– No tengo hambre… Por cierto, ¿no has estado más bien arisca con Faraday?
Vic dejó los cubiertos en la mesa y ladeó la cabeza como si acabase de hacer un descubrimiento.
– Un poco, a lo mejor. Era un momento muy raro… y, además, los tipos tan estirados como él me ponen un poco nerviosa.
– No es estirado.
– Oh, sí que lo es. No te preocupes, apostaría a que ni se ha dado cuenta. Estaba tan subyugado por tu generosidad que no creo que fuese capaz de reparar en otra cosa.
– Puede ser… Debería llamar a mi madre y a Solange para quedar con ellas. Se van a quedar de piedra cuando les contemos lo que ha pasado.
– Claro. Llama, llama. Y habrá que hacer planes para estos días, ¿eh? Ya que estamos aquí, que Solange lo vea todo. La Torre, la abadía, los parques y hasta ese horrible invento de Madame Tussauds. -Probó el pastel de cereza-. Vaya, hacía siglos que no comía una tarta tan buena. A lo mejor pido otro trozo, si no te importa… o unas lionesas.
– Lo que quieras. No sé cómo puedes comer tanto dulce y no pesar cien kilos.
Pero Victoria no pensaba en la posibilidad de engordar. Necesitaba más y más azúcar mientras notaba cómo el corazón -su pobre corazón, que llevaba tanto tiempo dolorido- amenazaba con escapársele del pecho, como un pájaro asustado.
Solange, Marga y Shirley esperaban a Victoria en la recepción, las tres en zapatillas de deporte, armada la primera con una cámara digital, para iniciar una visita a la ciudad. Victoria, que conocía Londres perfectamente, había elaborado un completo plan de actividades para aquella semana de vacaciones. Verían las casas del Parlamento, la catedral de San Pablo, las momias del Museo Británico y los Van Gogh de la National Gallery. Harían un picnic en Green Park, cruzarían el puente del Millenium y subirían a la noria gigante. Curiosamente, era Shirley la que parecía más excitada en dura competencia con Solange, pues, a pesar de haber crecido en Inglaterra, sólo había estado en Londres un par de veces y nunca había tenido ocasión de hacer las cosas que hacen los turistas.
– ¿Dónde está Victoria? Vamos a llegar tarde.
– Madre, nadie nos espera en ningún sitio. Tenemos siete días por delante, así que tómatelo con calma. Mira, ahí viene.
El rostro de Victoria reflejaba una notable contrariedad.
– ¿Qué pasa?
– Cambio de planes. He llamado a Linda Sommer, una antigua colega que está dando un seminario de verano en la London School of Economics, y se ha empeñado en que nos veamos hoy.
– ¿Y no puedes quedar con ella en otro momento?
– Supongo que sí… pero de esta forma me quito el compromiso de encima y quedo libre el resto de la semana. Os acompañaré en el paseo por Westminster y luego me reuniré con Linda para comer con ella. No sé cuánto me entretendrá, hace siglos que no nos vemos. En marcha, ¿eh? No perdamos el tiempo.
– Pues eso estaba yo diciendo… pero mi hija se toma la vida con tanta calma que…
Victoria se marchó a las once y media. Dijo que se había citado con su compañera en un pequeño restaurante de Pall Mall, pero al llegar allí caminó en dirección a Picadilly Circus y luego siguió subiendo por Picadilly Street hasta llegar al número 160. Allí estaba el Wolseley. Respiró hondo, entró y se sentó a esperar.
