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– Hay que ver lo bien que te portas con ella…

Victoria sonrió.

– No es para tanto. Marga tiene sus cosas, como todo el mundo, pero es una persona estupenda… y, sobre todo, era la mujer de tu padre.

– Pues por eso lo digo. Yo en tu lugar no podría verla ni en pintura.

Pero ¿de qué demonios estaba hablando aquella niña? Para su sorpresa, Solange tomó a Victoria de la mano y la miró con sus enormes ojos grises -aquellos ojos tan parecidos a los ojos de Jan- ladeando la cabeza como un pájaro.

– Tía Vi… Sé que siempre estuviste enamorada de mi padre.

Victoria se echó a reír. Hasta alguien tan inexperto como Solange se daba cuenta de que sus carcajadas no podían ser más sinceras.

– Ay, Solange… ¿De dónde has sacado semejante cosa?

– Chloe me lo dijo.

«Haber empezado por ahí. Chloe. Con su acento francés, su cintura estrecha y su lengua viperina. Chloe Deschamps, capaz de convertir en mierda todo lo que tocaba. Detestable francesa de culo operado. Maldita Chloe…»

– ¿Qué te contó exactamente?

Solange frunció el ceño en un gesto algo teatral, como si tuviese que hacer esfuerzos para recordar.

– A ver… Pues que estabas loca por papá… que ya lo estabas antes de que yo naciera, pero que él pasaba de ti, y que estabas tan colgada de él que cuando yo nací te fuiste a París para convencerle de que volviese a España, y le ayudaste a cuidarme durante mucho tiempo… Y luego apareció Marga y se casó con ella y tú eras tan tonta, eso lo dijo Chloe, ¿eh?, que ni siquiera intentaste quitárselo, y en lugar de eso te largaste a Nueva York para poner tierra de por medio, y allí te casaste con Herder porque tu gran amor ya estaba con otra mujer.

«Chloe, Chloe, Chloe. Deberían encerrarte en algún lugar del que no pudieras volver para hacer daño a la gente… tal vez en una sima profundísima… o en lo alto de una cumbre inaccesible…»

– Sol… tu madre no sabe nada de relaciones humanas. -No añadió que porque era un ser abyecto incapaz de preocuparse por los sentimientos ajenos-. Y aún menos de Jan y de mí. Yo no estaba enamorada de tu padre. Y sí, fui a París a buscarle, pero no porque estuviese colgada de él, como tú dices, sino porque su vida allí era un desastre. En cuanto a lo de Nueva York, me marché porque tenía una buena oferta de trabajo, no porque quisiese alejarme de nadie, y menos de mi mejor amigo.

– Pero… ¿en serio que nunca pensaste en que papá y tú… bueno, podíais estar juntos de verdad y todo eso?

– Solange… ya estábamos juntos. Y de una forma muy especiaclass="underline" sin obligaciones, sin compromisos, sin nada. Supongo que por eso nos fue tan bien. Porque nunca intentamos ser uno, que es lo que acabas deseando cuando te enamoras de alguien. Siento que tu madre te confundiera, y también que no hablases del asunto con Jan o conmigo para aclarar las cosas.

Solange hizo un puchero, suspiró y luego se puso de pie para colocar bien en el perchero una chaqueta que estaba torcida.

– ¿Sabes? Yo llegué a odiar a Marga… la odié de verdad, porque pensé que ella había impedido que tú y papá fueseis pareja.

Victoria iba a contestar que eso era exactamente lo que buscaba Chloe: una eterna hostilidad entre Solange y la mujer de su padre. Pero se mordió la lengua a tiempo. La hija de Jan tenía toda la vida por delante para descubrir quién era su madre, y no había ningún motivo para acelerar el proceso.

– Anda, acaba de arreglar tu ropa. Yo voy a acompañar a Marga en su visita al dichoso señor Faraday. Espero que me caiga bien. Me pongo mala sólo de pensar que va a regalar doscientos mil euros a un rarito que ni siquiera contesta al teléfono.

