Llegó diez minutos después. Se había cambiado la chaqueta de tweed por una americana de algodón oscuro. Debía de ser un habitual, porque los camareros lo saludaron con deferencia. Les dirigió desde la entrada una leve inclinación de cabeza y se acercó hacia la mesa con una sonrisa. Tenía los dientes blancos e iguales bajo aquellos labios tan finos. Al verlo, el que parecía ser el maitre se dirigió a él.
– Señor Faraday, otra vez por aquí… Disculpe una pregunta: ¿Ha tomado usted hoy haricots verts en la guarnición?
– No, James. He tomado patata hervida.
– Pues no sabe cuánto me alegro. Algunos clientes se han quejado. Estamos investigando en la cocina. Disculpe la interrupción, pero tenemos que cerciorarnos de que todo está bien. Dígame qué puedo servirle.
– Tráigame lo mismo que a las señoras. -Esperó a que se marchase el encargado y miró a Victoria-: Y usted es…
– Victoria Suárez. Le llamé el otro día y no quiso hablar conmigo.
El señor Faraday lanzó una carcajada breve y se sentó.
– Me temo que la señorita Starck sufre frecuentes ataques de exceso de celo. Me dijo que pretendía usted venderme un seguro de vida. En fin, es otra cosa lo que les ha traído aquí. La película, ¿no? Greta Garbo en carne juvenil. Un regalo para un cinéfilo, e incluso para cualquier amante de las curiosidades. No, no pongan esa cara. He seguido la historia por los periódicos. Cuando empezaron a hablar de una cinta vendida en un portal de Internet y comprada al azar por alguien que vivía en Madrid, no tardé en darme cuenta de que había hecho el peor negocio de mi vida. Lo que no entiendo, y disculpen, es qué es lo que quieren ustedes de mí. Comprenderán que no tengo información adicional sobre la cinta, o no me hubiese desprendido de ella tan alegremente.
– No es eso… Verá, he conseguido hacer una buena venta.
– No me cabe duda.
– Ya. El caso es que me parece justo compartir con usted lo que me han pagado. La mitad del dinero es para mi hijastra, la hija de Javier, mi marido. Pero había pensado que usted y yo deberíamos repartirnos la otra mitad.
El camarero acababa de traer un nuevo servicio de té, pero el señor Faraday ni siquiera lo había mirado. Estaba demasiado ocupado sorprendiéndose.
– Espere… ¿Tengo que entender que ha venido usted desde Madrid para… para compensarme?
– Más o menos… Sí, supongo…
El señor Faraday miró a Marga con una expresión que sólo podría entender quien lo conociera bien. Victoria se dijo que parecía a punto de echarse a llorar, pero eso no tenía mucho sentido.
– Es usted asombrosa, señora… eh…
– Llámeme Marga.
– De acuerdo. Pues, Marga, esto es lo más increíble que me ha pasado en más de cuarenta años de ejercicio profesional. Soy responsable de una mala venta y el comprador se ofrece a hacer justicia. Es verdaderamente interesante. Si algún día escribo mis memorias, le aseguro que dedicaré un capítulo entero a este extraordinario episodio.
Se sirvió el té y la leche, y disolvió un azucarillo en la taza.
– Pero, y a pesar de lo mucho que me impresiona su oferta, no puedo aceptarla. No, no diga nada. Mire, ya sé que vendí una joya por unas cuantas libras. Mala suerte, querida. Son cosas que pasan constantemente en esta profesión. Hace cinco años compré una buhardilla entera a los herederos de su propietaria, una mujer que vivía sola y casi en la indigencia. ¿Saben qué había entre todos aquellos trastos? Un huevo Fabergé auténtico. ¿Creen que corrí a avisar a los vendedores de lo que había encontrado? Por supuesto que no. Cuando uno se dedica a este negocio, tiene que actuar como una especie de salteador de caminos. Yo siempre espero comprar las cosas por la mitad de lo que valen para luego venderlas al doble de lo que pagué por ellas. A veces me sale bien, a veces no… Y créanme si les digo que es parte del encanto de este juego. En unas ocasiones ganas, y en otras, como en ésta, la suerte se vuelve en tu contra. Yo sólo puedo felicitarla. Lamento… lamento que el hallazgo de la película se haya producido en circunstancias tan poco agradables. Creo haberle entendido que su marido ha muerto…
– Así es… Sufrió un ataque al corazón.
