«No lo había pensado. Muy propio de Marga.»

– ¿A ti se te ocurre algo?

Victoria resopló con los ojos en blanco, como diciendo «ya lo sabía yo». No veía el momento de abandonar su puesto como ángel de la guarda de Marga.

– No sé. Podemos rastrear la cuenta de eBay de Jan… Si conoces las claves, claro.

Marga meneó la cabeza. «Era mucho pedir», pensó Victoria, y frunció el ceño para ayudarse a pensar.

– La compañía de transportes… Eso es. Ahí tiene que haber un registro de envíos.

– Iré mañana por la mañana. ¿Podrías…?

Victoria trató de recordar que en un par de semanas estaría de vuelta en su ático neoyorquino con vistas al parque. «New York state of mind.» Paciencia, chica. Ya no queda mucho.

– Sí, Marga. Te acompañaré. Y si el tipo de la mensajería no quiere ayudarnos, lloraremos juntas hasta convencerle.

Victoria recordaría siempre que, de haber encontrado en la oficina de envíos a alguien un poco más espabilado que el hombre que las había atendido, posiblemente el final de aquella aventura hubiese sido completamente distinto. Desde luego, no habrían ocurrido las cosas increíbles que vinieron a continuación. A Jan le gustaba repetir que uno nunca sabía dónde estaba la suerte. Pues bien, en este caso en concreto la suerte estaba en un muchacho atontolinado que les había facilitado sin saberlo una serie de datos que se suponen confidenciales. En contra de lo que Victoria suponía, no hubo que rogar ni suplicar, pues en cuanto le dijeron que necesitaban ponerse en contacto con el emisor de un envío al que tenían que devolverle un dinero, la base de datos del ordenador escupió alegremente un nombre con una dirección de Londres. Fue una sorpresa comprobar que el señor Douglas Faraday vivía en Brook Street. Victoria conocía la calle, pues allí, en el corazón de Mayfair, estaba el hotel Claridge, el favorito de Herder cuando viajaba a la ciudad. Como no todo iba a ser tan sencillo, no hubo manera humana de hacerse con el teléfono de míster Faraday. Llamaron a tres compañías de teléfonos británicas y todo cuanto consiguieron fue saber que se trataba de un número de acceso restringido y que no podían facilitarlo. «Estupendo. Así que estamos a punto de entrar en contacto con un raro. Uno de esos misántropos que no quieren que nadie les dé la tabarra.» A Vic se le ocurrió buscar el nombre en Internet cruzándolo con la dirección. Apareció entonces el nombre de lo que parecía ser una tienda de antigüedades: «Faraday's Things».

– Aquí lo tienes.

– ¿Puedes… puedes llamar tú? Te explicas mejor que yo… y tu inglés…

– Tu madre es inglesa, Marga… No me vengas con cuentos.

– Por favor… me estoy poniendo histérica.

«La tarta de queso. Los dry martini del Algonquin. El brunch en el Meatpacking. Las tiendas de West Broadway… Qué cerca está todo, Victoria. Aguanta un poco más.»

– Vale. A ver… -Marcó el número y enseguida oyó la señal típica de los teléfonos en Gran Bretaña. Le recordó a un novio inglés que había tenido durante tres meses en el 94. Tenía uno de esos nombres pretenciosos, Algernon, o Ebenezer…

– Hello…

Una voz de mujer. Victoria había esperado la de un hombre, y aquello la descolocó.

– Eh… Hola… Es una llamada desde Madrid.

– Dígame.

El tono dejaba claro que a su interlocutora no le importaba demasiado desde dónde llamasen.

– Querría hablar con el señor Faraday…

– El señor Faraday no atiende llamadas en este número. Yo soy su ayudante.

– Muy bien, pues si me puede dar el número del señor Faraday, yo…

– Me temo que no me he explicado bien. Si quiere algo del señor Faraday, tiene que hablar conmigo.

¿Y ahora? ¿Le explicaba toda la historia a aquella mujer? No parecía lo más aconsejable. Después de todo, a saber quién era ella en realidad.

– Mire, me llamo Victoria Suárez, y tengo que localizar al señor Faraday para hablar de un asunto personal. Un asunto importante, de mucho interés para él…

– Muy bien. Deje que tome nota de su nombre y su número, y nos pondremos en contacto con usted lo antes posible. ¿Victoria Suárez, me ha dicho? ¿De Madrid? Perfecto. La llamaremos, no se preocupe. Adiós, señorita.

Marga no parecía muy satisfecha.

– No ha querido pasármelo.

– ¡Tampoco es que tú hayas estado muy convincente! «Tengo que hablar con el señor Faraday de un asunto de gran interés para él.» No te ofendas, pero parecías una de esas vendedoras a domicilio que te dicen que eres idiota si no cambias de compañía de teléfono.

– ¿Y qué querías que le dijese? ¿Que una amiga mía a quien no ha visto nunca quiere regalarle doscientos cincuenta mil dólares? No sabemos quién demonios es la mujer que me ha cogido el teléfono… Mira, a lo mejor no he estado muy fina, pero coincidirás conmigo en que no es fácil explicar ciertas cosas.