«Faraday's Things» era exactamente como Victoria había imaginado: un precioso establecimiento del siglo XIX con escaparate de cristal y madera, al que a buen seguro se había asomado alguna vez el propio Charles Dickens. La mercancía no parecía precisamente propia del local de un chamarilero, sino que estaba integrada por delicados objetos de plata antigua, porcelanas ligeras como el aire, piezas de cristal, figuras de bronce y joyas de esmalte exhibidas sobre un fondo de seda de un amarillo tostado. Se demoraron un rato antes de entrar, mientras observaban en silencio aquella exquisita colocación de tesoros.

– Por última vez, Marga -Victoria se dio cuenta de que estaba hablando en susurros-, el dueño de esta tienda no tiene pinta de necesitar un cuarto de millón de dólares. Aún estamos a tiempo. Podemos darnos la vuelta y llevar a Solange de paseo por Hyde Park…

– Déjalo ya, ¿quieres? Está decidido. Vamos adentro. Y… y esta vez hablaré yo.

Increíble. Así que el ratoncito sacaba pecho. Pues venga, adelante. A ver cuánto tiempo tardaba en echarse a llorar. Un bufido del señor Faraday bastaría para poner a Marga en fuga. Una simple mirada, seguramente, sería suficiente para desinflar su arrojo.

No había clientes en la tienda. Una mujer alta y corpulenta -a buen seguro, la gélida señorita Starck- estaba afanada en la limpieza de un candelabro. Victoria se dijo que, si se dirigían a ella, les aseguraría que Faraday no estaba. Y fue entonces cuando, desde la trastienda, entró aquel hombre.

No parecía tener mucho más de sesenta años. Era alto, enjuto, de rasgos aristocráticos ocultos a medias por una finísima barba gris, igual que el cabello espeso e impecablemente peinado. Llevaba una chaqueta de tweed sobre la camisa blanca, y los ojos protegidos tras unas gafas de montura de alambre. Victoria se fijó en que tenía las manos delicadas de un concertista de arpa, quizá la señal de haber pasado toda una vida tratando cosas valiosas. Lo observó de reojo fingiéndose muy interesada en una silla de estilo Chippendale que costaba seis mil libras mientras se preguntaba qué hacer a continuación. Contuvo el aliento cuando la ayudante saludó al recién llegado con un «Buenas tardes, señor Faraday». Marga estaba pálida como la muerte. Se dio cuenta de que había apretado los puños antes de evitar un elegante escritorio estilo Imperio para dirigirse al recién llegado.

– ¿El señor Faraday?

Su voz había bajado una octava.

– Sí…

– Soy Margarita Solano. He venido a verle a usted…

Victoria se había quedado un par de pasos atrás, y tuvo la sensación de que algo, al menos fugazmente, había cambiado en la expresión de aquel desconocido al oír el nombre de Marga.

– Muy bien, ¿en qué puedo ayudarle?

– Verá… hace unas semanas vendió usted en eBay una película antigua. Fue mi marido quien la compró, pero cuando llegó el envío él ya había muerto… y ahora resulta que esa cinta que costó cinco euros vale una fortuna.

Los ojos del señor Faraday se abrieron detrás de las gafas bifocales. Sonrió brevemente con una boca de labios muy pálidos que debían de ser más que capaces de componer muecas severas si llegaba la ocasión. Tardó unos segundos en hablar, como si tuviese que elegir bien las palabras.

– Señora Solano, tal vez usted y yo debamos de hablar en un sitio mejor que éste… La invitaría a pasar a mi despacho, pero acaba de llegar un envío y tiene el aspecto de una trinchera. -Su sonrisa, que ahora alcanzaba los ojos, se hizo un poco más cálida-. ¿Conoce usted el restaurante Wolseley, en Picadilly Street? ¿Puedo verla allí en, digamos, veinte minutos?

A aquella hora, el Wolseley estaba lleno de gente. El local, de techos altísimos y hermosos espejos que decoraban las paredes, tenía un cómodo servicio de comidas, y era posible pedir desde un desayuno inglés con huevos y tomates fritos hasta un solomillo a la bearnesa a última hora de la tarde. En aquel momento la mayoría de la parroquia tomaba el té. Victoria y Marga, que habían hecho sin hablar los escasos siete minutos de camino desde la tienda del señor Faraday, ocuparon la única mesa libre que quedaba. A Victoria se le iban los ojos detrás de los bollos cubiertos de crema, las porciones de tarta y las bandejas de pasteles franceses, pero no hubiese sido buena idea esperar al señor Faraday atracándose de golosinas.