Douglas Faraday apareció a las doce y cuarto. Victoria lo vio llegar, con el cabello gris protegido por un gorro impermeable de la lluvia tenaz que había empezado a caer a media mañana. Llevaba una gabardina clara, y unos zapatos de gamuza que comenzaban a estropearse por culpa del agua. Un camarero lo condujo hasta la que debía de ser su mesa habitual, y le entregó el menú, al que apenas echó un vistazo antes de pedir: probablemente se sabía la carta de memoria. Le sirvieron agua y una copa de vino blanco. Victoria lo observó durante algún tiempo. Lo vio colocarse la servilleta sobre las piernas, beber distraídamente un sorbo de vino, probar sin mucho interés la sopa de tomate y cortar pedacitos del pudding de ríñones antes de llevárselo a la boca. Faraday comía despacio y sin mucho apetito. A Victoria le pareció que estaba triste -los ojos, el gesto lejanamente contrito-, pero ni siquiera pensó en compadecerse de él. Estaba demasiado ocupada escrutándolo, observando sus gestos menores, estudiando libremente cada uno de los correctos rasgos de su rostro de lord inglés, la piel blanca respetada por los largos días sin sol, aquella barba tan bien recortada, la nariz definitiva, la frente limpia y surcada por las arrugas algo camufladas por el cabello espeso. Se fijó en sus muñecas estrechas, en el correcto dibujo de sus hombros, en su postura al sentarse a la mesa -el tronco erguido, los antebrazos firmemente apoyados, la cabeza alta-, aplaudidos, a buen seguro, a su paso por un internado caro como el que había servido para educarla a ella. Le vio limpiarse cuidadosamente los labios antes y después de beber, aprobar con un gesto casi inperceptible las idas y venidas del servicio, sonreír a un niño pequeño que tropezó con su silla. En apenas treinta minutos supo de Douglas Faraday todo lo que necesitaba. Esperó a que le sirvieran el postre -una bola de helado de vainilla- para acercarse a su mesa.
– Hola, señor Faraday.
La sorpresa de él, si es que llegó a sentirla, no duró más allá de un par de segundos. Se puso de pie para tenderle la mano.
– Señorita Suárez…
– En realidad, soy la señora Van Halen.
– Claro. ¿Quiere sentarse conmigo?
Faraday la ayudó a acomodarse y luego volvió a su sitio, Hubo unos segundos de silencio en los que sólo se miraron. Victoria supo que era su turno.
– ¿Quién es usted?
– Un anticuario muy despistado que pierde pequeñas fortunas por no hacer bien las cosas.
Ella no supo si aquel hombre estaba jugando o bien intentaba gastar a la desesperada sus últimos cartuchos.
– Ya. Por favor, no me cuente otra vez la aventura del huevo Fabergé. Y en cuanto a lo de esa historia absurda de las ventas online… ¿De verdad piensa que voy a tragármela?
Faraday apartó la copa de helado, que empezaba a derretirse, y tamborileó los dedos sobre el mantel blanco.
– ¿Quién cree que soy, señora Van Halen?
– Dígamelo usted. No es a mí a quien le gustan las apuestas…
El la miró unos segundos. Victoria tuvo que contener el impulso inexplicable de agarrar aquellas manos tan bonitas y apretarlas muy fuerte para comprobar que ya las conocía, que eran apéndices hasta cierto punto familiares, unas manos a las que ya se había aferrado, que le habían acariciado el pelo, que habían servido para secarle las lágrimas tantas y tantas veces.
– Supongo que ya lo imagina. Sí, señora Van Halen. Soy el padre de Jan.
Douglas Faraday pidió dos copas de brandy, incapaz de adivinar que a Victoria le hubiese confortado más una ración de tarta de chocolate o unos profiteroles rellenos de crema. Al camarero le sorprendió la brusca ruptura de la rutina del señor Faraday: siempre comía solo, no bebía más alcohol que una copa de vino y empleaba alrededor de cuarenta minutos en el almuerzo.
– Permítame un momento. -Sacó un teléfono móvil del bolsillo. Aquel artilugio de última generación no casaba mucho con su imagen de anticuario de novela-. Señorita Starck… anule mis citas de esta tarde. Ha surgido algo importante… No, no se preocupe, estoy perfectamente. Gracias por todo… Sí, adiós.
Guardó otra vez el teléfono y dio un sorbo corto a la copa de licor.
– ¿Sabe lo que me dijo Jan? «Si Victoria te ve, se dará cuenta de todo.» Pensé que era una exageración por su parte. Nadie puede ser tan perspicaz… Pero luego, cuando la conocí ayer, entendí la preocupación de mi hijo. Es usted una de esas personas que parecen tener rayos x en los ojos. Consiguió ponerme nervioso, ¿sabe?
Victoria no tocó el coñac. De pronto, el techo abovedado y los espejos que desde las paredes multiplicaban el interior diáfano del restaurante amenazaban con venírsele encima.