– Lo siento.
– ¿De dónde sacó la cinta? -Victoria, que no había abierto la boca hasta entonces, rompía conscientemente el clima emotivo de la conversación. Marga empezaba a pestañear demasiado rápido, y eso era lo que hacía siempre cuando iba a echarse a llorar.
– Estaba en casa de mis tíos, en un trastero.
– ¿No se le ocurrió verla antes de deshacerse de ella?
El señor Faraday miró a Victoria con cierta severidad, como si le molestase tener que dar tantos detalles.
– No, señora, no se me ocurrió. Mis tíos no eran aficionados al cine, ni tampoco a las antigüedades. Nunca pensé que algo que estuviese en su casa pudiese valer más que unos cuantos peniques.
– ¿Cómo se le ocurrió venderla en la red?
Esta vez, el señor Faraday se echó a reír.
– Oh, bueno, eso sí tiene una explicación curiosa. Verán, uno de mis amigos está empeñado en que el comercio electrónico obligará a cerrar todas las tiendas tradicionales en menos de diez años, incluidos los anticuarios. Yo no soy de esa opinión, así que cruzamos una apuesta. Coloqué en eBay un montón de cacharros sin valor y aposté cien libras a que no sería capaz de deshacerme de ellos -al hablar miraba a Marga, como suponiendo que estaba mejor predispuesta que Victoria a apreciar la anécdota-, pero me equivoqué: lo vendí todo en menos de cuarenta y ocho horas. Bien es verdad que no saqué gran cosa, pero el éxito me ha sorprendido.
– Pues no tiene usted mucha suerte últimamente: en dos días ha perdido cien libras y un millón de dólares.
Marga miró a Vic con el ceño fruncido. ¿A qué venía tanta aspereza? ¿Por qué estaba siendo tan desagradable con aquel hombre, el simpático señor Faraday, todo un caballero inglés que aceptaba su derrota con tanta elegancia? Por fortuna, él no pareció inmutarse.
– Ya se lo dije, el juego es así. -Hizo una seña para llamar al camarero-. Anote esto en mi cuenta, por favor. Ahora, si me disculpan, tengo que volver a la tienda. Ha sido un placer conocerlas. Marga, deseo de corazón que disfrute del dinero. Y gracias por haber provocado esta situación tan agradable. No suelo hacer muchos tratos con personas como usted. Hasta siempre, señoras.
Y se fue. Visto de espaldas, con el paso elástico y su espeso pelo gris, el señor Faraday parecía veinte años más joven. Vic y Marga estuvieron mirándole hasta que salió al tráfico alborotado de Picadilly Street en dirección a su pequeña isla del tesoro. Victoria llamó al camarero.
– Tráigame dos scones con crema… y una porción de pastel de cerezas, por favor. ¿Tú no quieres nada?
– No… Bueno, sí, otra taza de té.
– … y té para dos. Gracias.
Victoria se volvió hacia Marga.
– Bien, pues asunto zanjado. El señor Faraday no quiere tu dinero. Sólo había en el mundo alguien más estúpido que tú, y era el vendedor de la película. Estamos de suerte. Marga, eres doscientos cincuenta mil dólares más rica que hace treinta minutos, y yo voy a celebrarlo con una sobredosis de azúcar. Debería haber pedido dos raciones de tarta, ¿no?
– No lo sé… todavía estoy un poco… Vamos, que no me hago a la idea de lo que ha pasado. Qué hombre más increíble, ¿verdad?
– Sí. Muuuuuy increíble. -Ni siquiera miró al camarero que le puso delante los scones cubiertos por una espesa capa de nata batida y bañados en mermelada. La emprendió con los dulces con la voracidad de un náufrago-. Está riquísimo… ¿De verdad no quieres un poco?